jueves, 22 de febrero de 2018

Capítulo VI: La Magia de Disney












La Magia de Disney












Pero antes de continuar, para inspirar más ternura en quien juzga mis equivocaciones, deseo contar alguna memoria más de mi vigente infancia, para que así mi Corresponsal supiera lo bueno que he sido en un tiempo atrás y quizás de esta manera se compense alguno de mis errores: la ya citada casa de Gran Canarias. Fue la época más pobre de nuestras vidas.
Las manos de mi padre tenían ingenio para las construcciones caseras. También para Navidad armó un robusto pesebre con las maleables maderas de un cajón de Deliciosas. Había montado a puro ladrillo las estanterías y los curtidos mostradores sobre los cuales dividió cirujanamente el costillar para alguno. Papá construyó primero algunas tapias de ladrillo rojo y de hormigón. Con las espátulas justas, ágilmente escondió los discontinuos ladrillos con útil mezcla para cemento. Y luego alisó toda la superficie visible con el mágico enduido tapizador. Con el tiempo el cuchillo dejó negras incisiones sobre las matarifes maderas.
Desde la sala del comedor diario y nocturno, yo corría apenas unas cortinas grises y floreadas para mirar hacia el local y la calle por el translúcido cristal de una puerta de doble hoja. Era difícil abrirla cuando pasaban la llave. Pero en la puerta derecha, en lugar de cerrojo y picaporte, había una manija que giraba y desenclaustraba la puerta del piso y de su dintel. A la hora de la siesta de los mayores, mi hermana y yo pasábamos al local utilizando aquel tramposo método de libertad. Más de una vez se salvaron nuestras manitos, cuando quisimos recuperar los billetes embolsados descuidadamente por el aire, que se perdían entre las hélices de la heladera exhibicionista. Si quisiera retocar otro recuerdo, puedo decir de la vez que oímos el insufrible e inolvidable ¡Ah, Dios!, y luego sentir a mi padre que nos habló medio desmayado, cuando la sierra eléctrica se le hundió hasta el hueso de su pulgar menos diestro.
Para ir esbozando en las mentes de mis deseados corresponsales una parte de la casa, puedo permitirme decir que en el mismo ambiente, por donde mi hermana y yo mirábamos trabajar a mi padre, iba centrada la eterna mesa de roble, tan obscuro como el resto del juego ambiental.
Como el aburrimiento de los niños se aprovecha para crear personajes que se arriesgan a la aventura, o también para imitar personalidades o profesiones que son difíciles de desarrollar durante el resto de nuestras vidas, yo protegía mi frágil psicología jugando a que era piloto de un avión que rotaba sus eficacias dependiendo de mis sensibilidades. Con la tuca de una tiza, bajo las extendidas longitudes de la mesa centrada, dibujé brújulas aéreas y relojes que marcaban la tan soñada altitud. En los cuatro laterales dejé botones y desperfectas palancas meridionales que se subían y se bajaban con la presión de mis cuatro dedos mayores. Era precioso.
Releyendo las páginas de mi historia, luego de la mesa, en la pared del fondo, había un modular enorme que lo sargenteaba todo. Allí se resguardaba el dinero de nuestras caprichosas edades. Una vez papá dejó de atender, y como el cantante que deja el escenario para tomarse un whisky, hizo algo que nunca había hecho antes: dejó el negocio y entró a la casa con un Particulares prendido. Otro hombre le seguía. Abrió la decorativa cerradura del modular y retiró los ahorros que aparentemente se destinaban al alquiler y la luz. El hombre que lo seguía le estaba enfriando la columna con un cañón antiguo pero efectivo. En la cena de esa noche mis padres remataban los comentarios respecto al tema con menos mal,  porque -en vez del dinero grande-, el ladrón se fue de la casa con unos puchitos que comprarían un chango lleno de víveres en el mercado El Gauchito, pero la suma importante se quedó en su lugar, ya que papá había previsto aquella desgracia y escondía el dinero del alquiler en la misma puertita que un diezmo de no sé qué, sólo que abajo de documentos distintos, para que si pasaba lo que ocurrió dejase contento al chorro con la medalla de plata, pero se fuera pensando que había cortado él la cinta de los cien metros.
