martes, 16 de abril de 2019

Capítulo XVI: Teatro chino de sombras


HUMBERTO PRIMO



1989 se iba acabando. Y a todos los a argentinos nos quedaba un supersticioso sentimiento de torpe alegría. Los etiquetadores ya no cambiaban los precios de un mismo producto en una sola mañana. Y los micro-emprendedores subían las metálicas persianas de sus negocios sin temor a los prepotentes saqueos. Fue unos días después de vivir una sigilosa mudanza, que nos alejó para siempre de la calle Gran Canarias, cuando vi por última vez a mi mascota felina, sin querer arrimarse, en el techo de una casa contigua. Otro pedazo de mi infancia me quedó en la memoria, la noche anterior de mudarnos al barrio del este: con marcador color cielo a lo mediodía, aproveché las didácticas estadías en mis 6 aulas formales, que variaban de un año a otro, y dejé despedidas en las dos paredes que, a izquierda y diestra, enfrentaban mis horas de sueño. Todo se descascaraba muy fácil cuando despegué los recortes sujetados a la pintura blanca. De seguro los próximos inquilinos no mantuvieron vivas mis letras. Escribir me era mucho más fácil entonces.

Aquella noche conocíamos el nuevo barrio. La jornada inquisitiva estaba a punto de consumir su último momento. Era la primera vez que yo advertía lo generosa que puede llegar a ser la Naturaleza, en sus incontables combinaciones de especies y de lugares. Era también la primera vez que caminaba junto a mi padre, solamente para distendernos, sin prisas ni preocupaciones de que el autobús vendría repleto.

Fue como si hubiera estado en un teatro de sombras chinescas. La memoria me ofrece una tapia vergonzosa, alambrada en todo su perímetro. Metro por medio se vieron profanaciones que no se disimulaban, perpetradas por los chicos del barrio que utilizaban el campo declinado como un imperfecto potrero. Me acuerdo que el fondo de aquella escena era muy oscuro, por eso lo comparaba con el teatro chino de sombras. Aunque se diferenciaban muy bien las copas de las acacias y de los olmos, sembrados hace ya mucho, iluminadas tenuemente por la medialuna creciente.

El número de las luciérnagas iba en aumento a medida que yo me percataba de su existencia. Se sentía el aroma de los pastos que cenaban el rocío del cielo negro estrelladísimo. En mi medio ojo izquierdo empezaron a infiltrarse las pequeñísimas luces que no permitían un segundo de paz a la oscuridad. Separadas pocos centímetros, tal vez medio metro, cada luciérnaga encendía su brillo y lo apagaba después de algún segundo. Pero eran tantas... Yo hasta ese momento había conocido algunas que otras en el patio de mi casa anterior en el atardecer de alguna primavera. Se posaban en los jazmines enmacetados y luego echaban al vuelo y se iluminaban a sí mismas en un parpadeo que duraba todo lo que yo podía verlas.

A media cuadra de esa función poética estábamos nosotros: Humberto Primero 851, la casa de rejitas negras. Si se quieren tomar la molestia de ir hasta allí, todavía es probable que encuentren la madreselva enroscándose por toda la herrería de nuestra puerta. El teñido enrejado negro actuaba de nexo coordinante entre la superficie de nuestro hogar y los amarillentos metros de la vereda. Después de la puerta, parecida a las tranqueras de los corrales, también a los lados se extendía una tapia de cementos ornamentados de blanco y, en sus encimas, la fila india de rejas que iba desde lo de Amanda a lo de Judith, exteriorizando la precaución de los inquilinos: en este caso nosotros. Apenas llegamos allí, los perros clamaron su celo con nuestras violadas mascotas sin operar. Nunca les abrimos la puerta, pero vigorosamente saltaban la tapia enana. Como buenos arqueros apuntaban sus zorrinos hocicos para que emboquen entre dos rejas discriminantes. Creo que era por un bondadoso cimiento que eso sólo podían conseguirlo del lado izquierdo, por entremedio de unas rejas que la retama nunca pudo adueñar. Algunas tardes, luego de los reconfortantes almuerzos delinquidos, yo me sentaba a escribir los deberes del ya aliviado séptimo grado, y por la eterna ventana inmensa vi aparecer sorpresivos saqueadores caninos que iban en busca de su rastreado sexo. Desde la misma ventana, en la sala comedor, vi pasar levitando a una sirena, un mediodía común. Y a otras argentinas contoneando sus caderas ecuestres. Había cortinas blancas que distorsionaban las figuras peatonales. Alguno de ellos rozaba la entrada principal con las camperas de invierno. La puerta de rejas negras era la única superficie que no había inundado la madreselva. Un picaporte enfermo imitaba por un segundo el sonido de la locomotora; y las bisagras hacían un largo yiiiiiiiiiiiiiii, como un acople en el Marshall que va en aumento hasta que llega a cierto decibel. Y luego la puerta de entrada con su mirilla empañada. Estaba anticipada por una pasarela de baldosas rosas y, a izquierda y derecha, por un adaptado jardín. Allí estaban los trasplantados jazmines de mi primer patio de Gran Canarias, a cuyas ramas, debido a su longevidad, en primavera ya les costaba darnos los brotes. Más centradas, las puertas de fierro y la de madera se alineaban imperfectamente una atrás de la otra. Yo ya me había acostumbrado a mirarlas. Era fantástico. No sé si habrá sido mi inquisidora juventud, pero siempre que volví a casa, desde la última altura de Humberto Primero, ya divisaba la medianamente transcurrida Cevallos, y me sentía confiado y feliz. El barrio se llamaba Villa Luján. Avenida Cevallos debería tener 2 ó 3 kilómetros hasta que cambiaba de prócer. Cevallos era como el punto de largada de una subida para quienes caminaban diariamente hacia la estación de trenes y de autobuses. En las paradas de colectivos había colas muy largas. Allí, limosneros que no tendrían más de 14, se siametizaban a los trabajadores para pedirles un duro, rateros que habían aprendido el arte de la usurpación, iban hasta la estación para ejercitar su astucia. El hurto fue su materia en la formación de la supervivencia. Pero yo siempre les había respetado. Mañana serían hombres valientes. Avenida Cevallos también podría mirarse como el divertido fin de un colosal tobogán para los pocos que venían al barrio por las mañanas. Cuando la edad me pidió empezar a comprobar mi educación con la práctica de la experiencia, cuando ya se había solidificado el hábito de responder porqués con las conjeturas que mi corazón argumentaba, me encantaba hacerme de coraje y salir de casa cuando aún había neblina. Las neblinas de Quilmes eran más naturalidad que contaminación. Y junto al rocío matutino: mi ciudad daba la impresión de estar navegando en el Ártico frío. Era todo silencio. Y los días de invierno siempre quedaban grises. Si había tormentas, las calles importaban de no sé dónde el color del nublado. Durante los últimos meses de la primavera, si había sol, los asfaltos eran blanquecinos y la brea brillante se derretía un poquitito. Las calles de aquel Quilmes se camaleonizaban con el color del tiempo. Eran como aquellos ojos que adaptan sus tonalidades a la luz y a la penumbra.

