lunes, 23 de abril de 2018

Capitulo XI: Rayo




Cuando por fin me hice un número 3 habitual y medianamente aceptable, cuando por fin y para alegría de mis ilusiones se me invitaba a pelotear todas las tardes, cuando estar en la consideración de los organizadores de aquellos partidos era lo mejor, mamá dos o tres veces me había ido a buscar para avergonzarme delante de todos. Camino a casa ella despotricaba contra mi actitud y la de los chicos. Algunas veces también contra el estado civil de sus padres. Mamá era una persona que llevaba aires de superioridad sobre el resto. El metabolismo de su sentir había adquirido el mal gusto de criticar a los otros, cuando la obstinada rectitud  de Salvador le esposó consecuentemente los ideales a los azulejos y a la vida útil de las vajillas hereditarias. Lo raro es que papá la quería muchísimo, pero siempre pensó que su lugar estaba en los ineludibles quehaceres domésticos, y también en que se quedara esperando el arribo de su amado entretejiendo una casa pulcra y estética. Mamá conoció a papá trabajando en la patronal Entel.

Fue también en la expatriada empresa, cuando mamá cursaba el grácil aprendizaje de los 27 febreros y ningún hombre hubiera podido ignorar sus labios, rojos, apretados, como un capullo de rosa roja, que forjó una duradera amistad con otra telefonista llamada Querina Aurora Zendra, una mujer muy rellena con el destino de los criticados idealistas, que cada seis meses regresaba a convivir con nosotros, ya que emigraba de vivienda en vivienda por la falta de garantías inmuebles. Catalina y yo la llamábamos la tía, otorgándole el título de ser una familiar más.
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Aún faltaban unos años para que la razón utilizara a las matemáticas lógicas de mis sosos aprendizajes como una analítica manera para organizar a mis fantasías.
Casi a diario ambos hermanos rogábamos a nuestro padre que nos comprase la tan soñada compañía de una mascota. Catalina y yo enriquecíamos la inocencia proponiéndonos popurrís con las estrofas de Coca-Cola; payaseábamos las maneras de mami o papi y dejaba que me corte los pelos en la piecita de la tía, cuando Catalina se personificaba con el papel del tijeretero, después de que la veía a mamá con los rulos brillantes y nuevos cuando volvía de una joven peluquera barata que vivía a dos casas en la vereda. Nos separaba la orangutana, una vieja petiza que tenía la mirada poblada de rencores familiares, quien era víctima de mis ringrrajes, cuando papá abría el negocio a la tarde y yo me aburría mirando tele. Cortó de cuajo mi travesura cuando se quedó espiando tras la ventana hasta que toqué de nuevo.
En cuanto a las sesiones de peluquería: aquellas bodas de Fígaro significaban para mí un rito jocoso. Catalina merodeaba en derredor mío deteniéndose cada dos pasos, y me hacía chistes al oído para que los tijeretazos tuvieran el ritmo de un jugando al huevo podrido. Pero el honesto reflejo de un espejito de mano cocinaba mis lágrimas al estupor, cuando veía los pozos entre los lacios de mi rubito.
Así que un fin de semana, más precisamente un domingo, visitamos un parque, alejado cuatro estaciones de tren, pero aún de la zona sur, donde los puestos se extendían a lo largo de las veredas rurales. El partido era Villa Domínico.
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La primera vez que lo vimos, Rayo no pesaba más de dos kilos. Y tenía los ojos cerrados, como que dormitaba. Pero las huellas que dejaba su cuadrúpedo andar no aumentaron muchos centímetros cuando el ovejero llegó hasta la fornida madurez. Fue en el mismo parque donde el vendedor nos lo presentó que -en una mesa redonda a la intemperie-, a mamá se le ocurrió bautizarlo así. Mientras fue cachorro su apariencia hipnotizaba a ese yo mío de media docena de años. Y aunque se murió a media vida, Rayo no tardó nada en crecer del todo. Aunque los tiempos más felices fueron los seis primeros meses.
Al poco de aparcar en nuestras vidas, Rayo ya demostraba los ingeniosos dones que había en su raza implacable. Catalina me estaba mostrando unas sombras chinescas que con una sola mano imitaban el perfil de un pastor alemán. Y yo me fui de inmediato hasta el patio de baldosas grises para que Rayo lo viera. Cuando algo le llamaba mucho la atención, pero su instinto no podía descifrar de lo que se trataba, Rayo se sentaba y paraba las orejas, exponiendo a mis caricias la hipotenusa de su lomo naturalmente peinado, mientras sus esféricos ojos indagadores se posaban en la figura admirada. Pero el adolescente mantonegro esta vez amotinó sus patas primeras como si fuera un caballo en brote de histeria, y se abalanzó sobre el fingido perro que yo traté de esbozar sobre las baldosas pigmentadas grismente. Después de eso, Catalina y yo jugaríamos a manito-manito, donde nuestra estrategia se basaría en plantear la sombra de nuestras manos sobre la blanca pared o el piso y sacudir los dedos como un gitano nervioso: entonces Rayo trataría de capturar la inquieta proposición cuando se interponían entre los cementos y el turbio sol. Así fue que lo distrajimos siempre que Rayo nos desobedecía, con el manito-manito, para que pensara que estábamos en la hora de ir a jugar. Una vez mamá nos regaló un mazo de cartas españolas, y nos pasamos la tarde jugando a la enseñada escoba de quince. Entonces por primera vez noté la expresión de melancolía en los ojos de mi cachorro, cuando aparté la algebraica mirada de las cartas que exponían las simplistas ecuaciones calculadoras sobre la mesa de roble, para mirar hacia donde aquel sollozo de tres lamentos me había llamado: era Rayo que con su temerario tamaño sostenía una naranja entre los dientes queriéndome enternecer para que vaya corriendo al patio con él.

