martes, 16 de abril de 2019

Capítulo XVI: Teatro chino de sombras


HUMBERTO PRIMO



1989 se iba acabando. Y a todos los a argentinos nos quedaba un supersticioso sentimiento de torpe alegría. Los etiquetadores ya no cambiaban los precios de un mismo producto en una sola mañana. Y los micro-emprendedores subían las metálicas persianas de sus negocios sin temor a los prepotentes saqueos. Fue unos días después de vivir una sigilosa mudanza, que nos alejó para siempre de la calle Gran Canarias, cuando vi por última vez a mi mascota felina, sin querer arrimarse, en el techo de una casa contigua. Otro pedazo de mi infancia me quedó en la memoria, la noche anterior de mudarnos al barrio del este: con marcador color cielo a lo mediodía, aproveché las didácticas estadías en mis 6 aulas formales, que variaban de un año a otro, y dejé despedidas en las dos paredes que, a izquierda y diestra, enfrentaban mis horas de sueño. Todo se descascaraba muy fácil cuando despegué los recortes sujetados a la pintura blanca. De seguro los próximos inquilinos no mantuvieron vivas mis letras. Escribir me era mucho más fácil entonces.

Aquella noche conocíamos el nuevo barrio. La jornada inquisitiva estaba a punto de consumir su último momento. Era la primera vez que yo advertía lo generosa que puede llegar a ser la Naturaleza, en sus incontables combinaciones de especies y de lugares. Era también la primera vez que caminaba junto a mi padre, solamente para distendernos, sin prisas ni preocupaciones de que el autobús vendría repleto.

Fue como si hubiera estado en un teatro de sombras chinescas. La memoria me ofrece una tapia vergonzosa, alambrada en todo su perímetro. Metro por medio se vieron profanaciones que no se disimulaban, perpetradas por los chicos del barrio que utilizaban el campo declinado como un imperfecto potrero. Me acuerdo que el fondo de aquella escena era muy oscuro, por eso lo comparaba con el teatro chino de sombras. Aunque se diferenciaban muy bien las copas de las acacias y de los olmos, sembrados hace ya mucho, iluminadas tenuemente por la medialuna creciente.

El número de las luciérnagas iba en aumento a medida que yo me percataba de su existencia. Se sentía el aroma de los pastos que cenaban el rocío del cielo negro estrelladísimo. En mi medio ojo izquierdo empezaron a infiltrarse las pequeñísimas luces que no permitían un segundo de paz a la oscuridad. Separadas pocos centímetros, tal vez medio metro, cada luciérnaga encendía su brillo y lo apagaba después de algún segundo. Pero eran tantas... Yo hasta ese momento había conocido algunas que otras en el patio de mi casa anterior en el atardecer de alguna primavera. Se posaban en los jazmines enmacetados y luego echaban al vuelo y se iluminaban a sí mismas en un parpadeo que duraba todo lo que yo podía verlas.

