sábado, 31 de marzo de 2018

Capítulo 9: La piecita de la tía






 



Bob Dylan desapareció de la sala comedor, después de haber repetido por tercera vez “Llamando a las puertas del cielo”. En el medio de cada repetición, trece canciones entretuvieron el mediodía sin gente. Mientras tanto, tres acogedores leños arden desprolijamente sobre las brasas en la calefactora chimenea de ladrillos anaranjados, enclaustrados con mezcla de construcción. El humo de los leños sube al tiro por distintas partes del fuego hipnótico. Y desaparece en el tiraje isósceles. Y pienso, mientras espero la sentencia de mis decisiones: ¿No será el mundo una sublime metáfora de la mente?

Cuando mis padres descansaban de la mañana ajetreada –y también de sus corruptivas preocupaciones– sobrante de clientela, yo me entretenía imaginando por los distintos decorados del hogar alquilado. En el comedor de la casa había una estufa naranja, que se prendía con un papel de Clarín encendido con el mechero. Para que nuestros cutis previnieran quemaduras desubicadas, con una casera papiroflexia plegábamos una hoja de periódico hasta que formaba una extensa batuta, que ya con el fuego endosado en su heroico hocico notificado, se infiltraba hacia las hornallas por la única posibilidad del enrejado arisco. Durante aquellas siestas me encantaba mirar los atardeceres; recuerdo a la sombra que comenzaba oscureciendo el desnivel pronunciado por las tejas de mi pieza y que, de golpe, se suicidaba sobre las baldosas inseparables del patio. Una última oscuridad tibia avanzaba tristemente hacia mi silla, como para advertirme que debía darle las buenas noches al sol. Y, al fondo de aquel tejado, un impresionante muro grisáceo e inútil con un hoyo que lo centraba cíclopemente. 
¡Ah! ¡Pero qué cómodas fueron las soledades de mi niñez! Bajo ese fantasioso tejado, luego de la escuela pasaba las tardes en una habitación que finalizaba nuestra hechizada vivienda. La puerta de aquella pieza fallaba bastante más que del todo cuando quería pasarse llave. El picaporte desatinaba por medio centímetro, y se debían dar dos empellones de las caderas para cerrar del todo. Arriba del gélido picaporte, la puerta estaba desprotegida por un ventiluz que no se transparentaba, pero contaba con la inoxidable apertura de sus esmaltadas bisagras. Entonces lo abría para espantar mis aburrimientos con las lloviznas post-escolares, que se presentaban inopinadamente desde marzo hasta octubre. Luego del irreemplazable ventiluz se levantaba un mosquitero que cuadriculaba al patio de la querellante vivienda, seguramente estropeado por el ocio de alguno de nosotros. Era lo mismo que las hojas de un cuaderno escolar primario, como cuando el desubicado Usiel Tardo apoyaba el codo izquierdo sobre la hoja ya manuscrita, formando hacia dentro un equilátero en la punta de la cuartilla. Y al tiempo queda el obtuso triángulo en las esquinas inferiores de los principales aprendizajes. Tras aquel saqueado guardia de alambres interactivos, pasé las horas de mi niñez esperando que alguna torcaza picoteara el ingenuo alpiste que modelaba sus miligramos bajo un cúbico cajón de manzanas Deliciosas. Yo pretendía hacerlo pasar por una trampa casera para las aves viajeras. Me divertía esperando a los gorriones o a los palomos para ver cómo limpiaban las migas que les había desparramado en un ángulo del patio vacío. Para que no me aburriera tanta letanía -separadora de visitas y las frágiles partidas de pichones amarillentos y benteveos noveles-,  mientras los pájaros descansando en la medianera analizaban mis inocentes trampas, yo debí transformar mi primer día de clases en una anécdota aventurera, por si mi familia algún día me preguntaba. De mi vida siempre mantuve recuerdos muy buenos. Los que no me hicieron feliz, trataba de liberarlos a través de la narración, pensada siempre para mis mejores amigos, contando al ambiente desconcertado lo mejor que podía mis vergüenzas y mis victorias. Me dio lástima saber que he tenido muchas más y mejores creatividades cuando fui niño.
Nosotros, para hacer más rápidos los privados mandamientos, la habíamos bautizado “la piecita de la tía”, ya que ahí dormía la tía Aurora cuando retornaba como un perrito a la casa de mis viejos. La hacía feliz a mamá. En cambio en las cenas papá siempre estaba con cara ‘e culo. Eran distintas políticas que defendían la tía Aurora y papá. Las comidas eran tensas a la noche, porque la tía Aurora había visto un lado corrupto en la gente que papi más admiraba. Y la presencia de la regordeta le molestaba. Papá la sentía como quien come un pescado le puede sentir la espina. No como la rosa, que las espinas la hacen más interesante. La tía Aurora siempre estaba en la esquina. Miraba la tele de píxeles ya coloreados y cuando terminaba las cenas participaba de las sobremesas incómodas con su silencio enfadado y algún sí sí para que papá sintiera que todos le respetaban.