Cuando Rayo descansaba se sentaba a mirar el atardecer con la lengua afuera, que a veces encontraba un hueco entre los colmillos más enanos y se le escapaba colgando por el costado. Mamá le calentaba carne picada para las dos comidas del día. Y se le quedaba sentado al lado, firme como un soldado inglés, y mientras tanto se calentaban los esparcidos gusanitos de la paleta escindida. Cuando mamá retiraba la carne de la hornalla, Rayo se relamía. Y cuando la pasaba de la sartén al plato auxiliar, Rayo comenzaba a retroceder y a levantar sus pesadas patas de a una por vez, adentrándose en el ritual con pequeños saltitos, como si se estuviera parando sobre una hojalata que le quemaba. Cuando por fin engullía, Rayo gruñía a quien se acercara poniendo pelos de punta. Con un amedrentador ladrido ahuyentaba a quien le pusiera la caricia encima. Para nuestros cumpleaños más escolares, debíamos sacarlo al patio antes de que los huéspedes tocaran timbre. Ya cuando el timbre sonaba, Rayo detectaba la calidad de quien estuviera esperando afuera.
Pero si estaba adentro y sonaba la mediana chicharra de Gran Canarias 66, Rayo se ponía de manos en la puerta de doble hoja, aquella que cortaba pragmáticamente el almacén de nuestro salón comedor. Acelerado miraba hacia la calle tras las cortinas con pocas flores bordadas, profundizando un adaptable número de ladridos gravísimos. Rayo nos había acostumbrado a escuchar sus policiales advertencias, asustando al cartero cuando acercaba hasta Gran Canarias las incómodas facturas que contribuían con el mínimo impuesto al alumbrado nocturno, o rechazaba la entrada de un vendedor ambulante, quien al verlo retrocedía bruscamente unos metros en la vereda para asegurarse la integridad de los brazos. Rayo era un firme guardián, cuyos graves ladridos espantaban a quien no fuera de la familia, igual que si hubieran visto la hoz de Hades con su invitación al infierno. Pero así como defendía su propiedad y su afecto ahuyentando a los invasores viajeros municipales y a los típicos transeúntes cerveceros, Rayo solía encariñarse con las personas que nos querían.
Así fue que Rayo agudizó nuestro oído para que diferenciásemos la tonalidad de sus ladridos protagonistas. Desde la cocina, nos dábamos cuenta si alguien conocido se distraía viniendo a casa.
Pero cuando los zapatitos de Querina Aurora hacían que las baldosas sonaran, Rayo festejaba el verla con una sinfonía de éxtasis, cuyos aullidos de alegría componían la demostrable partitura del recibimiento incansable. La tía Aurora era una mujer que tenía mágicos trucos de presentación para impactar a las relaciones más queridas. Y aunque pasaran los inviernos sin que apareciera, cuando la regresada querida se animaba a volver, Rayo se levantaba del frío acuesto para dar saltos impresionantes que alcanzaban más altura que las últimas margaritas anaranjadas que mami bordó en la tela de las cortinas. Aurora esperaba que una inteligencia saliera a abrirle, y mientras su mirada confiada me descubrió espiando por las cortinas, a mí me asombraba Rayo que no paraba de dar saltos de este lado de la cortina de hierro –otra vez– autoimpuesta por los códigos de la civilización consumista. Al principio me encantaba que la tía Aurora nos visitara. Cuando se marchaba, desde la ventana de mi infancia, siempre que sonaba el timbre me asomaba deseando que fuera ella. Y cuando pasaban los meses, junto con Rayo, cuando veía la cabeza tras las rejas de Gran Canarias, me ponía a gritar que la tía había llegado. Pero lo sabio que recorría las ventrílocuas cavidades de mi alma, cogió la amargura de los frecuentes sainetes con los cuales se construyó la cruda aldea de mi niñez. Entonces yo ya no pasaba los meses esperando volver a verla. Sólo recordaba de su existencia cada vez que mamá se caía en los pozos de sus frecuentes melancolías. Al igual que mis padres, la tía Aurora no se daba cuenta de que mi Catalina y yo crecíamos todo el tiempo.
También fue Rayo quien nos defendía de las histerias de mamá.