A media cuadra de esa función poética estábamos nosotros: Humberto Primero 851, la casa de rejitas negras. Si se quieren tomar la molestia de ir hasta allí, todavía es probable que encuentren la madreselva enroscándose por toda la herrería de nuestra puerta. El teñido enrejado negro actuaba de nexo coordinante entre la superficie de nuestro hogar y los amarillentos metros de la vereda. Después de la puerta, parecida a las tranqueras de los corrales, también a los lados se extendía una tapia de cementos ornamentados de blanco y, en sus encimas, la fila india de rejas que iba desde lo de Amanda a lo de Judith, exteriorizando la precaución de los inquilinos: en este caso nosotros. Apenas llegamos allí, los perros clamaron su celo con nuestras violadas mascotas sin operar. Nunca les abrimos la puerta, pero vigorosamente saltaban la tapia enana. Como buenos arqueros apuntaban sus zorrinos hocicos para que emboquen entre dos rejas discriminantes. Creo que era por un bondadoso cimiento que eso sólo podían conseguirlo del lado izquierdo, por entremedio de unas rejas que la retama nunca pudo adueñar. Algunas tardes, luego de los reconfortantes almuerzos delinquidos, yo me sentaba a escribir los deberes del ya aliviado séptimo grado, y por la eterna ventana inmensa vi aparecer sorpresivos saqueadores caninos que iban en busca de su rastreado sexo. Desde la misma ventana, en la sala comedor, vi pasar levitando a una sirena, un mediodía común. Y a otras argentinas contoneando sus caderas ecuestres. Había cortinas blancas que distorsionaban las figuras peatonales. Alguno de ellos rozaba la entrada principal con las camperas de invierno. La puerta de rejas negras era la única superficie que no había inundado la madreselva. Un picaporte enfermo imitaba por un segundo el sonido de la locomotora; y las bisagras hacían un largo yiiiiiiiiiiiiiii, como un acople en el Marshall que va en aumento hasta que llega a cierto decibel. Y luego la puerta de entrada con su mirilla empañada. Estaba anticipada por una pasarela de baldosas rosas y, a izquierda y derecha, por un adaptado jardín. Allí estaban los trasplantados jazmines de mi primer patio de Gran Canarias, a cuyas ramas, debido a su longevidad, en primavera ya les costaba darnos los brotes. Más centradas, las puertas de fierro y la de madera se alineaban imperfectamente una atrás de la otra. Yo ya me había acostumbrado a mirarlas. Era fantástico. No sé si habrá sido mi inquisidora juventud, pero siempre que volví a casa, desde la última altura de Humberto Primero, ya divisaba la medianamente transcurrida Cevallos, y me sentía confiado y feliz. El barrio se llamaba Villa Luján. Avenida Cevallos debería tener 2 ó 3 kilómetros hasta que cambiaba de prócer. Cevallos era como el punto de largada de una subida para quienes caminaban diariamente hacia la estación de trenes y de autobuses. En las paradas de colectivos había colas muy largas. Allí, limosneros que no tendrían más de 14, se siametizaban a los trabajadores para pedirles un duro, rateros que habían aprendido el arte de la usurpación, iban hasta la estación para ejercitar su astucia. El hurto fue su materia en la formación de la supervivencia. Pero yo siempre les había respetado. Mañana serían hombres valientes. Avenida Cevallos también podría mirarse como el divertido fin de un colosal tobogán para los pocos que venían al barrio por las mañanas. Cuando la edad me pidió empezar a comprobar mi educación con la práctica de la experiencia, cuando ya se había solidificado el hábito de responder porqués con las conjeturas que mi corazón argumentaba, me encantaba hacerme de coraje y salir de casa cuando aún había neblina. Las neblinas de Quilmes eran más naturalidad que contaminación. Y junto al rocío matutino: mi ciudad daba la impresión de estar navegando en el Ártico frío. Era todo silencio. Y los días de invierno siempre quedaban grises. Si había tormentas, las calles importaban de no sé dónde el color del nublado. Durante los últimos meses de la primavera, si había sol, los asfaltos eran blanquecinos y la brea brillante se derretía un poquitito. Las calles de aquel Quilmes se camaleonizaban con el color del tiempo. Eran como aquellos ojos que adaptan sus tonalidades a la luz y a la penumbra.

La Avenida Cevallos era paralela a las vías del ferrocarril. También separaba una clase más alta de trabajadores y de viviendas. Lo mismo pasaba con las avenidas que la cortaban. Al cruzar Cevallos, Rivadavia se convertía en Otamendi. Y si se continuaba viajando hacia lo más incivilizado, las miradas de los chicos ya no eran de bienvenida. Los años que allí viví siempre ocupé algunos pensamientos analizando la infraestructura de aquella mágica sociedad. La primera antinomia entre las cosas que yo creía y la desalentadora verdad, aparecería en la heterogenia.

Como cuando alguien visita otro país manejando, cuando de repente la arquitectura conocida se fue esparciendo sin que el viajante notase la metamorfosis en el paisaje. Es que todo sucede muy despacito. Hasta que se entra en la carretera la ciudad va acompañando en ambas ventanillas del coche. Y por delante el tráfico urbano lo mantiene a uno alerta. Se oyen bocinas y los semáforos controladores mantienen nuestros reflejos despiertos. De a poco el viajante se va soltando. Luego, las edificaciones nos acompañan algún tramo de la ruta. Pero se empieza a respirar un aire diferente, más liviano. La carga sentimental se deshace junto a los desintegrados edificios. Y llegamos a un punto del camino donde solamente vemos casas y granjeros de cuando en cuando. Y de repente: los potros blancos y mestizos pastan la agricultura junto a la laguna. Rebaños ovinos rescatan la pureza olvidada de cualquier hombre. Hacen notar que aún vive la cualidad de la admiración. Entonces, sin que nos demos cuenta, aparcamos en el destino.

Esta bella ecuación se aplica al barrio de mi niñez. Ni bien se cruzaba Cevallos, los chalets de varias plantas y la gente más fina se quedaban atrás. Y abruptamente, en las dos veredas, empezaban las casitas sin ladrillo a la vista. Faltaban dos cuadras para las callecitas de tierra. Nunca se pavimentaron. Mi familia y yo éramos neófitos candidatos al estudio de aquella vida. Habíamos tenido que dejar un barrio mucho más cómodo y saltamos hasta aquella clase muy media. Yo tenía 11 años. Recuerdo la primera cosa que me molestó: era un taller de autobuses y camionetas que quedaba en la vereda de enfrente a casa. Los empleados a veces entraban a trabajar saltándose la ruidosa chapa. Entonces temprano, cuando ya nos habíamos acostumbrado al gallo madrugador, se sentían los zincs golpeados por las rodillas que hacían palanca hacia arriba. A veces, cuando salía de casa o volvía de la escuela vi descansando a los empleados como si fueran mitologías, subidos en la altura de aquel portón. A lo largo y lo alto se esparcían manchas de brea encima del claro zinc que ocupaba toda la ventana del comedor diario. Y eso que era una ventana muy amplia. Me enternece recordar la correa de la persiana. ¡Cuántas veces despejé la oscuridad del ambiente! Mi madre había endiosado la casa todo cuanto sus gustos le permitieron.