jueves, 8 de marzo de 2018

Capítulo 8: Grafologías












Para no aburrirlos a ustedes (creyentes, que todavía no hallaron un solo símil para sus vidas en ninguna oración de esta leyenda, y por eso continúan allí, allende este volumen ególatra, esperanzados de encontrar alguna línea que los identifique), les pediré que por un segundo se imaginen que la caligrafía de los hombres que nacen y luego mueren es una réplica de algún lugar olvidado por las ciudades. Imagínense que las inclinadas alturas de la manuscrita borgiana son una fotografía de la torre inclinada de Pisa, que se desmaya eternamente ante los repetidos ojos de los cielos azules y grises. Que las oes de Salvador Dalí son fotografías de un Voyager que investiga a la Tierra: entonces recoge una vista súper aérea del Lago Ness, y en su ondulado bucle de vocal abierta se avista el grueso cuello del monstruo saliendo a la superficie para tomar una bocanada de oxígeno innecesario.
Pues yo entonces les doy fe a ustedes que las caligrafías de Seba eran una maqueta perfecta de este pinar montañoso. Presionaba la pluma fuente sobre la carilla de sus forrados cuadernos Gloria, como cincelando el blancuzco renglón con las tareas copiadas de la pizarra. Y cada vez que su silenciosa escritura pronunciaba prosódicamente las enes y emes inversas, cinco pinos germinaban en un segundo. O plagiaba involuntariamente los arroyos del Peñalara, cuando su filoso pulso agrietaba la hoja con unas efes incisivas. De pequeño, la caligrafía de Seba me resultaba rara e insulsa, con sus tes puntiagudas y sus avances colmillezcos; con sus caídas zetas que se colaban al alfabeto, que se infiltraban, que se entrometían al vocabulario para hacernos dudar si estábamos anotando correctamente la ortografía de nuestro solidario castellano. Cuando Sebastián cerraba las interrogaciones, zigzagueaba todo el cuerpo como el zorro haciendo su zeta. Sin embargo, más adelante, yo terminaría envidiando aquellas tintas y lápices, que casualmente parecían una transcripción de sus rasgos y muecas faciales: el número cuatro pintaba múltiples retratos de su nariz (ni aguileña como la de de Lennon, ni aplastada como la de Tyson), las presentadoras capitales reflejaban la trigonometría de su cara, y las eles minúsculas una fotografía de sus labios girados en vertical. La manuscrita de Seba siempre era en cursiva. Parecía que el matemático grafito se descargaba de alguna injusticia cuando escribía los múltiplos en la cuadriculada. Seba casi pinchaba la Rivadavia con la pluma fuente y luego, para completar los renglones, trenzaba el servicial mapa de sus tareas copiadas de la pizarra general. La escritura de Seba era como una infinita u de cumbres perpendiculares, que cada tantas vocales se separaba por el pegadizo bucle de alguna ge. O la supina ruta de sus letras, tras cada significado, se cortaba por un espacio para retomar la erizada construcción de una ciudadela de caracteres; o como las alturas de un fuerte vaquero, que evitan el infiltraje indio sacando punta a los troncos. Aquellas pe que siempre le salían como una flecha enterrada apuntando al renglón superior, como un pico minero peinado a lo Gardelito, que arrastraba detrás de sí a toda una tropa de palabras afiladas. Las eses eran como un anzuelo magullado del cual había picado una tromba de palabras dictadas, un cardumen de ideas ajenas que seguía el señuelo horizontal de las kues de asambleas.






