lunes, 9 de abril de 2018

Capitulo X: Subastización













Eran los años 88 u 89. Quizás 1987. Fue después del mundial de México: allí Maradona pasaba entre los italianos e ingleses con la misma majestuosidad que David Copperfield atravesó la muralla china. Mientras tanto Michel Françoise Platini fallaba un penalti en el mismo día de su cumpleaños; tal cual iba a pasarle a Baggio, cuando un mundial más adelante se definía la calurosa final contra Brasil. En ese mismo partido, como todo un poeta, Pagliuca posó agradecidamente sus labios en el curtido guante de arquero para así transmitirle un beso al palo que le atajó el gol a no sé cuál naldo, Romario o beto. Los apellidos brasileros siempre me cuesta diferenciarlos. Son como las caras de los coreanos, chinos y vietnamitas, que si no nos familiarizamos con una cultura u otra, pues no podemos diferenciar a ninguna. Y les decimos ponjas[1]  a todos.

Me imagino que todos nos entristecimos mucho cuando Flavia empezó a las cuatro. Sin embargo ninguno de los chicos dijo nada al respecto.
Por un sorpresivo decreto para ahorrar energía, el bombardeado gobierno de Raúl Alfonsín decidió que comenzábamos a ver la tele un poquito antes de la merienda, a  las cuatro de la tarde. Para que nadie haga trampas prendiendo la tele mientras todos dormían, y entonces el suministro del Chocón estuviera asegurado con por lo menos el mínimo, los funcionarios digitaron cortes de luz. Los apagones estaban avisados para todo el mundo. Tal cual había pasado en casa, que mamá puso límites al egoísmo de Catalina con el un día cada uno, el gobierno organizó los cortes de luz como los dientes de un serrucho aserrando a los barrios contiguos. Por ejemplo, si un lunes se apagaban las luces en Berazategui a las 2, pues al día siguiente se programaba el corte a esa hora pero en Ezpeleta. Y al otro día el corte de 2 a 4 nos tocaba a nosotros, mientras que en Berazategui tocaba el corte de 4 a 6, que antes había sido en no me acuerdo el nombre del otro barrio de más allá.
Fue en esos meses que a papá se le ocurrió irse a la Capital todos los días para conquistarse así el corazón de otros gremialistas, y entonces tantear intuitivamente si podían reincorporarlo a las oficinas de la aún Entel, cuyas siglas estaban siendo secretamente amenazadas por los planes de una subastada privatización. Ya en 1983 papá había perdido el primer cupón de su lotería para volver a los sindicatos, cuando un vigoroso Alfonsín se ganó la simpatía de un pueblo con claustrofobia, dándonos 3 opciones de democracia. Habían decidido quedarse los dos en casa: los chicos eran chicos y mamá no podía sola con el almacén. De todas formas papá no dejó de ir, pero viajaba sólo si había reuniones muy importantes. Y cuando volvía a casa, mamá lo recibía en el comedor, y ponía los labios rojos con la forma de un capullo de rosa para decirle que lo había extrañado.
Papá y mamá se querían muchísimo.

Prendía la blanco y negro y ya estaban transmitiendo el infantil escenario de La ola verde, cuyo decorado de fantasía consistía en barcos pintados con témpera marinera, sábanas que colgaban cual extensos fantasmas muertos y arrugadas montañas de papel crepe. Una energizada Flavia Palmiero alegraba las resumidas presentaciones para los dibujitos de la Warner. La presentadora hablaba mucho con un muñeco que tenía obligados el nombre y el apellido. Entonces -como llamando al viento-, Flavia decía: “¿Señor Televisooooo-oooooooooor?”. Y se quedaban charlando toda la tarde.

El Señor Televisor siempre estaba presente: era una tele con barba de algodón y una boina como la que empezó a usar papá después de cumplir sus 58. Tenía las piernas hechas como barrilete, sensibles a la brisa, que se movían un poco cuando Flavia iba y venía a su alrededor; le crecían bajo la barba y siempre colgando hasta unos centímetros del piso resbaladizo, las medias eran como las mallas del trapecista, sólo que de rayados colores que vi en la tele de Usiel, que acompañaban el sentido de los dos trópicos C: verde, azul y naranja, afeminaban al vetusto coprotagonista. Para escucharla mejor a Flavia, el Señor Televisor siempre se iba a sentar en un arcón familiar, cuyos colores me era imposible diferenciar, ya que en los epilépticos paseos que me daba por los dos o tres canales que se veían, pues la blanco y negro me forzaba a padecer un daltonismo por de más oportuno.

Y si Flavia le hablaba al oído, Bugs Bunny le correteaba de una mejilla a la otra, desapareciendo tras el bigote de algodón o los ojos de papel, que ya hacían parte del huidizo bosque pintado gracias al generoso Chuck Jones.






[1] Acepción popular usada en Argentina para referirse al colectivo “japonés” (japos).






No hay comentarios:

Publicar un comentario