Cuando papá quiso reincorporarse a su vieja Entel, comenzó a escasear en la casa; y mamá ya no pudo compartir las espesas rutinas con nadie. En lugar de subirse a aquél colectivo de amarillos destartalados y volver a las ocho de la noche cargando tubérculos en bolsas de 50 kilos, papá todas las mañanas se caminaba dos cuadras hasta la parada del 98, frente a la escuela de mi niñez,  y aunque era invierno y aterían los frescos, los climas no le importaban. Conoció bien las horas pico, viajando 65 minutos de pie hasta la Capital Federal. Y luego, cuando descendía del ómnibus, se le perdían las huellas, pues hasta la noche ninguno de nosotros supuso su paradero. Aquellas salidas duraron todos los meses de un año.
Al principio papá regresaba a la casa de Gran Canarias más o menos para la cena. En el inicio de sus desapariciones, mi madre tuvo que hacerle frente a los enojos de nuestro arrendador. Como pudo dio guerra a los cortes de agua, justo cuando estábamos a la mitad de nuestras duchas. Pasaba que con Catalina aturdíamos las siestas de don José, un pelado que nos alquilaba la casa. Y como una loca venganza contra aquellos sádicos despertares esperaba a que alguno de nosotros tres activara el encendido del tanque calentador… y cuando pasaban justo 9 minutos, el agua calientita se nos enfriaba y no podíamos terminar de enjuagarnos. El viejo ajusticiaba su insomnio cerrando la cañería del agua caliente. Mamá salía entonces desnuda al patio con una caja de huevos y los estrellaba en el balcón de la plata alta. En otras locuras lo insultaba gritando de abajo-arriba las afeadas más burdas. Aquella guerra acabaría en un moroso escape, un mediodía de casi verano. Mamá pasaba sus vacías rutinas analizando cómo era que se fueron desmembrando los castillos que fabricó en su atacada juventud. Así, pues, se aferró a nuestra diaria llegada postescolar, para tapar con los polvosos cúmulos de su dedicación hogareña el dolor por los sueños que, día tras día, se acostumbró a ir perdiendo. Ella ocultaba todo lo que podía su inmensa insatisfacción.
Cuando por fin entendió el cortante apartamiento de mi padre, mamá somatizaba ataques de nervios para descargar el fastidio que, hilvanando un resentimiento con otro, almacenaba en nuestras ausencias. Por las tardes, antes de gozar la viciosa libertad de la infancia, Catalina y yo hacíamos los deberes de la escuela número 2, Alférez Casimiro Escarlata. Cuando nos levantamos de la mesa, mamá se quedaba en la cocina terminando de enjuagar los platos del mediodía. Simulaba la calma, mientras con el estropajo de acero rallaba los carruajes de porcelana dibujados en los platos azules. Aunque lo más probable fuera que ninguno de nosotros dos se mereciera el desquite. Y entonces, cuando yo le comentaba un error o un problema, mamá iba destejiendo el monstruoso edredón de injusticias que había construido en sus arruinadas mañanas. Era algo mecánico, repetitivo e indigno: primero imponía una corrección subida a un tono chillón, que desembocaba en regaño, para que luego las voces crecieran y se enroscaran en un monólogo de recriminaciones culposas y siempre con aquel tono de agudas acentuaciones heladas. Cuando su bombardeada cordura mordía el anzuelo de aquellas desubicadas histerias, cerrando los puños se aprisionaba los pelos rubios y estiraba los brazos hacia los lados, mientras Catalina y yo intentábamos que recupere el sosiego diciéndole cuánto la queríamos y pidiéndole por favor que pare ya de gritarnos. Yo le temía tanto, tanto, que me escondía bajo la cama de dos plazas, donde toda la familia mirábamos cine televisado, pero ella me seguía para seguir la gritada. Y cuando no podíamos detenerla, Catalina o yo corríamos a la casa de una enfermera y le pedíamos que viniese a ver a mamá. Nuestra infancia nos impedía ver las cosas con claridad. La ceremonia duraba una o dos horas muy largas.




dnld










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