sábado, 12 de mayo de 2018

Capítulo XIII: En mi soledad hay un hueco




A pesar de que no fue siempre así, el dormir de mi infancia nunca duraba la noche entera. Aunque muchos del barrio aquél puedan decir que miento, las noches en la galería eran frías y quienes en Gran Canarias tuvieran el sueñecito liviano, cada tantas horas los despertaba el tren Roca, pues la manzana nuestra estaba pegada al terraplén petizo de las vías del ferrocarril. Además la despertaba a mami con mi tos seca y se venía hasta mí con sus cuarenta y pico y con el nebulizador pesando como un cántaro que vuelve del río. El Motorola hacía un zumbido como de auto que nunca arranca porque está ahogado. Tenía un botón de encendido al pie, tan grande como una perilla de luz. Mamá traía una silla del comedor y se me quedaba al ladito de la cama. Con una mano me ponía la máscara de oxígeno. Todo lo hacía a oscuras. Nunca encendía la luz para que Catalina no se despierte. Mamá me miraba en la penumbra sin los anteojos puestos, sin sus labios de rosa roja, sin sus cabellos brillantes. En realidad jamás se lo dije, pero yo no respiraba mejor cuando mamá se acostaba de nuevo. Siempre le mentía cuando me preguntaba si “¿Estás mejor?”. Asentía con la cabeza y ella se conformaba con mi sí mudo, mientras que yo me aguantaba la respiración para que el aire de invierno no me traicione las intenciones de no toser otra vez.

Cuando conté de los transparentes amaneceres y de mi Rayo, dije también que la piecita de nuestra tía se conservaba seca durante las lloviznas y alguna que otra tormenta eléctrica gracias a un extenso tejado sin canaleta. Fue por aquellas bondadosas ausencias que tienen las vidas menos pudientes que pronto me acostumbré lírico al vaticinio de las garúas[1]. Durante horas aprendí a controlar la sombra que proyectaba la tarde sobre otras descascaradas paredes. Miré al atardecer expulsando al sol que calentaba el fondo del ojo cíclope. También cambié mis recuerdos, inmiscuyéndome en un intuido Método Silva. Encontré compañía en los minúsculos movimientos de la quietud: ramas con hojas verde limón que se colaban a casa por una medianera petiza, cuya pintura blanca se iba ennegreciendo cada semana más, debido al incómodo influjo de las lloviznas invernales y de la primavera. Sus anchos bloques servían para terraza a las torcacitas y a los benteveos feúchos. El viento había inclinado dos arboladas media-copas de una vecina para que embellecieran un poquitito más a la soledad del lloroso patio. Todo aquel fantasioso lugar se nos queda en la memoria como si fueran bosques creados en la sensible imaginación de los hermanos Grimm.

En el techo pendiente, las finas aguas comenzaban mojando las tejas fuerte bordó. Un mililitro tras otro el agua de lluvia se iba explayando por la convexidad de las cerámicas obscuras, para rejuntarse entre las galerías de úes que formaban las tejas sonoras. Y cuando los maleables cúmulos ya estaban lo suficientemente engordados, se suicidaban salteadamente sobre las baldosas del patio. Como si los geniales dedos de Mozart tocaran sobre aquel suelo la obertura de una sinfonía sutil.

Había una rejilla central que Rayo levantaba y se llevaba entre los colmillos cuando jugaba solo.


II


Cuando faltaba poco para que nos marchásemos de Gran Canarias papá y mamá habían pegado en los vidrios del local gratuitas calcomanías que publicitaban a Carlos Menem para su primera presidencia. Una vez Damián Vargas vino a buscarme junto a Borja para engordar los equipos de fútbol con jugadores menos aclamados. Entonces salí para abrirles la puerta y cuando ya mis tímpanos estuvieron al alcance de sus estrenadas gargantas, Damián contó hasta tres y, como si no notaran la evidencia visual estampada en varios rincones de los varios cristales, me preguntaron con las dos irónicas voces encimadas: ¿Sos peronista? Pero con prosódica acentuación porteña esa vez. Las reuniones con los chicos de la escuela nunca se programaban, pero sí sabíamos que, como el rescatista que acude al improvisto llamado de la base, nosotros acudiríamos a los partidos si es que se nos solicitaba.

A diferencia mía, para Damián y Borja era común jugar todos los días. Era oficial que en la puerta de sus domicilios se orquestaran elastizados partidos que duraban toda la tarde. También jugábamos en un baldío, a dos cuadras de la casa de Borja, a dos cuadras del Quilmes Oeste, cercado por un muro de ladrillos, todavía peor encajados que los que había puesto papá para los mostradores. El potrero aquel quedaba justo en una esquina. Aquella dirección fue una mágica geografía para los críos del barrio. Dos o tres memorias resumen aquellos años que se devoraban tarde tras tarde mientras nos gustaba jugar a ser el mago Merlín. Muy definido quedó en mis nostalgias el perfil del valiente Borja, sentado en la empalizada naranja y mirando hacia la baja calle Rioja, mientras empezaba a quemar el éxito de su gambeta con un cigarrillo rubio; también lo recuerdo mirando aquel muro al ras perpendicular, diciendo con aprendida picardía desdeñosa que los ladrillos echaban humo porque fumaban. Damián jugó mejor que ninguno mientras fuimos escolares. Brincaba sobre tres en una baldosa. Pero su talento empezó a ser desapercibido cuando los años nos nivelaron las aptitudes, cual una ansiosa inteligencia cursando el jardín de infantes, que de mayor se va humildeciendo cuando acude a las reuniones sociales. Borja en cambio era un jugador más rudo. Pero su talento lo dedicaba a más ser hombre que al recreativo gol. Era un chico más seguro que los demás.

Donde jugaban Damián Vargas o Borja Rodríguez, nada quedaba por hacer en las habilidades del resto contrincante. Generalmente participaban siempre por separado, como un acuerdo para equilibrar las ventajas. Damián era un jugador magnífico y con clase, mientras que Borja menos sorpresivo; la eficacia estaba en su espíritu peleador. Como lo había anotado antes, Borja había sido mi compañero de banco en jardín de infantes y algunos meses de primer grado. Parecía que el destino se encaprichaba en rodearme de los mejores. Pero para mis infancias yo no quería sobresalir mucho.

Borja y Damián eran quienes nos iban eligiendo a los demás, que exhibíamos nuestra expectante presencia uno al lado del otro hasta que se acababa el número de nuestros frágiles cuerpos, apoyados en el mismo muro color de teja, pretendiendo excentricidad mirando para el poniente, o con una zapatilla sobre el mundo y con la punta de la otra suela tocando aquellos ladrillos. Parecíamos vivientes modelos masculinos que uno tras otro esperan al veredicto de Mr. Mundo. O como una multitud de maniquíes parados tras una vidriera, exponiendo toda una colección de prendas que impondrán en el público la sensación del coraje prematuro.

También en ese ángulo quilmeño, Sebastián me demostró que no era tan buen jugador como yo creía, pues le corté un avance cuando practicábamos pases unos minutos antes de que todo el grupo se dividiera en dos bandos competitivos.

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[1] Lloviznas


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