Papá era inteligentísimo.
Aún más a la izquierda del mueble banquero, un perchero se momificaba todos los días con las camperas de invierno, típico del buen gusto de mamá. En ese rincón, enseguida otra entrada de dos puertas que nos tenía preparada una galería blanca y alargada. Dividieron ese pasillo con una madera que mamá empapeló de nuevo cuando ya podíamos ver la estela de cada año. Allí enfilaron las camas donde dormíamos con mi hermana. El techo era en caída. Y me gustaba escuchar la lluvia que borboteaba sobre el tejado bordó. Los sábados y domingos papá siempre hacía un asado, y los hermanos dormíamos hasta tarde. Mi cabeza estaba apenas al ingresar, y en los fines de semana los pasos de papá me desperezaban. Levantaba los ojos en la penumbra y través de unas cortinas iguales a las de la puerta anterior, que al traslucirse sembraban cinco o seis flores en el negocio, lo espiaba a mi viejo que entraba a la casa para amontonar el dinero de los impuestos puchito sobre puchito, cuando venían las viejas gordas para elegir la parte más exquisita del costillar, y dejar en la casa los pesos para los lujos que nunca pudimos darnos, puesto que en el hogar que mis padres formaron no nos faltaba lo básico pero siempre teníamos cosas que componer o que actualizar. Hasta que papá cobró bien de nuevo, en casa nunca hubo nada moderno. Comprábamos los guardapolvos largos para poder hacerles los dobladillos y que nos sirvan para el año que iba a venir. O si no me compraban las Adidas falladas, que por un milagro feúcho salían de fábrica tan diferentes como los nigerianos que sin perseguirse andan por las calles de Salamanca. Llevaban el error como un virus del Sida escondido en los linfocitos. Pero gracias a ello a mamá le costaban la mitad. Cuando era chico me emocionaba que mamá se decidiera a hacer cambios importantes: comprar una cocina nueva,  pintar un ambiente. Nos entreteníamos cambiando la casa gracias a ideas nuevas. Mamá era una mujer llena de virtudes. Cuando empezaban las clases me usaba los lápices de colores para pintarme carátulas en la primera hoja de los cuadernos. Y para Catalina también. Aún no se llevaba mal con papá. Y un domingo pasamos la tarde juntos en el patio de Gran Canarias. Entonces me copió el gato con botas de un librito hermoso que papá se había comprado para leerme de noche. A la sombra de la medianera, las epilépticas ramas de las acacias danzaban en las 4 estaciones.
Con el tiempo (como lo hubiera justificado Borges) algunas cosas se van perdiendo. Porque yo no sé en dónde se habrán quedado aquel magistral gato con botas, que mamá me había pintado para empezar el cuaderno de tercer grado: todos los gatos lindos tienen que ser rechonchos. Una espada derecha cortaba en dos al perspectivo castillo de algún marqués que seguro no era el de Carabás, cuyas opulencias se reconocían a escala. El felino era un mosquetero precioso. Tampoco sobrevivió el Blancanieves de Catalina, o algún Geppetto que tenía en las gafas una canica de sol.
Dentro de los lujos que pudimos darnos, siempre que venía la tía Aurora íbamos al mercado y comprábamos cosas lindas para la escuela. Un sacapuntas de Pluto o de algún cachorro de dálmata que se había salvado de la Cruenta, y yo –con una emoción destructiva- les apretaba el hocico mocho cuando nos quedábamos solos. En esa misma colección estoy seguro que también Mickey formaba en tropa, porque para reírme de su ridículo, yo le tapaba los ojos doblándole las negras orejas hacia adelante.