La Avenida Cevallos era paralela a las vías del ferrocarril. También separaba una clase más alta de trabajadores y de viviendas. Lo mismo pasaba con las avenidas que la cortaban. Al cruzar Cevallos, Rivadavia se convertía en Otamendi. Y si se continuaba viajando hacia lo más incivilizado, las miradas de los chicos ya no eran de bienvenida. Los años que allí viví siempre ocupé algunos pensamientos analizando la infraestructura de aquella mágica sociedad. La primera antinomia entre las cosas que yo creía y la desalentadora verdad, aparecería en la heterogenia.

Como cuando alguien visita otro país manejando, cuando de repente la arquitectura conocida se fue esparciendo sin que el viajante notase la metamorfosis en el paisaje. Es que todo sucede muy despacito. Hasta que se entra en la carretera la ciudad va acompañando en ambas ventanillas del coche. Y por delante el tráfico urbano lo mantiene a uno alerta. Se oyen bocinas y los semáforos controladores mantienen nuestros reflejos despiertos. De a poco el viajante se va soltando. Luego, las edificaciones nos acompañan algún tramo de la ruta. Pero se empieza a respirar un aire diferente, más liviano. La carga sentimental se deshace junto a los desintegrados edificios. Y llegamos a un punto del camino donde solamente vemos casas y granjeros de cuando en cuando. Y de repente: los potros blancos y mestizos pastan la agricultura junto a la laguna. Rebaños ovinos rescatan la pureza olvidada de cualquier hombre. Hacen notar que aún vive la cualidad de la admiración. Entonces, sin que nos demos cuenta, aparcamos en el destino.

Esta bella ecuación se aplica al barrio de mi niñez. Ni bien se cruzaba Cevallos, los chalets de varias plantas y la gente más fina se quedaban atrás. Y abruptamente, en las dos veredas, empezaban las casitas sin ladrillo a la vista. Faltaban dos cuadras para las callecitas de tierra. Nunca se pavimentaron. Mi familia y yo éramos neófitos candidatos al estudio de aquella vida. Habíamos tenido que dejar un barrio mucho más cómodo y saltamos hasta aquella clase muy media. Yo tenía 11 años. Recuerdo la primera cosa que me molestó: era un taller de autobuses y camionetas que quedaba en la vereda de enfrente a casa. Los empleados a veces entraban a trabajar saltándose la ruidosa chapa. Entonces temprano, cuando ya nos habíamos acostumbrado al gallo madrugador, se sentían los zincs golpeados por las rodillas que hacían palanca hacia arriba. A veces, cuando salía de casa o volvía de la escuela vi descansando a los empleados como si fueran mitologías, subidos en la altura de aquel portón. A lo largo y lo alto se esparcían manchas de brea encima del claro zinc que ocupaba toda la ventana del comedor diario. Y eso que era una ventana muy amplia. Me enternece recordar la correa de la persiana. ¡Cuántas veces despejé la oscuridad del ambiente! Mi madre había endiosado la casa todo cuanto sus gustos le permitieron.

***

Apenas habíamos arribado a las verdes playas de césped anfitrión, Salvador se entusiasmó más que mucho con la amplia tierra, que de inmediato lo invitó a cultivar. Como lo estaba por hacer yo para irme hasta lo de Seba, mamá subía en bicicleta la doble cuesta de Humberto Primo, visitaba la única herboristería y cuando regresaba a la casa traía sobres de semillas para que papá plantara tubérculos y verduras que enriquecían póstumamente las ensaladas alfalfareras. Cogí la pala por primera vez en ese año, para imitar a Salvador con su vivida labor. Creo que él también jugaba con las herramientas a ser granjero, reviviendo su infancia en Villa Cariño, un pueblo fabuloso que veinte años luego iba a pisarlo mi Catalina. Se quitaba las gafas para remover las tierras antes de que el sembrado le diese la esperanza de fecundidad y se quitaba los fotones del mediodía impregnados en su sudor con el mismo pañuelo que siempre llevaba en sus bolsillos simétricos.

Entre las mismas ramas astillosas de la uva, donde en verano crecían los ramilletes color de mora, colgaban unas calabazas enormes que luego mamá aprovecharía para cocer un clásico postre para la sobremesa. Yo le ayudaba a recortar la densa pulpa de los zapallos para que los hirviese en almíbar. Los inexactos cubos anaranjados, servían para saciarme los ataques de gula en mis momentos de ocio. Y cuando la treintena de metros estaba a punto de agotar su aire contado, acababa la parra y los colgantes zapallos. Entonces uno llegaba a una higuera, refugio de silbadores benteveos y zorzales de pecho abrasado que auspiciaban las alboradas con un magnífico canto afinado a lo Mestre.

Respecto a la casa, a sus paredes, a sus embaldosados ambientes rurales, contaré que para salir a ver la naturaleza había una puerta trasera que conectaba la cocina con los aires campestres. Y junto a la puerta, una pared de azulejos color océano sacrificaba un metro de muro para alojar a un ventiluz que se abría en dos partes horizontales. Y bajo la vidriería punteada, las hornallas arrinconadas que cocinaron pucheros y arroz con leche. Mamá desplegaba los vidrios del ventiluz y sobre las llamas autógenas preparaba almuerzos para la primavera, cuando la acompañaba el olor a jazmín. En otros meses del año, cuando las nubes creaban en los quilmeños la incertidumbre de los paraguas, mamá miraba entre las pictóricas hendiduras al frígido nublado… Y le inspiraba cantar un tango.

Salí siempre al terreno por la histérica puerta de esa cocina, que tenía una cerradura medio trabada. Los ingenios de toda la familia debieron aprender el código que la abría cuando se giraba la llave. Si todos se habían marchado por sorpresa, mamá escondía el llavero entre las chalas de un helecho que

envejecía en una maceta de barro cocido. Y por las noches, luego de las sobremesas maduras, mamá regresaba a la pila residual para terminar una jornada más recreando su frustrante papel de ama de casa. Entonces despejaba la cocina de nuestras efusivas mascotas, dejándolas salir fuera para que ensuciaran los pastos cortados con la hélice horizontal de una máquina que funcionaba a tracción. Chiquita y fernanda, se llamaban las dos peludas, que chillando pedían salir al patio. Mamá siempre sintió una engañosa lástima por los animales. Y cuando la puerta abierta les permitía marcharse: era como si Dios oprimiera el gatillo de la libertad, pues las dos se disparaban apuntando a la higuera. Desde la puerta hasta el rápido fin se escuchaban el feroz trote y sus chillidos de la alegría. La chiquita era más ubicada. Fernanda en cambio se hacía notar permanentemente con sus continuos alaridos. Lamusera vieja, le decía mamá. Los componía tanto para esbozar sus felicidades como para sus dolencias. La secuencia de su personalidad era un galope y un molesto aullido por cada una de sus respiraciones. Una noche oscura el correteo de la fernanda se interrumpió por la severa onomatopeya de una madera que se golpeaba. Y enseguida lo continuó un amontonado chirrido en tono de llanto.

