A pesar de que no fue siempre así, el
dormir de mi infancia nunca duraba la noche entera. Aunque muchos del
barrio aquél puedan decir que miento, las noches en la galería eran
frías y quienes en Gran Canarias tuvieran el sueñecito liviano,
cada tantas horas los despertaba el tren Roca, pues la manzana
nuestra estaba pegada al terraplén petizo de las vías del
ferrocarril. Además la despertaba a mami con mi tos seca y se venía
hasta mí con sus cuarenta y pico y con el nebulizador pesando como
un cántaro que vuelve del río. El Motorola hacía un zumbido
como de auto que nunca arranca porque está ahogado. Tenía un botón
de encendido al pie, tan grande como una perilla de luz. Mamá traía
una silla del comedor y se me quedaba al ladito de la cama. Con una
mano me ponía la máscara de oxígeno. Todo lo hacía a oscuras.
Nunca encendía la luz para que Catalina no se despierte. Mamá me
miraba en la penumbra sin los anteojos puestos, sin sus labios de
rosa roja, sin sus cabellos brillantes. En realidad jamás se lo
dije, pero yo no respiraba mejor cuando mamá se acostaba de nuevo.
Siempre le mentía cuando me preguntaba si “¿Estás mejor?”.
Asentía con la cabeza y ella se conformaba con mi sí mudo, mientras
que yo me aguantaba la respiración para que el aire de invierno no
me traicione las intenciones de no toser otra vez.
Cuando conté de los transparentes
amaneceres y de mi Rayo, dije también que la piecita de nuestra tía
se conservaba seca durante las lloviznas y alguna que otra tormenta
eléctrica gracias a un extenso tejado sin canaleta. Fue por aquellas
bondadosas ausencias que tienen las vidas menos pudientes que pronto
me acostumbré lírico al vaticinio de las garúas[1].
Durante horas aprendí a controlar la sombra que proyectaba la tarde
sobre otras descascaradas paredes. Miré al atardecer expulsando al
sol que calentaba el fondo del ojo cíclope. También cambié mis
recuerdos, inmiscuyéndome en un intuido Método Silva. Encontré
compañía en los minúsculos movimientos de la quietud: ramas con
hojas verde limón que se colaban a casa por una medianera petiza,
cuya pintura blanca se iba ennegreciendo cada semana más, debido al
incómodo influjo de las lloviznas invernales y de la primavera. Sus
anchos bloques servían para terraza a las torcacitas y a los
benteveos feúchos. El viento había inclinado dos arboladas
media-copas de una vecina para que embellecieran un poquitito más a
la soledad del lloroso patio. Todo aquel fantasioso lugar se nos
queda en la memoria como si fueran bosques creados en la sensible
imaginación de los hermanos Grimm.
En el techo pendiente, las finas aguas
comenzaban mojando las tejas fuerte bordó. Un mililitro tras otro el
agua de lluvia se iba explayando por la convexidad de las cerámicas
obscuras, para rejuntarse entre las galerías de úes que formaban
las tejas sonoras. Y cuando los maleables cúmulos ya estaban lo
suficientemente engordados, se suicidaban salteadamente sobre las
baldosas del patio. Como si los geniales dedos de Mozart tocaran
sobre aquel suelo la obertura de una sinfonía sutil.
Había una rejilla central que Rayo
levantaba y se llevaba entre los colmillos cuando jugaba solo.
II
Cuando faltaba poco para que nos
marchásemos de Gran Canarias papá y mamá habían pegado en los
vidrios del local gratuitas calcomanías que publicitaban a Carlos
Menem para su primera presidencia. Una vez Damián Vargas vino a
buscarme junto a Borja para engordar los equipos de fútbol con
jugadores menos aclamados. Entonces salí para abrirles la puerta y
cuando ya mis tímpanos estuvieron al alcance de sus estrenadas
gargantas, Damián contó hasta tres y, como si no notaran la
evidencia visual estampada en varios rincones de los varios
cristales, me preguntaron con las dos irónicas voces encimadas: ¿Sos
peronista? Pero con prosódica acentuación porteña esa vez. Las
reuniones con los chicos de la escuela nunca se programaban, pero sí
sabíamos que, como el rescatista que acude al improvisto llamado de
la base, nosotros acudiríamos a los partidos si es que se nos
solicitaba.
A diferencia mía, para Damián y Borja
era común jugar todos los días. Era oficial que en la puerta de sus
domicilios se orquestaran elastizados partidos que duraban toda la
tarde. También jugábamos en un baldío, a dos cuadras de la casa de
Borja, a dos cuadras del Quilmes Oeste, cercado por un muro de
ladrillos, todavía peor encajados que los que había puesto papá
para los mostradores. El potrero aquel quedaba justo en una esquina.
Aquella dirección fue una mágica geografía para los críos del
barrio. Dos o tres memorias resumen aquellos años que se devoraban
tarde tras tarde mientras nos gustaba jugar a ser el mago Merlín.
Muy definido quedó en mis nostalgias el perfil del valiente Borja,
sentado en la empalizada naranja y mirando hacia la baja calle Rioja,
mientras empezaba a quemar el éxito de su gambeta con un cigarrillo
rubio; también lo recuerdo mirando aquel muro al ras perpendicular,
diciendo con aprendida picardía desdeñosa que los ladrillos echaban
humo porque fumaban. Damián jugó mejor que ninguno mientras fuimos
escolares. Brincaba sobre tres en una baldosa. Pero su talento empezó
a ser desapercibido cuando los años nos nivelaron las aptitudes,
cual una ansiosa inteligencia cursando el jardín de infantes, que de
mayor se va humildeciendo cuando acude a las reuniones sociales.
Borja en cambio era un jugador más rudo. Pero su talento lo dedicaba
a más ser hombre que al recreativo gol. Era un chico más seguro que
los demás.
Donde jugaban Damián Vargas o Borja
Rodríguez, nada quedaba por hacer en las habilidades del resto
contrincante. Generalmente participaban siempre por separado, como un
acuerdo para equilibrar las ventajas. Damián era un jugador
magnífico y con clase, mientras que Borja menos sorpresivo; la
eficacia estaba en su espíritu peleador. Como lo había anotado
antes, Borja había sido mi compañero de banco en jardín de
infantes y algunos meses de primer grado. Parecía que el destino se
encaprichaba en rodearme de los mejores. Pero para mis infancias yo
no quería sobresalir mucho.
Borja y Damián eran quienes nos iban
eligiendo a los demás, que exhibíamos nuestra expectante presencia
uno al lado del otro hasta que se acababa el número de nuestros
frágiles cuerpos, apoyados en el mismo muro color de teja,
pretendiendo excentricidad mirando para el poniente, o con una
zapatilla sobre el mundo y con la punta de la otra suela tocando
aquellos ladrillos. Parecíamos vivientes modelos masculinos que uno
tras otro esperan al veredicto de Mr. Mundo. O como una multitud de
maniquíes parados tras una vidriera, exponiendo toda una colección
de prendas que impondrán en el público la sensación del coraje
prematuro.
También en ese ángulo quilmeño,
Sebastián me demostró que no era tan buen jugador como yo creía,
pues le corté un avance cuando practicábamos pases unos minutos
antes de que todo el grupo se dividiera en dos bandos competitivos.
[1]
Lloviznas
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