***

Apenas habíamos arribado a las verdes playas de césped anfitrión, Salvador se entusiasmó más que mucho con la amplia tierra, que de inmediato lo invitó a cultivar. Como lo estaba por hacer yo para irme hasta lo de Seba, mamá subía en bicicleta la doble cuesta de Humberto Primo, visitaba la única herboristería y cuando regresaba a la casa traía sobres de semillas para que papá plantara tubérculos y verduras que enriquecían póstumamente las ensaladas alfalfareras. Cogí la pala por primera vez en ese año, para imitar a Salvador con su vivida labor. Creo que él también jugaba con las herramientas a ser granjero, reviviendo su infancia en Villa Cariño, un pueblo fabuloso que veinte años luego iba a pisarlo mi Catalina. Se quitaba las gafas para remover las tierras antes de que el sembrado le diese la esperanza de fecundidad y se quitaba los fotones del mediodía impregnados en su sudor con el mismo pañuelo que siempre llevaba en sus bolsillos simétricos.

Entre las mismas ramas astillosas de la uva, donde en verano crecían los ramilletes color de mora, colgaban unas calabazas enormes que luego mamá aprovecharía para cocer un clásico postre para la sobremesa. Yo le ayudaba a recortar la densa pulpa de los zapallos para que los hirviese en almíbar. Los inexactos cubos anaranjados, servían para saciarme los ataques de gula en mis momentos de ocio. Y cuando la treintena de metros estaba a punto de agotar su aire contado, acababa la parra y los colgantes zapallos. Entonces uno llegaba a una higuera, refugio de silbadores benteveos y zorzales de pecho abrasado que auspiciaban las alboradas con un magnífico canto afinado a lo Mestre.

Respecto a la casa, a sus paredes, a sus embaldosados ambientes rurales, contaré que para salir a ver la naturaleza había una puerta trasera que conectaba la cocina con los aires campestres. Y junto a la puerta, una pared de azulejos color océano sacrificaba un metro de muro para alojar a un ventiluz que se abría en dos partes horizontales. Y bajo la vidriería punteada, las hornallas arrinconadas que cocinaron pucheros y arroz con leche. Mamá desplegaba los vidrios del ventiluz y sobre las llamas autógenas preparaba almuerzos para la primavera, cuando la acompañaba el olor a jazmín. En otros meses del año, cuando las nubes creaban en los quilmeños la incertidumbre de los paraguas, mamá miraba entre las pictóricas hendiduras al frígido nublado… Y le inspiraba cantar un tango.

Salí siempre al terreno por la histérica puerta de esa cocina, que tenía una cerradura medio trabada. Los ingenios de toda la familia debieron aprender el código que la abría cuando se giraba la llave. Si todos se habían marchado por sorpresa, mamá escondía el llavero entre las chalas de un helecho que

envejecía en una maceta de barro cocido. Y por las noches, luego de las sobremesas maduras, mamá regresaba a la pila residual para terminar una jornada más recreando su frustrante papel de ama de casa. Entonces despejaba la cocina de nuestras efusivas mascotas, dejándolas salir fuera para que ensuciaran los pastos cortados con la hélice horizontal de una máquina que funcionaba a tracción. Chiquita y fernanda, se llamaban las dos peludas, que chillando pedían salir al patio. Mamá siempre sintió una engañosa lástima por los animales. Y cuando la puerta abierta les permitía marcharse: era como si Dios oprimiera el gatillo de la libertad, pues las dos se disparaban apuntando a la higuera. Desde la puerta hasta el rápido fin se escuchaban el feroz trote y sus chillidos de la alegría. La chiquita era más ubicada. Fernanda en cambio se hacía notar permanentemente con sus continuos alaridos. Lamusera vieja, le decía mamá. Los componía tanto para esbozar sus felicidades como para sus dolencias. La secuencia de su personalidad era un galope y un molesto aullido por cada una de sus respiraciones. Una noche oscura el correteo de la fernanda se interrumpió por la severa onomatopeya de una madera que se golpeaba. Y enseguida lo continuó un amontonado chirrido en tono de llanto.

Cuando era más chico, me encantaba ver el festejo de fin de año. Todo el treinta y uno esperé ávidamente a que las doce de la noche cambiasen al año pactado. Pero cuando 1990 comenzó, como un insolente culpé a papá por haber permitido que me durmiera. La pirotecnia escandalosa quebró mi sueño por una parte y me apuré a la vereda con la esperanza de que el acto primero de fin de año se hubiera extendido más. Pero sólo pude ver muriendo algunas estelas azules de cañitas voladoras, que los menos protagonistas habían reservado para encender muy después.


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