En cambio la cama de mi hermana quedaba en mis pies. Luego su cuerpecito frágil, estirándose hasta el empapelado. Aunque si mal no lo recuerdo, todavía quedaba un pequeño espacio entre los pies de su cama y la simulada pared de madera. Allí debí esconderme en algún zafarrancho. Pero las camas iban pegadas y seguidas. De ese cuarto mantengo memorias de algunas niñerías encantadoras: Catalina envolviendo nuestras cacas en un carbónico, porque a la hora de la siesta nos entreteníamos haciendo chanchadas. O si no yo que imitaba las piezas de los Maximilianos, pegando en mis paredes pósteres caseros de los Bugs Bunnys o de los Lucas que habían posado para las páginas en colores de alguna Revista Clarín que salía el domingo que viene. Y otras hermosas ternuras que se pasaban de lo inocente. Una memoria pobre me está contando sobre una ocupación que tuve antes de alguna cena económica: las camas, originalmente, tenían un respaldo que les fue arrancado para que funcione mejor la estética. Con el mismo cuero blando estaban recubiertas a los tres lados. En una tarde de invierno, la curtiembre que tapizaba los costados había sido personalizada por mis tintas analfabetas, dejando a mis hemipléjicos picassos como la evidencia de que un secreto retratista me crecía en el alma. Un hombre flaco, cabezón y electrificado, llevaba en su mano cerrada el proyecto de una ballesta, y junto a él un escaso tanque de guerra. Nadie me castigó por aquello, y habría sido genial arrancar las maderas tapizadas, que sirvieron de alargadísimo lienzo corrugado al perfecto niño que fui.
Transportábamos el invertebrado televisor de catorce pulgadas para mirar cine de noche. Mi hermana se encargaba de seleccionar la programación. Para evitar las peleas (con mucha justicia), mamá se había inventado una benévola tregua para el dominio. Un día cada uno. De los dos también era mi hermana quien manejaba el encendido y el apagado. Pero de todas maneras yo casi nunca aguantaba hasta el final del formal aviso de hasta mañana. Gracias a que Catalina festejó tres aniversarios antes que yo naciera, aprendí a mirar lo que los demás compañeros comentaban al otro día. Pero muchas veces me dolía perderme Meteoro o Mazinger Z. Igual muy de noche no lo trasmitieron nunca.
Aunque me superaba en aprendizajes, ni mi hermana ni yo entenderíamos de qué iba: La noche de los lápices. Pero ella se divertía más con el adelantado ingenio de Benny Hill. La historia cíclica me atemorizó con El planeta de los simios y la extinción de nuestras civilizaciones modernas. Aquel busto de la estatua coronada e insignificante distanció el sueño lúcido de mi vigilia. Es un poco raro… pero en aquella época me quejé del humor de Tex Avery. Y de más grande no pude completar la colección de sus añoradas animaciones. Aunque 20 años después, ocupé creo dos TDK con gatos que daban la malasuerte pintándose de negro, o que otorgaban la buena, cuando se desteñían.
A la altura de la mitad de la pieza, cuando las dos camas se unían en sus tocados bordes forrados de blanco,  subsistía estática la blanco y negro, acariciándonos con su orgullosa radiación optimista. Era una odisea doméstica entender sus programaciones. La longitud de su antena tenía el largo de las que hoy usan los simplificados teléfonos inalámbricos. Y los domingos, cuando mis padres se levantaban de sus siestas, yo retraía la tele algunos pasos. Ablandaba el borde de mi colchón, y con un pan con mantequilla sintonizaba un programa que se llamaba La Magia de Disney. Donald era mi preferido. Las voces de todos los personajes tenían una entonación que me hizo devoto televidente. Y claro que sí: también me enamoré de alguna princesa, protagonista de los cuentos que me leyeron mis padres. Era emocionante comparar las imaginaciones que fundían, en mis serviciales ingenios, los cuentos que me leyeron antes de dormirme con los reales y animados filmes a color que transmitieron los cines usureros. Hasta la fecha no consigo olvidar el locutor acento de algún personaje que presentaba un documental animado, buscando enseñar a las generaciones sobre los bosques o sobre la literatura clásica de Shakespeare, de Robin Hood o Guillermo Tell. Nunca dejé de preocuparme por un matemático supersticioso que desperdició un precioso romance, cuando su bruto competidor le amedrentó contando La Leyenda del Jinete sin Cabeza. Eran dibujos románticos. Nervudos beisbolistas hicieron llorar de amargura a todo un condado, cuando pifiaron el golpe decisivo en la final del torneo de más renombre. Las dos ardillas encolerizaron a un pato insomne.