Cuando era más chico, me encantaba ver el festejo de fin de año. Todo el treinta y uno esperé ávidamente a que las doce de la noche cambiasen al año pactado. Pero cuando 1990 comenzó, como un insolente culpé a papá por haber permitido que me durmiera. La pirotecnia escandalosa quebró mi sueño por una parte y me apuré a la vereda con la esperanza de que el acto primero de fin de año se hubiera extendido más. Pero sólo pude ver muriendo algunas estelas azules de cañitas voladoras, que los menos protagonistas habían reservado para encender muy después.


jueves, 28 de junio de 2018

Capítulo XV: Los ángulos más queridos




Cuando faltaba poco para que nos marchásemos de Gran Canarias papá y mamá habían pegado en los vidrios del local gratuitas calcomanías que publicitaban a Carlos Menem para su primera presidencia. Una vez Damián Vargas vino a buscarme junto a Borja para engordar los equipos de fútbol con jugadores menos aclamados. Entonces salí para abrirles la puerta y cuando ya mis tímpanos estuvieron al alcance de sus estrenadas gargantas, Damián contó hasta tres y, como si no notaran la evidencia visual estampada en varios rincones de los varios cristales, me preguntaron con las dos irónicas voces encimadas: ¿Sos peronista? Pero con prosódica acentuación porteña esa vez. Las reuniones con los chicos de la escuela nunca se programaban, pero sí sabíamos que, como el rescatista que acude al improvisto llamado de la base, nosotros acudiríamos a los partidos si es que se nos solicitaba.

A diferencia mía, para Damián y Borja era común jugar todos los días. Era oficial que en la puerta de sus domicilios se orquestaran elastizados partidos que duraban toda la tarde. También jugábamos en un baldío, a dos cuadras de la casa de Borja, a dos cuadras del Quilmes Oeste, cercado por un muro de ladrillos, todavía peor encajados que los que había puesto papá para los mostradores. El potrero aquel quedaba justo en una esquina. Aquella dirección fue una mágica geografía para los críos del barrio. Dos o tres memorias resumen aquellos años que se devoraban tarde tras tarde mientras nos gustaba jugar a ser el mago Merlín. Muy definido quedó en mis nostalgias el perfil del valiente Borja, sentado en la empalizada naranja y mirando hacia la baja calle Rioja, mientras empezaba a quemar el éxito de su gambeta con un cigarrillo rubio; también lo recuerdo mirando aquel muro al ras perpendicular, diciendo con aprendida picardía desdeñosa que los ladrillos echaban humo porque fumaban. Damián jugó mejor que ninguno mientras fuimos escolares. Brincaba sobre tres en una baldosa. Pero su talento empezó a ser desapercibido cuando los años nos nivelaron las aptitudes, cual una ansiosa inteligencia cursando el jardín de infantes, que de mayor se va humildeciendo cuando acude a las reuniones sociales. Borja en cambio era un jugador más rudo. Pero su talento lo dedicaba a más ser hombre que al recreativo gol. Era un chico más seguro que los demás.

Donde jugaban Damián Vargas o Borja Rodríguez, nada quedaba por hacer en las habilidades del resto contrincante. Generalmente participaban siempre por separado, como un acuerdo para equilibrar las ventajas. Damián era un jugador magnífico y con clase, mientras que Borja menos sorpresivo; la eficacia estaba en su espíritu peleador. Como lo había anotado antes, Borja había sido mi compañero de banco en jardín de infantes y algunos meses de primer grado. Parecía que el destino se encaprichaba en rodearme de los mejores. Pero para mis infancias yo no quería sobresalir mucho.

Borja y Damián eran quienes nos iban eligiendo a los demás, que exhibíamos nuestra expectante presencia uno al lado del otro hasta que se acababa el número de nuestros frágiles cuerpos, apoyados en el mismo muro color de teja, pretendiendo excentricidad mirando para el poniente, o con una zapatilla sobre el mundo y con la punta de la otra suela tocando aquellos ladrillos. Parecíamos vivientes modelos masculinos que uno tras otro esperan al veredicto de Mr. Mundo. O como una multitud de maniquíes parados tras una vidriera, exponiendo toda una colección de prendas que impondrán en el público la sensación del coraje prematuro.

También en ese ángulo quilmeño, Sebastián me demostró que no era tan buen jugador como yo creía, pues le corté un avance cuando practicábamos pases unos minutos antes de que todo el grupo se dividiera en dos bandos competitivos.


[1] Lloviznas

Fantastique ! Kuniyoshi, le démon de l’estampe






sábado, 12 de mayo de 2018

Capítulo XIII: En mi soledad hay un hueco




A pesar de que no fue siempre así, el dormir de mi infancia nunca duraba la noche entera. Aunque muchos del barrio aquél puedan decir que miento, las noches en la galería eran frías y quienes en Gran Canarias tuvieran el sueñecito liviano, cada tantas horas los despertaba el tren Roca, pues la manzana nuestra estaba pegada al terraplén petizo de las vías del ferrocarril. Además la despertaba a mami con mi tos seca y se venía hasta mí con sus cuarenta y pico y con el nebulizador pesando como un cántaro que vuelve del río. El Motorola hacía un zumbido como de auto que nunca arranca porque está ahogado. Tenía un botón de encendido al pie, tan grande como una perilla de luz. Mamá traía una silla del comedor y se me quedaba al ladito de la cama. Con una mano me ponía la máscara de oxígeno. Todo lo hacía a oscuras. Nunca encendía la luz para que Catalina no se despierte. Mamá me miraba en la penumbra sin los anteojos puestos, sin sus labios de rosa roja, sin sus cabellos brillantes. En realidad jamás se lo dije, pero yo no respiraba mejor cuando mamá se acostaba de nuevo. Siempre le mentía cuando me preguntaba si “¿Estás mejor?”. Asentía con la cabeza y ella se conformaba con mi sí mudo, mientras que yo me aguantaba la respiración para que el aire de invierno no me traicione las intenciones de no toser otra vez.

Cuando conté de los transparentes amaneceres y de mi Rayo, dije también que la piecita de nuestra tía se conservaba seca durante las lloviznas y alguna que otra tormenta eléctrica gracias a un extenso tejado sin canaleta. Fue por aquellas bondadosas ausencias que tienen las vidas menos pudientes que pronto me acostumbré lírico al vaticinio de las garúas[1]. Durante horas aprendí a controlar la sombra que proyectaba la tarde sobre otras descascaradas paredes. Miré al atardecer expulsando al sol que calentaba el fondo del ojo cíclope. También cambié mis recuerdos, inmiscuyéndome en un intuido Método Silva. Encontré compañía en los minúsculos movimientos de la quietud: ramas con hojas verde limón que se colaban a casa por una medianera petiza, cuya pintura blanca se iba ennegreciendo cada semana más, debido al incómodo influjo de las lloviznas invernales y de la primavera. Sus anchos bloques servían para terraza a las torcacitas y a los benteveos feúchos. El viento había inclinado dos arboladas media-copas de una vecina para que embellecieran un poquitito más a la soledad del lloroso patio. Todo aquel fantasioso lugar se nos queda en la memoria como si fueran bosques creados en la sensible imaginación de los hermanos Grimm.

En el techo pendiente, las finas aguas comenzaban mojando las tejas fuerte bordó. Un mililitro tras otro el agua de lluvia se iba explayando por la convexidad de las cerámicas obscuras, para rejuntarse entre las galerías de úes que formaban las tejas sonoras. Y cuando los maleables cúmulos ya estaban lo suficientemente engordados, se suicidaban salteadamente sobre las baldosas del patio. Como si los geniales dedos de Mozart tocaran sobre aquel suelo la obertura de una sinfonía sutil.

