miércoles, 31 de enero de 2018

En el Hospicio































Creo que me quisieron poner Manuel, porque mi abuelo también se llamaba así. Pero mi registro civil lo apuntó un funcionario que sufría de frecuentes dispersiones desde al menos un año y medio: se había enterado de que la hijita que educó no era suya, y todos los días se le carcomía un poco el cerebro. Futuro alzehimmer precoz. Entonces el nombre me quedó así: Patricio Samuel Hernández.
Cuando me encerraban en penitencia, cuando tenía insomnio, cuando esperaba a que las torcazas cayeran en las vulgares trampitas caseras: mi nombre siempre ha sido una gran compañía. Igual que el entrenador completa el partido de básquet con algunos minutitos de más pidiendo segundos fuera, pues de niño se rellenaban los tiempos muertos del día contando las letras de un sustantivo que se me ocurriera. Me sorprendía que en una palabra reinaran más las vocales; para mí todo lo que me faltaba aprender de la vida debería ser necesariamente justo. Si me llevaban de paseo a la plaza buscaba la igualdad en el número de los árboles. Por ejemplo a lo lejos se formaba un castillo con torres de cipreses y cuerpos de recortados abetos. Me distraía ver al conjunto botánico repartiéndose a las especies con equidad, para que así el viento pintara un holográfico Monet mientras se combinaban los pastelosos vaivenes de los pinos con el color verde y blanco de las hojas multitagonales que -como una moneda que se echa al aire-, iban cambiando de cara a cara según fuera la voluntad de Eolo.
Un poco antes, mientras vivimos allí, aún no me había crecido del todo la dentadura de leche. Así que era para mí un partido[1] completamente desconocido. Aunque sí tuve algunas clases en el kinder, regenteado por una maestra inmigrante, nacida en los extremos más indígenas de Sudamérica. De aquella época en que los monstruos aún nos acechan bajo nuestras frazadas, creo que por algún sitio todavía persisten difíciles fotografías de un cumpleaños familiar. Mi hermana aprendía a cómo usufructuar la patria potestad anunciando sus siete diciembres viva. Una invasión de niñitas muy elegantemente vestidas se acumulaba alrededor de la mesa de roble. También yo estaba presente. Con el menospreciado bracito me sujetaba al respaldo palaciego de una silla que combinaba suntuosamente con el inmortal juego del salón mientras que mi torso se retorcía para salir mirando a la fotográfica. También alguien conservará fotos de aquella noche: durante la fiesta me había acostumbrado mucho a dos globos de complicado proceso, y abrazando uno de cada lado me acosté con ellos y les cubrí con las mantas como si fuésemos un triángulo amatorio.
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Para que la lectura de este volumen resulte menos precisa, menos técnica y se encauce más en las líneas de lo ingenioso, he descansado una noche. Una ópera vecinal que traspasa las paredes de casa y se instala molestamente en la sala comedor. Ha logrado que olvide por completo la simbólica canción que resonaba en mis adentros vinílicos, y que estuve a punto de rescatar de un sueño que hace pocos minutos se terminó al despertar.








Pastoral es un término que yo asociaba mucho al campo.
Como muchos sabemos, sin tratar de ser pedante, algunas palabras conocidas parecieran ser al mismo tiempo sujetos, verbos y adjetivos. Pastoral podría cubrir los tres estados gramaticales. Cada vez que la escuchaba, Pastoral conseguía que me imaginara un pastoral en medio del campo, o juncos descomunales a la orilla de un río plateado y potable: o veía entonces una meseta de pastos tupidos bamboleándose entre las ráfagas de brisa en los primeros ocasos primaverales. Mucho antes imaginé rebaños y perros ovejeros, y a su pensativo pastor reflexionando ante el sol que nos dejaba    hasta el próximo amanecer. Eran imágenes más bien reales. Pastoral, hacía que se restituyeran las calmas de mis cuatro o cinco años, lejos de las ciudades capitales, los días domingo, cuando papá nos llevaba hasta alguna finca buscando descansar de los malos humores públicos. Cruzábamos un río que no tenía grandes méritos para ser recordado por los porteños. Entonces los hermanos gritábamos “¡El puente angosto!”. Y una vez en el campo, ya cuando nos habíamos acomodado, poníamos tramperas para cazar jilgueritos. Mis padres tomaban mate mientras Catalina y yo jugábamos al escondite. Eran momentos maravillosos. Recuerdo escapando de un mimbre a toda una bandada de pájaros silvestres, justo antes de volver a la escondida primera casa del partido de Avellaneda.
Además de Sustantivo, Pastoral podría bien ser adjetivo y verbo.
Pero luego de saber que Pastoral era un grupo de rock sinfónico que se originó en mi Argentina, cuyo cantante se había ido de nuestro mundo siendo más joven que maduro, que tenía una voz y una poesía divinas, intachables de cacofónicas o de vulgares; luego de haber escuchado a los hermanos de mis amigos, en tres años más viejos que nosotros, decir “Pastoral son palabras mayores”; luego de haber escuchado aquel primer estribillo metafórico, que a su tiempo imaginé a un pastor alemán siendo pastor alemán; y aunque en esa época sólo entendía a través de mi interpretación de los ocho veranos, sin saber yo nada de música, el timbre de voz de Alejandro de Michelle me advertía sobre lo que serían mis preferencias musicales. Llegándome en póstumas tapas de vinilo, su personalidad luego iría avisándome de mis imposibles vocaciones. Y también de mis próximas vestiduras. Su semblante representó para mí toda esa vieja magia que aromatizaba los ambientes de los porteños años setenta. Aunque no lo comprendí de inmediato, aunque no sabía lo que era la adolescencia, aunque no me imaginaba qué misterios ilusorios revelaban los cannabis… inmediatamente reconocí en la voz de Alejandro de Michelle una seda de Ariadna que iba a guiar pasos sobre los pasillos donde reinara la esencia de mi corazón en esta gran biblioteca de Babel.
Y después de todo esto que yo les propuse aquí, cada vez que escuchaba la palabra Pastoral, ya nunca pude volver a imaginar montañas ni cielos nocturnos en los que se reservaba un hueco escampado para la luna ambarina, ni luceros fulgurantes, ni ovejeros cuidadores ni rebaños que pastaban a la sombra de su dueño en la llanura o en la montaña: luego de aquel primer estribillo revolucionario, desde eso hasta esto, siempre asociaría los pastorales al referente de una época que estaba llena de ideales infructuosamente inocentes y de una música magnífica: mis porteños ‘70.



[1] Distrito o territorio de una jurisdicción o administración que tiene por cabeza un pueblo principal.