viernes, 16 de febrero de 2018

Capítulo V: Ayeres en Blanco y Negro










Mezclándose con Salamanca y mis deseos del Tormes se van reproduciendo (en los clásicos adentros solamente míos) mi niñez, la cama de mis padres y un televisor que buscaba señales con una antenita que se desplegaba en tres cuerpos, tan finitos como las agujas con las que mamá interpretaba a una rencorosa Penélope. He vuelto a ver una película que se estrenó en la filmoteca de mis colecciones más memoriosas durante una función nocturna, más o menos cuando los cinco o seis años se me escapaban de encima.
Al primer intento la tele nunca encontraba una señal que me permitiera mirar los dibujos de la Warner nítidamente, cuando yo pescaba alguna angina y evitaba la escuela primaria por unos días. Inspiradas caricaturas de Tex Ávery fueron mi (como quien dijo) eléctrica compañía, luego que terminase la jornada escolar de 4 horas. Yo caminaba solamente 3 cuadras y ya empezaban las funciones bicoloridas que me hacían olvidar las tragedias educativas o la picardía de mis compañeros más grandes, vividas por la mañana. Mi madre nos esperaba con los almuerzos listos y la casa ordenada sin que por eso estuviera limpia hasta el fondo. Mamá pasaba la aspiradora pero escupía los mates en la pila de la cocina y luego se olvidaba de abrir el grifo; ella descuidaba las minuciosas pelusas o el garabato que colocó una birome arrebatada en las fundas de cuero de mi cama. Intenté mencionar en esta parte algún que otro arrepentimiento, comparando mis pensamientos de ahora con los de aquel entonces. Pero ya los he olvidado. Y no siento lástima. Barrocas sentencias expresadas son los recuerdos de aquella época mía...
Me gustaba la compañía de la tele.
Allá por mis siete años de educación matutina primera, siempre que volví a casa prendí la televisión. Me encantaba mirar dibujitos que se repetían en dos canales al mismo tiempo, o sino un mismo Lucas empezaba en una cadena cuando finalizaba en la otra. Le comprendí la gracia al coyote únicamente cuando fui más grande. Antes que Flavia Palmiero floreciera popularmente, ocupé mis ocios con descartables toons que no compartí con nadie. Tal vez Félix y su incompleta máquina voladora hayan sido lo único digno de contarse como funciones televisivas de aquellos días de primeras superaciones. Sí recuerdo mi primera pasión antes de conocer el incomprendido, anticipado y rebelde humor británico de Benny Hill.
Pero lo mágico era aquel anhelo por llegar lo más rápido que podía a ver la tele. Me despedía de mis compañeros a una cuadra de la calle donde vivíamos, y corría lo justo para llegar al exigido mediodía. Después del arrepentido final de Mazinger y Afrodita, llegaba a casa justo para almorzar. Y miraba Gadget o a Maxuel Smart, ya un poco más por compromiso y recomendaciones que por un deleite de mis inocencias. Para esa misma temporada, en una terrorífica función nocturna, el erosionado busto de una tétrica estatua de la libertad, conmovió mi infancia por primera vez con los temores de que la raza humana sea por fin acabada por su propia naturaleza conquistadora. Cornelius, Zira… Las noches de los lunes, de vez en cuando, se me concedía velar junto a toda mi familia en la alcoba de mis padres. Hasta que se inventó el satélite, la mayoría de las cadenas nos daban el hasta mañana como mucho a la una. Sin embargo los lunes a mí me parecía que la tele estaba prendida hasta muy de madrugada. Recuerdo a papá y mamá recostados, con los pies saliendo fuera de las mantas para estar más cómodos. Eran las pequeñas costumbres del entre casa.
Así en mi infancia fue que aquella odiosa electrónica me vio crecer y evolucionar hasta el año 1988, cuando mi familia sembró en el salón de cenar nuestra primera 20 pulgadas, a todo color y mando a distancia. “1988”. En ese año me estrenó la delicadeza un primer drama: Rain-Man. Y hasta que llegó Cinema Paradiso, los años que siguieron casi siempre viví contando los minutos que precedían a las vacaciones de invierno, pero más a las de verano. Toto... y aquel violín lo repasaría muchas veces en mis encontradas soledades.
No pude evitar comparar mis interpretaciones maduras con aquellos inocentes puntos de vista, que confundían al travestido con un vividor o con un payaso. Y aunque no podré contar mucho -pues el recuerdo se ha lavado casi por completo- como si La Leyenda de los Cinco Principitos fuera mi historia recorriendo sus lindes en un viaje astral, me veo sentado a la orilla del colchón fraterno, resistiéndome a crecer con las escenas de Víctor Victoria, negando las realidades que la película quiso hacer que viera, cambiando mentalmente los conceptos de los grandes por algún que otro ingenuo parecer.