Había una rejilla central que Rayo levantaba y se llevaba entre los colmillos cuando jugaba solo.


II


Cuando faltaba poco para que nos marchásemos de Gran Canarias papá y mamá habían pegado en los vidrios del local gratuitas calcomanías que publicitaban a Carlos Menem para su primera presidencia. Una vez Damián Vargas vino a buscarme junto a Borja para engordar los equipos de fútbol con jugadores menos aclamados. Entonces salí para abrirles la puerta y cuando ya mis tímpanos estuvieron al alcance de sus estrenadas gargantas, Damián contó hasta tres y, como si no notaran la evidencia visual estampada en varios rincones de los varios cristales, me preguntaron con las dos irónicas voces encimadas: ¿Sos peronista? Pero con prosódica acentuación porteña esa vez. Las reuniones con los chicos de la escuela nunca se programaban, pero sí sabíamos que, como el rescatista que acude al improvisto llamado de la base, nosotros acudiríamos a los partidos si es que se nos solicitaba.

A diferencia mía, para Damián y Borja era común jugar todos los días. Era oficial que en la puerta de sus domicilios se orquestaran elastizados partidos que duraban toda la tarde. También jugábamos en un baldío, a dos cuadras de la casa de Borja, a dos cuadras del Quilmes Oeste, cercado por un muro de ladrillos, todavía peor encajados que los que había puesto papá para los mostradores. El potrero aquel quedaba justo en una esquina. Aquella dirección fue una mágica geografía para los críos del barrio. Dos o tres memorias resumen aquellos años que se devoraban tarde tras tarde mientras nos gustaba jugar a ser el mago Merlín. Muy definido quedó en mis nostalgias el perfil del valiente Borja, sentado en la empalizada naranja y mirando hacia la baja calle Rioja, mientras empezaba a quemar el éxito de su gambeta con un cigarrillo rubio; también lo recuerdo mirando aquel muro al ras perpendicular, diciendo con aprendida picardía desdeñosa que los ladrillos echaban humo porque fumaban. Damián jugó mejor que ninguno mientras fuimos escolares. Brincaba sobre tres en una baldosa. Pero su talento empezó a ser desapercibido cuando los años nos nivelaron las aptitudes, cual una ansiosa inteligencia cursando el jardín de infantes, que de mayor se va humildeciendo cuando acude a las reuniones sociales. Borja en cambio era un jugador más rudo. Pero su talento lo dedicaba a más ser hombre que al recreativo gol. Era un chico más seguro que los demás.

Donde jugaban Damián Vargas o Borja Rodríguez, nada quedaba por hacer en las habilidades del resto contrincante. Generalmente participaban siempre por separado, como un acuerdo para equilibrar las ventajas. Damián era un jugador magnífico y con clase, mientras que Borja menos sorpresivo; la eficacia estaba en su espíritu peleador. Como lo había anotado antes, Borja había sido mi compañero de banco en jardín de infantes y algunos meses de primer grado. Parecía que el destino se encaprichaba en rodearme de los mejores. Pero para mis infancias yo no quería sobresalir mucho.

Borja y Damián eran quienes nos iban eligiendo a los demás, que exhibíamos nuestra expectante presencia uno al lado del otro hasta que se acababa el número de nuestros frágiles cuerpos, apoyados en el mismo muro color de teja, pretendiendo excentricidad mirando para el poniente, o con una zapatilla sobre el mundo y con la punta de la otra suela tocando aquellos ladrillos. Parecíamos vivientes modelos masculinos que uno tras otro esperan al veredicto de Mr. Mundo. O como una multitud de maniquíes parados tras una vidriera, exponiendo toda una colección de prendas que impondrán en el público la sensación del coraje prematuro.

También en ese ángulo quilmeño, Sebastián me demostró que no era tan buen jugador como yo creía, pues le corté un avance cuando practicábamos pases unos minutos antes de que todo el grupo se dividiera en dos bandos competitivos.

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[1] Lloviznas


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sábado, 28 de abril de 2018

Capítulo XII: Toque de queda




















Inertemente, diálogos que con facilidad vaticinan su desenlace, ocupan la apacible acústica de la sala principal donde en esta tarde, que progresivamente se hace noche despejada, arde la inapagable salamandra barnizada con un esmalte incascarillable, cuyo tiraje se enclaustra en la mansita chimenea, clausurada para que podamos disfrutar más nuestro egoísta aislamiento. A veces la reiterativa trama de la telenovela apunta escasos porotos humorísticos en el boletín que califica las absurdas líneas de su condenado guión. Al principio detesté brutalmente la carencia de su originalidad. Pero a medida que iban pasando todos los capítulos del 2008, me he ido acostumbrando a la personalidad enfrascada de todos sus personajes. Y les fui descubriendo encantos, como si yo fuese un oficinista recién integrado a la plantilla de un personal efectivo, y con el paso de las mañanas advirtiera las gracias de los compañeros más despreciados. Aunque la telenovela estorba la recopilación de mi pasado (a pesar del temor alzado sobre los incomprobables cimientos psicoanalíticos), desencadeno con el siguiente Modificador Directo, la narración de algunos recuerdos míos que originaron su erosiva existencia en varias doce de la noche pertenecientes a mi infancia, y que habían sido enterrados palada a palada bajo la polvosa culpa de mis inhibiciones, para que vuelen igual a los jilgueritos que asfixiaban su naturaleza en la canasta de mimbre.

