Mi primera visita a la casa de Seba fue en una programada mañana del año que le siguió. Mamá me acompañó celosamente las catorce cuadras que separaban nuestro negocio de la incierta casa de mi compañero de banco. Ese mediodía comimos caldo con fideos moñito. El clima era sólido y acogedor. Y tal como las otras veces en que mi contento exacerbó la magnitud de mis nervios, en esa mesa yo fui quien habló como un loro. Deshice mi integridad en docenas de elogios sobre el ambiente y sobre el típico caldo de pollo que nos había preparado Azucena, una mujer rubia de claros ojos redondos y transparentes. Horacio, su hijo anterior, se sentó en la esquina, como si fuera el cabeza de la familia, pero sólo nos separaban tres años de infancia. También concurría a la misma escuela que nosotros, en el mismo curso que Catalina, donde estudiaban hermanos de otros compañeros míos más populares. Sin embargo, Horacio tenía un alma con más categoría que todos sus refunfuñones amigos del barrio. Horacio llevaba una sublime elegancia y educación atada en los rasgos índigos; pero no una educación instruida, sino que se había ido haciendo con los mejores teatros de otras vidas que merodeaban a la suya, como quien aprende modales secuestrando escenas de finura en todos los cines que pudo ver. El padre y esposo se llamaba Luis, igual que el primer nombre de Seba. Como el hijo de Príamo, Seba llevaba el aura con un brillo digno de lealtad. Aunque uno no podía fiarse de él por completo. Resultó que por la misma época de esa visita se había fijado en moda el coleccionar cajetillas de tabaco importado. Y tal como si fueran las autoadhesivas más codiciadas entre los que se daban el lujo de completar un álbum de figuritas atrás de otro, en los ratitos libres del curso canjeábamos nuestras repetidas por otras marcas que nos faltaban. Sin embargo cuando proponíamos algún comercio con Seba, él nunca demostraba gran interés por las marcas que le mostrábamos, argumentando que no sabía si también archivaba en un ático, tan inventado como sus alcancías internacionales, una de Kent mentolados o la reluciente John Player Special negra con doradas iniciales que formaban su trenzado logotipo industrial. Desanimaba nuestro formidable capital tabacalero fingiendo confusas lagunas en su memoria, argumentando que no podría darnos segura fe que si ésa o aquélla ya la tenía, pues existía un pariente marinero que viajaba por todos los continentes y que al regresar al puerto de Buenos Aires, en uno y otro reencuentro, le regalaba de a cien paquetes que con amor le iba guardando mientras estrenaba suelos más progresados que la estancada Argentina.
Tiempo después de que sintiera los rincones de esa casa como mi segunda familia, comencé a ir más que mucho a la casa de Seba. Me alegré inmensamente cuando por fin me compraron la cross, pues las catorce cuadras eran muy solitarias y yo todavía prefería pasar mis ratos solos acompañado de alguien. Pero todo cambió cuando pude adelantar la media hora del camino por 10 minutos. Lo peligroso eran las dos avenidas que debía cruzar. Pero el resto del camino eran paisajes preciosos. Y, paso por medio, yo miraba sin detenerme los ágiles céspedes, donde alguna vez había pisado. Entonces les visité casi todos los días.
Nos gustaba subir a los plátanos que ensombrecían la casa de abajo. Aquellos árboles de la intemperie ya venían con dos o tres tablones clavados a sus ramas aventureras. Seba había martillado unos listones a lo largo del tronco, formando una escalera al mejor estilo Tom Sawyer, que jamás usábamos para llegar a las ramas más altas, y en sus copas también había clavada una madera que nos servía para apoyar nuestra ingenuidad. Cada vez que trepábamos a esas alturas nos sentábamos en las tablas y destrenzábamos vuelta por vuelta los enojos de nuestra precoz individualidad. En verano era hermoso: una perpetuidad de hojas verdes, cuya cintura se parecía a las picas del póker, cumplían la profetizada danza del aire sin desprenderse de sus ramitas. Escondidos en el tupido veraniego mirábamos pasar los automóviles modestos y lujuriosos. Nos gustaba crecer poco a poco, participando en los ilusionados gambitos que nos regaló la niñez. En aquella época me gustaba vivir lo nuevo. Sebastián y yo nos subíamos con una enviciada bolsa de caramelos y quemábamos las aliviantes horas de la tarde bromeando o remarcando los defectos que sobresalían en los desconocidos. Seba siempre me sacó risas inventando locuras. Era un chico silencioso que en los momentos más justos proponía las ráfagas de su genio. En tres o cuatro palabras sintetizaba todo un día gracioso, o una ridícula escena televisada con la que nos habíamos muerto de risa por diez minutos.
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