domingo, 11 de febrero de 2018

Capitulo III: Mazinger








Cuando abría los ojos, a veces estaba mamá susurrando mi nombre, rubia y pintada, con su permanente buscando imitar la tendencia de lo Marilyn. A veces los cálidos ecos se me infiltraban en el último sueñecito del amanecer. Como cuando abrimos los ojos y nos damos cuenta de que la bocina de un barco que zarpa al mar no fue otra cosa que la interminable chicharra del despertador; o como cuando nos estamos asfixiando en la sección para fumadores de un bar moderno: entonces una emisora aburrida toca un tema de moda para las mesas relacionistas… Y despertamos para entender que la canción era una transmutación de la radio, ordenándonos levantarnos para ir y  sellar tarjeta en la robótica fábrica. Mamá nos traía los desayunos en una mesita de cama, sobre la que comí siempre que estuve enfermo. Mamá disfrutaba curarnos, ser la enfermera de casa. Entonces me engripaba ilógicamente durante los tres meses que demoraba el invierno.
En verano era distinto.
Como si me preparase para cuidar a las cabras, me despertaba antes que los primeros rayos. Silenciosamente, por las puertas de atrás, salía al patio donde mi mantonegro no estaba y disfrutaba de los nítidos cielos escampados debidos a la naturaleza de la estación vernal. Las alboradas se manifestaban en el mientras tanto de una admirada desaparición de constelaciones, que una tras otra se iban yendo progresiva y ordenadamente. Las tres Marías, La cruz del sur… y sólo quedaba una gigante que acompañaba al peinado amanecer durante 15 minutos. Así era hasta que empezaba el otoño. En una consecución de alboradas me fui amistando con el sorprendente lucero del amanecer. Me sentaba junto a las macetas de los fervientes jazmines para controlar cuántos pimpollos habían surgido ese día. Los jazmines son como la nieve que blanquea los pueblos del monte mientras el ojo humano no ve: entonces se despiertan los campesinos con todo el valle nevado. Mis jazmines siempre nacieron mientras dormíamos. Las plantas de casa también hechizaron abejas y a pajaritos: en una tarde de primavera avisé corriendo a papá que un ave nunca antes reconocida revoloteaba en la puerta de la piecita de la tía. Un repasador grasiento consiguió que papá le hiciera nuestro prisionero. Resultó ser una hembra de canario blanco. La bautizamos con Catalina y nos sirvió para un abultado criadero de su cruza. Las jaulas se colgaban a lo largo del pasillo que se estiraba tras nuestro dormitorio. Era precioso ver a la hembra encinta cuando amenazaba que iba a parir. Catalina junto conmigo le colgaba tiras de arpillera por los distintos rincones de su presidio: una jaula con un entretejido techo rojo de casa alpina. Y entonces la canaria estiraba el cuello para llevarse las arpilleras colgantes. Mucho más cómoda trasladaba los materiales de construcción, cuando se los pusimos al lado del palito donde dormía o picoteaba gajitos de manzana colorada. De noche, los canarios se abultan más al meter la cabecita para adentro. Y su canto era extraordinario. Pronto el nidito estaba acabado y se llenaba con unos pigmentados huevitos, que la voladora empollaba durante todo el día y la tarde. Y cuando los polluelos conseguían su instintiva libertad, rompiendo las frágiles cáscaras de adentro para afuera, para entonces entrar al peligroso exterior, nos encantaba verles estirarse en busca de sus almuerzos, exhibiendo el cuellito que había bajo las desnutridas plumas. Sin conformarnos, Catalina y yo les cogíamos casi todas las tardes para pasarnos un ratito con ellos. Queríamos domesticarlos, para que el sonido de nuestros pasos les hiciera volar fuera de la madriguera. Una noche la descuidada puerta de la jaula había quedado entreabierta, y papá aplastó sin querer al que se dejaba amaestrar con mayor indulgencia, cuando al terminar la medianoche cruzó aquella milla de la muerte para controlar que el último cuarto de la casa estuviera cerrado.
Muchos polluelos fueron asesinados por los gatos vecinos y el polaquito que papá rescató de la esquina usurpada.
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Volviendo a los didácticos días de invierno, pues enfermar me gustaba bastante. Ya estaban por dar la conclusión de Mazinger Z, el dibujito que precedió a las esculturales imágenes de Robotech. Y aunque Lisa y Rick Hunter fueron los personajes animados que más marcaron los sentimientos de mi generación, yo me negaba a verlos, pues lo entendía como una copia de mi Mazinger, aunque con más parafernalia.
Como a Mazinger solamente lo pasaban por la mañana, yo ni siquiera me levantaba. Me quedaba acurrucando la fiebre, envuelto en las cuatro mantas y los abrigos de piel con los que mamá me sobreprotegía del frío.
El primer capítulo no pude verlo. Pero me bastó con la imaginada presentación, completada con las escenas de alguna publicidad, para que Mazinger ocupara el puesto más alto entre mis favoritos durante los dos o tres años siguientes. Y aunque fingí todo lo que pude, no conseguí faltar a clases ese día… y también me perdí el desenlace. Los ThunderCats eran maravillosos, pero vinieron mucho después, cuando yo ya sabía andar en bicicleta. Leon-O los llamaba a lo Batman cuando el ojo de Thundera se iba derecho al cielo; Pantro con su centellante nun-cha-ku, le hacía la vida imposible a Mumm-Ra o lo arañaba a Reptilio, sin embargo tras su brutalidad de puma tenía en el alma a un doble, cuando de regreso al Cubil Felino se entendía todos los códigos que chorreaban a lo Matrix entre un pantallazo y otro; el mágico Tigro, que con su látigo triplemente ardoroso lo asustaba a Chakalo; la hermosa Cheetara, quien vale su peso en oro, cuando una vez les salvó a todos y la serie no terminó; el rechoncho Snarf pocas veces se separó de Leon-O, y vigilaba que no se le perdiera la espada. No sé qué poder tenían los gemelos Felino y Felina, creo vagamente que Tigro les regalaba unas canicas al mejor estilo del Laberinto de David Bowie, pero que estas esferas estallaban a los pies de Buitro y Mandrilo. Aunque los malos me repugnaban, Mandrilo zapateaba un aspaventoso malambo que me alegraba, cuando el fuego líquido le salpicaba las piernas. Cheetara fue mi primer platónico. Creo que antes había tenido un romantiquísimo sueño con la Lisa de Robotech.
Y por esas tardes, yo tomaba una cadena que antes había servido para pasear a mi Rayo, un palo de escoba, y jugaba alrededor de una Pelopincho hasta que se ponía el sol tras el ojo del muro cíclope, en el patio de Gran Canarias.