En esa época la cantidad de teléfonos escaseaba en las casas del barrio. Pero no por pobreza, sino por una deficiente administración de la empresa operadora. Para mamá era imposible demandarle noticias a ninguno de nosotros luego de que nos marchásemos de la casa. Catalina y yo cumplíamos con un pactado toque de queda, que saliendo de casa firmábamos con una liviana promesa de puntualidad. Generalmente papá terminaba sus gremialismos a la hora de la merienda, y al pisar Gran Canarias otra vez, cuando los ocasos levantaban su etéreo telón con el fin de despedir al sol o a los soles nublados, Salvador volvía a entrar y se encontraba a mamá despachando a las arrugadas clientas que buscaban equilibrar su canasta alimenticia incluyendo medianas dosis de vegetarianismos. Pero hubo un día en que papá regresó de noche, transgrediendo su toque de queda por una hora. Y aquel monstruoso horario de las vueltas se prolongó por una semana.
Los hermanos también teníamos un toque de queda para ir a la cama. Aunque hasta las doce mirábamos desenfocados cines en la transportable catorce pulgadas. Nos habíamos acoplado tanto a la pequeña transmisión, que doblaba toda señal al estilo de las películas de Gardel, que a mí me dejaban pensando en lo lindo que sería tener una tele a color cuando lo visitaba a Usiel Tardo, en la esquina de enfrente. La casa de Usiel, como también la de algún amigo que iba al mismo grado que yo, tenía escaleras que nos llevaban hasta la terraza de baldosas color manzana. Usiel era un modesto amigo, primer compañero del barrio y amigo de la cuadra. Los primeros cuadernos de Usiel tenían una cursiva tembleque y exageradamente grande. Y aplastaba la esquina de la hoja con los codos antes de pasar a la siguiente carilla rayada. Un chico inquieto pero también auto-disciplinado, que más adelante se graduaría en Tae-Kuondo, en un gimnasio al que lo acompañé dos clases pagadas, donde un profesor ingenioso burlaba mis mocos desintencionados. Pero como otras tantas disciplinas extraescolares, abandoné por aburrimiento o (quizás alguna vez lo admita), por una vergüenza que se cimentaba en una timidez partidaria de analizar pero no tanto de vivir.
De todas formas, a Catalina y a mí nos encantaba la tele. Cuando somos más pequeños, como el color de los camaleones, gustosamente nos familiarizamos con las imperfecciones de nuestro hogar, sin cuestionarlas nunca y tratando de mejorarlas, hasta que en el cúmulo de nuestras superaciones despierta un talento para resolver las pequeñas imprecisiones en todo lo que funciona a medias. Después, en el futuro, tal vez la situación pueda cambiar. Entonces nos parece fantástico el correcto funcionamiento de un mando a distancia, o el mejorado trazo de un estilógrafo Rotring.
Pero ya cuando los cines se terminaban, cuando el ingenio de Benny Hill se postergaba hasta la próxima semana, cuando no había dibujitos que atraparan mis fantasías, apagábamos todo y nos dormíamos con la esperanza de descansar hasta que mamá nos despertara con practicados susurros para ir a la escuela. Sin embargo aquellas noches, que impregnaban nuestras personalidades con una energía maleducada, en las que vencidos por el cansancio infante desenchufábamos la tele para dormir, puedo recordar que mamá no dormía. Mamá esperaba despierta a que papá regresara, con el cortés camisón medieval ya calzado. Pocas noches me despertaba el chirrido de la puerta de doble hoja, cuyas cortinas pintadas con nomeolvides naranjas no tenían ninguna corriente que les abanicara a esas horas. Como lo había apuntado en un párrafo presentador y pretérito, el comedor quedaba pegado a la piecita de mi trastornada infancia. Pero cuando papá arribaba al domicilio, durante meses muy largos la alarmista voz de mamá me secuestraba del sueño, cuando increpaba al disimulado amante con fastidiosos arrebatos de locura, ordenándole que le explicara por qué había vuelto tan tarde, o dónde había estado todas esas horas que proseguían al toque de queda, mientras que ella se deslomaba atendiendo a las marujas del barrio. Siempre que abría los ojos me hallé mirando a la pared. Al principio trabajé conciliar el sueño con útiles técnicas que me dictó el corazón. Yo sabía que iba a dormirme de nuevo, cuando una hora después, y aunque las voces seguían su aumento y el terror se había sembrado en la atmosfera, el cuarto comenzaba a achicarse a la par de mi relajación, las paredes vacías se me encimaban. Pero algún grito nuevo reducía sus dimensiones. Y así era durante una hora larga, larga: la pieza me ceñía y luego se dilataba. Cuando ya logré acostumbrarme al sainete, cuando el sonido de las puertas no era adversario de mi dormir, igual conseguían despertarme los gritos de mamá, que del mínimo compasivo se incrementaban hasta el torturante máximo a medida que las insolentes excusas de padre le nutrían la excéntrica irritación. A veces papá conseguía el inconsciente éxito después de desenroscar un miedoso discurso por media hora. Pero para poner el punto y otra de aquella etapa, para preservar del griterío a las dos timoratas infancias, mamá se decidió por el desdén mudo y engullía inmanejables reproches para el insomnio. Y así crucificó su amor hasta muchos años después.
Bajo el horizonte del patio estaba la piecita de la tía y sobre ella las tejas rojas que al terminar una se superponía la otra. Pero muy a la derecha, el patio cuadrado también estaba comunicado con la galería que continuaba a mi cuarto. Más de una vez me levanté desesperado, atravesé la gelidez sin reparar en las estrellas consoladoras, buscando meterme en el lavadero abierto para alcanzar el picaporte de la cocina. Para evitar defensoras mordidas, Rayo ya estaba sacado afuera. Y cuando ya estaba a unos pasos, me lo encontraba ladrando y parado sobre sus patas traseras, exigiendo de nuevo la justa entrada a la casa, descargando todo su peso temido en los arañazos contra la puerta de hierro, como cuando era un cachorrito y dejaba los tres navajazos de sus juguetones raspones sobre la piel cenicienta del sofá. Como si se tratara de una olímpica jabalina, al abrir me encontraba a mamá de espaldas con un sifón en la mano a punto de ser lanzado contra la intelectual expresión de papá.
Sin pedirle permiso, traicioneramente yo estiraba los brazos y me abrazaba a la soda para impedir su explosión. Aunque la  presencia de papá moderaba su educación, Rayo entraba a los saltos y sin reprimir los ladridos, que parecían decir cuidado que aquí estoy yo. Pero mamá no se percataba de mi presencia ni tampoco del peligroso ovejero. Continuaba con la tétrica escena de su desahogo nervioso. Sus gritos eran repulsivos, y más repulsivos aún por el abnegado bienestar que le concedían. Así fue que aquellos sobresaltos me habituaron tempranamente a mirar a mamá con una interesada compasión. 
Era el infierno.
Entonces comencé a quedarme despierto, con el fin de escuchar el salvador chirrido de la puerta exterior, para saber si podía dormirme ya o debería esperar a que las justificaciones de Salvador calmasen a esa mamá descentrada.






lunes, 23 de abril de 2018

Capitulo XI: Rayo




Cuando por fin me hice un número 3 habitual y medianamente aceptable, cuando por fin y para alegría de mis ilusiones se me invitaba a pelotear todas las tardes, cuando estar en la consideración de los organizadores de aquellos partidos era lo mejor, mamá dos o tres veces me había ido a buscar para avergonzarme delante de todos. Camino a casa ella despotricaba contra mi actitud y la de los chicos. Algunas veces también contra el estado civil de sus padres. Mamá era una persona que llevaba aires de superioridad sobre el resto. El metabolismo de su sentir había adquirido el mal gusto de criticar a los otros, cuando la obstinada rectitud  de Salvador le esposó consecuentemente los ideales a los azulejos y a la vida útil de las vajillas hereditarias. Lo raro es que papá la quería muchísimo, pero siempre pensó que su lugar estaba en los ineludibles quehaceres domésticos, y también en que se quedara esperando el arribo de su amado entretejiendo una casa pulcra y estética. Mamá conoció a papá trabajando en la patronal Entel.