domingo, 4 de marzo de 2018

Capítulo 7: Late - Nola

























Mi primera visita a la casa de Seba fue en una programada mañana del año que le siguió. Mamá me acompañó celosamente las catorce cuadras que separaban nuestro negocio de la incierta casa de mi compañero de banco. Ese mediodía comimos caldo con fideos moñito. El clima era sólido y acogedor. Y tal como las otras veces en que mi contento exacerbó la magnitud de mis nervios, en esa mesa yo fui quien habló como un loro. Deshice mi integridad en docenas de elogios sobre el ambiente y sobre el típico caldo de pollo que nos había preparado Azucena, una mujer rubia de claros ojos redondos y transparentes. Horacio, su hijo anterior, se sentó en la esquina, como si fuera el cabeza de la familia, pero sólo nos separaban tres años de infancia. También concurría a la misma escuela que nosotros, en el mismo curso que Catalina, donde estudiaban hermanos de otros compañeros míos más populares. Sin embargo, Horacio tenía un alma con más categoría que todos sus refunfuñones amigos del barrio. Horacio llevaba una sublime elegancia y educación atada en los rasgos índigos; pero no una educación instruida, sino que se había ido haciendo con los mejores teatros de otras vidas que merodeaban a la suya, como quien aprende modales secuestrando escenas de finura en todos los cines que pudo ver. El padre y esposo se llamaba Luis, igual que el primer nombre de Seba. Como el hijo de Príamo, Seba llevaba el aura con un brillo digno de lealtad. Aunque uno no podía fiarse de él por completo. Resultó que por la misma época de esa visita se había fijado en moda el coleccionar cajetillas de tabaco importado. Y tal como si fueran las autoadhesivas más codiciadas entre los que se daban el lujo de completar un álbum de figuritas atrás de otro, en los ratitos libres del curso canjeábamos nuestras repetidas por otras marcas que nos faltaban. Sin embargo cuando proponíamos algún comercio con Seba, él nunca demostraba gran interés por las marcas que le mostrábamos, argumentando que no sabía si también archivaba en un ático, tan inventado como sus alcancías internacionales, una de Kent mentolados o la reluciente John Player Special negra con doradas iniciales que formaban su trenzado logotipo industrial. Desanimaba nuestro formidable capital tabacalero fingiendo confusas lagunas en su memoria, argumentando que no podría darnos segura fe que si ésa o aquélla ya la tenía, pues existía un  pariente marinero que viajaba por todos los continentes y que al regresar al puerto de Buenos Aires, en uno y otro reencuentro, le regalaba de a cien paquetes que con amor le iba guardando mientras estrenaba suelos más progresados que la estancada Argentina.
Tiempo después de que sintiera los rincones de esa casa como mi segunda familia, comencé a ir más que mucho a la casa de Seba. Me alegré inmensamente cuando por fin me compraron la cross, pues las catorce cuadras eran muy solitarias y yo todavía prefería pasar mis ratos solos acompañado de alguien. Pero todo cambió cuando pude adelantar la media hora del camino por 10 minutos. Lo peligroso eran las dos avenidas que debía cruzar. Pero el resto del camino eran paisajes preciosos. Y, paso por medio, yo miraba sin detenerme los ágiles céspedes, donde alguna vez había pisado. Entonces les visité casi todos los días.
Nos gustaba subir a los plátanos que ensombrecían la casa de abajo. Aquellos árboles de la intemperie ya venían con dos o tres tablones clavados a sus ramas aventureras. Seba había martillado unos listones a lo largo del tronco, formando una escalera al mejor estilo Tom Sawyer, que jamás usábamos para llegar a las ramas más altas, y en sus copas también había clavada una madera que nos servía para apoyar nuestra ingenuidad. Cada vez que trepábamos a esas alturas nos sentábamos en las tablas y destrenzábamos vuelta por vuelta los enojos de nuestra precoz individualidad. En verano era hermoso: una perpetuidad de hojas verdes, cuya cintura se parecía a las picas del póker, cumplían la profetizada danza del aire sin desprenderse de sus ramitas. Escondidos en el tupido veraniego mirábamos pasar los automóviles modestos y lujuriosos. Nos gustaba crecer poco a poco, participando en los ilusionados gambitos que nos regaló la niñez. En aquella época me gustaba vivir lo nuevo. Sebastián y yo nos subíamos con una enviciada bolsa de caramelos y quemábamos las aliviantes horas de la tarde bromeando o remarcando los defectos que sobresalían en los desconocidos. Seba siempre me sacó risas inventando locuras. Era un chico silencioso que en los momentos más justos proponía las ráfagas de su genio. En tres o cuatro palabras sintetizaba todo un día gracioso, o una ridícula escena televisada con la que nos habíamos muerto de risa por diez minutos.