Fue también en la expatriada empresa, cuando mamá cursaba el grácil aprendizaje de los 27 febreros y ningún hombre hubiera podido ignorar sus labios, rojos, apretados, como un capullo de rosa roja, que forjó una duradera amistad con otra telefonista llamada Querina Aurora Zendra, una mujer muy rellena con el destino de los criticados idealistas, que cada seis meses regresaba a convivir con nosotros, ya que emigraba de vivienda en vivienda por la falta de garantías inmuebles. Catalina y yo la llamábamos la tía, otorgándole el título de ser una familiar más.
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Aún faltaban unos años para que la razón utilizara a las matemáticas lógicas de mis sosos aprendizajes como una analítica manera para organizar a mis fantasías.
Casi a diario ambos hermanos rogábamos a nuestro padre que nos comprase la tan soñada compañía de una mascota. Catalina y yo enriquecíamos la inocencia proponiéndonos popurrís con las estrofas de Coca-Cola; payaseábamos las maneras de mami o papi y dejaba que me corte los pelos en la piecita de la tía, cuando Catalina se personificaba con el papel del tijeretero, después de que la veía a mamá con los rulos brillantes y nuevos cuando volvía de una joven peluquera barata que vivía a dos casas en la vereda. Nos separaba la orangutana, una vieja petiza que tenía la mirada poblada de rencores familiares, quien era víctima de mis ringrrajes, cuando papá abría el negocio a la tarde y yo me aburría mirando tele. Cortó de cuajo mi travesura cuando se quedó espiando tras la ventana hasta que toqué de nuevo.
En cuanto a las sesiones de peluquería: aquellas bodas de Fígaro significaban para mí un rito jocoso. Catalina merodeaba en derredor mío deteniéndose cada dos pasos, y me hacía chistes al oído para que los tijeretazos tuvieran el ritmo de un jugando al huevo podrido. Pero el honesto reflejo de un espejito de mano cocinaba mis lágrimas al estupor, cuando veía los pozos entre los lacios de mi rubito.
Así que un fin de semana, más precisamente un domingo, visitamos un parque, alejado cuatro estaciones de tren, pero aún de la zona sur, donde los puestos se extendían a lo largo de las veredas rurales. El partido era Villa Domínico.
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La primera vez que lo vimos, Rayo no pesaba más de dos kilos. Y tenía los ojos cerrados, como que dormitaba. Pero las huellas que dejaba su cuadrúpedo andar no aumentaron muchos centímetros cuando el ovejero llegó hasta la fornida madurez. Fue en el mismo parque donde el vendedor nos lo presentó que -en una mesa redonda a la intemperie-, a mamá se le ocurrió bautizarlo así. Mientras fue cachorro su apariencia hipnotizaba a ese yo mío de media docena de años. Y aunque se murió a media vida, Rayo no tardó nada en crecer del todo. Aunque los tiempos más felices fueron los seis primeros meses.
Al poco de aparcar en nuestras vidas, Rayo ya demostraba los ingeniosos dones que había en su raza implacable. Catalina me estaba mostrando unas sombras chinescas que con una sola mano imitaban el perfil de un pastor alemán. Y yo me fui de inmediato hasta el patio de baldosas grises para que Rayo lo viera. Cuando algo le llamaba mucho la atención, pero su instinto no podía descifrar de lo que se trataba, Rayo se sentaba y paraba las orejas, exponiendo a mis caricias la hipotenusa de su lomo naturalmente peinado, mientras sus esféricos ojos indagadores se posaban en la figura admirada. Pero el adolescente mantonegro esta vez amotinó sus patas primeras como si fuera un caballo en brote de histeria, y se abalanzó sobre el fingido perro que yo traté de esbozar sobre las baldosas pigmentadas grismente. Después de eso, Catalina y yo jugaríamos a manito-manito, donde nuestra estrategia se basaría en plantear la sombra de nuestras manos sobre la blanca pared o el piso y sacudir los dedos como un gitano nervioso: entonces Rayo trataría de capturar la inquieta proposición cuando se interponían entre los cementos y el turbio sol. Así fue que lo distrajimos siempre que Rayo nos desobedecía, con el manito-manito, para que pensara que estábamos en la hora de ir a jugar. Una vez mamá nos regaló un mazo de cartas españolas, y nos pasamos la tarde jugando a la enseñada escoba de quince. Entonces por primera vez noté la expresión de melancolía en los ojos de mi cachorro, cuando aparté la algebraica mirada de las cartas que exponían las simplistas ecuaciones calculadoras sobre la mesa de roble, para mirar hacia donde aquel sollozo de tres lamentos me había llamado: era Rayo que con su temerario tamaño sostenía una naranja entre los dientes queriéndome enternecer para que vaya corriendo al patio con él.

Cuando Rayo descansaba se sentaba a mirar el atardecer con la lengua afuera, que a veces encontraba un hueco entre los colmillos más enanos y se le escapaba colgando por el costado. Mamá le calentaba carne picada para las dos comidas del día. Y se le quedaba sentado al lado, firme como un soldado inglés, y mientras tanto se calentaban los esparcidos gusanitos de la paleta escindida. Cuando mamá retiraba la carne de la hornalla, Rayo se relamía. Y cuando la pasaba de la sartén al plato auxiliar, Rayo comenzaba a retroceder y a levantar sus pesadas patas de a una por vez, adentrándose en el ritual con pequeños saltitos, como si se estuviera parando sobre una hojalata que le quemaba. Cuando por fin engullía, Rayo gruñía a quien se acercara poniendo pelos de punta. Con un amedrentador ladrido ahuyentaba a quien le pusiera la caricia encima. Para nuestros cumpleaños más escolares, debíamos sacarlo al patio antes de que los huéspedes tocaran timbre. Ya cuando el timbre sonaba, Rayo detectaba la calidad de quien estuviera esperando afuera.
Pero si estaba adentro y sonaba la mediana chicharra de Gran Canarias 66, Rayo se ponía de manos en la puerta de doble hoja, aquella que cortaba pragmáticamente el almacén de nuestro salón comedor. Acelerado miraba hacia la calle tras las cortinas con pocas flores bordadas, profundizando un adaptable número de ladridos gravísimos. Rayo nos había acostumbrado a escuchar sus policiales advertencias, asustando al cartero cuando acercaba hasta Gran Canarias las incómodas facturas que contribuían con el mínimo impuesto al alumbrado nocturno, o rechazaba la entrada de un vendedor ambulante, quien al verlo retrocedía bruscamente unos metros en la vereda para asegurarse la integridad de los brazos. Rayo era un firme guardián, cuyos graves ladridos espantaban a quien no fuera de la familia, igual que si hubieran visto la hoz de Hades con su invitación al infierno. Pero así como defendía su propiedad y su afecto ahuyentando a los invasores viajeros municipales y a los típicos transeúntes cerveceros, Rayo solía encariñarse con las personas que nos querían.
Así fue que Rayo agudizó nuestro oído para que diferenciásemos la tonalidad de sus ladridos protagonistas. Desde la cocina, nos dábamos cuenta si alguien conocido se distraía viniendo a casa.
Pero cuando los zapatitos de Querina Aurora hacían que las baldosas sonaran, Rayo festejaba el verla con una sinfonía de éxtasis, cuyos aullidos de alegría componían la demostrable partitura del recibimiento incansable. La tía Aurora era una mujer que tenía mágicos trucos de presentación para impactar a las relaciones más queridas. Y aunque pasaran los inviernos sin que apareciera, cuando la regresada querida se animaba a volver, Rayo se levantaba del frío acuesto para dar saltos impresionantes que alcanzaban más altura que las últimas margaritas anaranjadas que mami bordó en la tela de las cortinas. Aurora esperaba que una inteligencia saliera a abrirle, y mientras su mirada confiada me descubrió espiando por las cortinas, a mí me asombraba Rayo que no paraba de dar saltos de este lado de la cortina de hierro –otra vez– autoimpuesta por los códigos de la civilización consumista. Al principio me encantaba que la tía Aurora nos visitara. Cuando se marchaba, desde la ventana de mi infancia, siempre que sonaba el timbre me asomaba deseando que fuera ella. Y cuando pasaban los meses, junto con Rayo, cuando veía la cabeza tras las rejas de Gran Canarias, me ponía a gritar que la tía había llegado. Pero lo sabio que recorría las ventrílocuas cavidades de mi alma, cogió la amargura de los frecuentes sainetes con los cuales se construyó la cruda aldea de mi niñez. Entonces yo ya no pasaba los meses esperando volver a verla. Sólo recordaba de su existencia cada vez que mamá se caía en los pozos de sus frecuentes melancolías. Al igual que mis padres, la tía Aurora no se daba cuenta de que mi Catalina y yo crecíamos todo el tiempo.
También fue Rayo quien nos defendía de las histerias de mamá.
Cuando papá quiso reincorporarse a su vieja Entel, comenzó a escasear en la casa; y mamá ya no pudo compartir las espesas rutinas con nadie. En lugar de subirse a aquél colectivo de amarillos destartalados y volver a las ocho de la noche cargando tubérculos en bolsas de 50 kilos, papá todas las mañanas se caminaba dos cuadras hasta la parada del 98, frente a la escuela de mi niñez,  y aunque era invierno y aterían los frescos, los climas no le importaban. Conoció bien las horas pico, viajando 65 minutos de pie hasta la Capital Federal. Y luego, cuando descendía del ómnibus, se le perdían las huellas, pues hasta la noche ninguno de nosotros supuso su paradero. Aquellas salidas duraron todos los meses de un año.
Al principio papá regresaba a la casa de Gran Canarias más o menos para la cena. En el inicio de sus desapariciones, mi madre tuvo que hacerle frente a los enojos de nuestro arrendador. Como pudo dio guerra a los cortes de agua, justo cuando estábamos a la mitad de nuestras duchas. Pasaba que con Catalina aturdíamos las siestas de don José, un pelado que nos alquilaba la casa. Y como una loca venganza contra aquellos sádicos despertares esperaba a que alguno de nosotros tres activara el encendido del tanque calentador… y cuando pasaban justo 9 minutos, el agua calientita se nos enfriaba y no podíamos terminar de enjuagarnos. El viejo ajusticiaba su insomnio cerrando la cañería del agua caliente. Mamá salía entonces desnuda al patio con una caja de huevos y los estrellaba en el balcón de la plata alta. En otras locuras lo insultaba gritando de abajo-arriba las afeadas más burdas. Aquella guerra acabaría en un moroso escape, un mediodía de casi verano. Mamá pasaba sus vacías rutinas analizando cómo era que se fueron desmembrando los castillos que fabricó en su atacada juventud. Así, pues, se aferró a nuestra diaria llegada postescolar, para tapar con los polvosos cúmulos de su dedicación hogareña el dolor por los sueños que, día tras día, se acostumbró a ir perdiendo. Ella ocultaba todo lo que podía su inmensa insatisfacción.
Cuando por fin entendió el cortante apartamiento de mi padre, mamá somatizaba ataques de nervios para descargar el fastidio que, hilvanando un resentimiento con otro, almacenaba en nuestras ausencias. Por las tardes, antes de gozar la viciosa libertad de la infancia, Catalina y yo hacíamos los deberes de la escuela número 2, Alférez Casimiro Escarlata. Cuando nos levantamos de la mesa, mamá se quedaba en la cocina terminando de enjuagar los platos del mediodía. Simulaba la calma, mientras con el estropajo de acero rallaba los carruajes de porcelana dibujados en los platos azules. Aunque lo más probable fuera que ninguno de nosotros dos se mereciera el desquite. Y entonces, cuando yo le comentaba un error o un problema, mamá iba destejiendo el monstruoso edredón de injusticias que había construido en sus arruinadas mañanas. Era algo mecánico, repetitivo e indigno: primero imponía una corrección subida a un tono chillón, que desembocaba en regaño, para que luego las voces crecieran y se enroscaran en un monólogo de recriminaciones culposas y siempre con aquel tono de agudas acentuaciones heladas. Cuando su bombardeada cordura mordía el anzuelo de aquellas desubicadas histerias, cerrando los puños se aprisionaba los pelos rubios y estiraba los brazos hacia los lados, mientras Catalina y yo intentábamos que recupere el sosiego diciéndole cuánto la queríamos y pidiéndole por favor que pare ya de gritarnos. Yo le temía tanto, tanto, que me escondía bajo la cama de dos plazas, donde toda la familia mirábamos cine televisado, pero ella me seguía para seguir la gritada. Y cuando no podíamos detenerla, Catalina o yo corríamos a la casa de una enfermera y le pedíamos que viniese a ver a mamá. Nuestra infancia nos impedía ver las cosas con claridad. La ceremonia duraba una o dos horas muy largas.




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lunes, 9 de abril de 2018

Capitulo X: Subastización













Eran los años 88 u 89. Quizás 1987. Fue después del mundial de México: allí Maradona pasaba entre los italianos e ingleses con la misma majestuosidad que David Copperfield atravesó la muralla china. Mientras tanto Michel Françoise Platini fallaba un penalti en el mismo día de su cumpleaños; tal cual iba a pasarle a Baggio, cuando un mundial más adelante se definía la calurosa final contra Brasil. En ese mismo partido, como todo un poeta, Pagliuca posó agradecidamente sus labios en el curtido guante de arquero para así transmitirle un beso al palo que le atajó el gol a no sé cuál naldo, Romario o beto. Los apellidos brasileros siempre me cuesta diferenciarlos. Son como las caras de los coreanos, chinos y vietnamitas, que si no nos familiarizamos con una cultura u otra, pues no podemos diferenciar a ninguna. Y les decimos ponjas[1]  a todos.

Me imagino que todos nos entristecimos mucho cuando Flavia empezó a las cuatro. Sin embargo ninguno de los chicos dijo nada al respecto.
Por un sorpresivo decreto para ahorrar energía, el bombardeado gobierno de Raúl Alfonsín decidió que comenzábamos a ver la tele un poquito antes de la merienda, a  las cuatro de la tarde. Para que nadie haga trampas prendiendo la tele mientras todos dormían, y entonces el suministro del Chocón estuviera asegurado con por lo menos el mínimo, los funcionarios digitaron cortes de luz. Los apagones estaban avisados para todo el mundo. Tal cual había pasado en casa, que mamá puso límites al egoísmo de Catalina con el un día cada uno, el gobierno organizó los cortes de luz como los dientes de un serrucho aserrando a los barrios contiguos. Por ejemplo, si un lunes se apagaban las luces en Berazategui a las 2, pues al día siguiente se programaba el corte a esa hora pero en Ezpeleta. Y al otro día el corte de 2 a 4 nos tocaba a nosotros, mientras que en Berazategui tocaba el corte de 4 a 6, que antes había sido en no me acuerdo el nombre del otro barrio de más allá.
Fue en esos meses que a papá se le ocurrió irse a la Capital todos los días para conquistarse así el corazón de otros gremialistas, y entonces tantear intuitivamente si podían reincorporarlo a las oficinas de la aún Entel, cuyas siglas estaban siendo secretamente amenazadas por los planes de una subastada privatización. Ya en 1983 papá había perdido el primer cupón de su lotería para volver a los sindicatos, cuando un vigoroso Alfonsín se ganó la simpatía de un pueblo con claustrofobia, dándonos 3 opciones de democracia. Habían decidido quedarse los dos en casa: los chicos eran chicos y mamá no podía sola con el almacén. De todas formas papá no dejó de ir, pero viajaba sólo si había reuniones muy importantes. Y cuando volvía a casa, mamá lo recibía en el comedor, y ponía los labios rojos con la forma de un capullo de rosa para decirle que lo había extrañado.
Papá y mamá se querían muchísimo.

Prendía la blanco y negro y ya estaban transmitiendo el infantil escenario de La ola verde, cuyo decorado de fantasía consistía en barcos pintados con témpera marinera, sábanas que colgaban cual extensos fantasmas muertos y arrugadas montañas de papel crepe. Una energizada Flavia Palmiero alegraba las resumidas presentaciones para los dibujitos de la Warner. La presentadora hablaba mucho con un muñeco que tenía obligados el nombre y el apellido. Entonces -como llamando al viento-, Flavia decía: “¿Señor Televisooooo-oooooooooor?”. Y se quedaban charlando toda la tarde.

El Señor Televisor siempre estaba presente: era una tele con barba de algodón y una boina como la que empezó a usar papá después de cumplir sus 58. Tenía las piernas hechas como barrilete, sensibles a la brisa, que se movían un poco cuando Flavia iba y venía a su alrededor; le crecían bajo la barba y siempre colgando hasta unos centímetros del piso resbaladizo, las medias eran como las mallas del trapecista, sólo que de rayados colores que vi en la tele de Usiel, que acompañaban el sentido de los dos trópicos C: verde, azul y naranja, afeminaban al vetusto coprotagonista. Para escucharla mejor a Flavia, el Señor Televisor siempre se iba a sentar en un arcón familiar, cuyos colores me era imposible diferenciar, ya que en los epilépticos paseos que me daba por los dos o tres canales que se veían, pues la blanco y negro me forzaba a padecer un daltonismo por de más oportuno.

Y si Flavia le hablaba al oído, Bugs Bunny le correteaba de una mejilla a la otra, desapareciendo tras el bigote de algodón o los ojos de papel, que ya hacían parte del huidizo bosque pintado gracias al generoso Chuck Jones.






[1] Acepción popular usada en Argentina para referirse al colectivo “japonés” (japos).






sábado, 31 de marzo de 2018

Capítulo 9: La piecita de la tía






 



Bob Dylan desapareció de la sala comedor, después de haber repetido por tercera vez “Llamando a las puertas del cielo”. En el medio de cada repetición, trece canciones entretuvieron el mediodía sin gente. Mientras tanto, tres acogedores leños arden desprolijamente sobre las brasas en la calefactora chimenea de ladrillos anaranjados, enclaustrados con mezcla de construcción. El humo de los leños sube al tiro por distintas partes del fuego hipnótico. Y desaparece en el tiraje isósceles. Y pienso, mientras espero la sentencia de mis decisiones: ¿No será el mundo una sublime metáfora de la mente?

Cuando mis padres descansaban de la mañana ajetreada –y también de sus corruptivas preocupaciones– sobrante de clientela, yo me entretenía imaginando por los distintos decorados del hogar alquilado. En el comedor de la casa había una estufa naranja, que se prendía con un papel de Clarín encendido con el mechero. Para que nuestros cutis previnieran quemaduras desubicadas, con una casera papiroflexia plegábamos una hoja de periódico hasta que formaba una extensa batuta, que ya con el fuego endosado en su heroico hocico notificado, se infiltraba hacia las hornallas por la única posibilidad del enrejado arisco. Durante aquellas siestas me encantaba mirar los atardeceres; recuerdo a la sombra que comenzaba oscureciendo el desnivel pronunciado por las tejas de mi pieza y que, de golpe, se suicidaba sobre las baldosas inseparables del patio. Una última oscuridad tibia avanzaba tristemente hacia mi silla, como para advertirme que debía darle las buenas noches al sol. Y, al fondo de aquel tejado, un impresionante muro grisáceo e inútil con un hoyo que lo centraba cíclopemente. 
¡Ah! ¡Pero qué cómodas fueron las soledades de mi niñez! Bajo ese fantasioso tejado, luego de la escuela pasaba las tardes en una habitación que finalizaba nuestra hechizada vivienda. La puerta de aquella pieza fallaba bastante más que del todo cuando quería pasarse llave. El picaporte desatinaba por medio centímetro, y se debían dar dos empellones de las caderas para cerrar del todo. Arriba del gélido picaporte, la puerta estaba desprotegida por un ventiluz que no se transparentaba, pero contaba con la inoxidable apertura de sus esmaltadas bisagras. Entonces lo abría para espantar mis aburrimientos con las lloviznas post-escolares, que se presentaban inopinadamente desde marzo hasta octubre. Luego del irreemplazable ventiluz se levantaba un mosquitero que cuadriculaba al patio de la querellante vivienda, seguramente estropeado por el ocio de alguno de nosotros. Era lo mismo que las hojas de un cuaderno escolar primario, como cuando el desubicado Usiel Tardo apoyaba el codo izquierdo sobre la hoja ya manuscrita, formando hacia dentro un equilátero en la punta de la cuartilla. Y al tiempo queda el obtuso triángulo en las esquinas inferiores de los principales aprendizajes. Tras aquel saqueado guardia de alambres interactivos, pasé las horas de mi niñez esperando que alguna torcaza picoteara el ingenuo alpiste que modelaba sus miligramos bajo un cúbico cajón de manzanas Deliciosas. Yo pretendía hacerlo pasar por una trampa casera para las aves viajeras. Me divertía esperando a los gorriones o a los palomos para ver cómo limpiaban las migas que les había desparramado en un ángulo del patio vacío. Para que no me aburriera tanta letanía -separadora de visitas y las frágiles partidas de pichones amarillentos y benteveos noveles-,  mientras los pájaros descansando en la medianera analizaban mis inocentes trampas, yo debí transformar mi primer día de clases en una anécdota aventurera, por si mi familia algún día me preguntaba. De mi vida siempre mantuve recuerdos muy buenos. Los que no me hicieron feliz, trataba de liberarlos a través de la narración, pensada siempre para mis mejores amigos, contando al ambiente desconcertado lo mejor que podía mis vergüenzas y mis victorias. Me dio lástima saber que he tenido muchas más y mejores creatividades cuando fui niño.
Nosotros, para hacer más rápidos los privados mandamientos, la habíamos bautizado “la piecita de la tía”, ya que ahí dormía la tía Aurora cuando retornaba como un perrito a la casa de mis viejos. La hacía feliz a mamá. En cambio en las cenas papá siempre estaba con cara ‘e culo. Eran distintas políticas que defendían la tía Aurora y papá. Las comidas eran tensas a la noche, porque la tía Aurora había visto un lado corrupto en la gente que papi más admiraba. Y la presencia de la regordeta le molestaba. Papá la sentía como quien come un pescado le puede sentir la espina. No como la rosa, que las espinas la hacen más interesante. La tía Aurora siempre estaba en la esquina. Miraba la tele de píxeles ya coloreados y cuando terminaba las cenas participaba de las sobremesas incómodas con su silencio enfadado y algún sí sí para que papá sintiera que todos le respetaban.