miércoles, 7 de febrero de 2018

Padre (Como en la biografía de Christopher Brown)

 

 

 

 

 

 




Papá tenía dos apellidos y un nombre solo: Salvador Hernández Nogueira. Aunque más original, su segundo apellido desapareció de nuestra arbología en la rama en que yo nací, y las huellas de mi abuelita no dejaron más prueba de su existencia. Papá era un buen hombre. Idealista pero dogmático, educado y también decente. Y, si se daba el momento, también dispuesto a sacrificarse. Aunque ya había sido reconocido con un cargo gremialista, siempre disimulaba su timidez haciéndola pasar por una diplomacia innata. Lo perdía el amor por mamá. Para reincorporarse a su Telefónica, una vez que aquella interesada democracia -en la que todos los gauchos vivimos-, pudo reorganizar los apócrifos artículos del dañado poder judicial de mi Argentina, pues como si se hubiera tratado de un cabo desentrenado para su desempeño, Salvador abandonaba el humilde puesto como celante de la familia. Volvía a Gran Canarias para cenar, luego de viajar cincuenta y cinco minutos en el colectivo aliviado. Noté el cambio cuando de golpe y porrazo abandonó felizmente sus viajes al Mercado Central, donde acostumbraba viajar los miércoles por la mañana para buscar las verduras y carnes. Se iba en un colectivo naranja que ya había dejado su faena original como transporte de pasajeros, entonces se cargaba con los cajones y las reumáticas bolsas de papas y de batatas que pesaban 50 kilos redondos. Todavía siento esa admiración que experimenté a la tercera o cuarta vez que los vi descargando de sus dolidos lomos una arpillera grisácea y magullada. Cuando regresaban del mercado eran las 8 y media de la noche. Los otros viajantes se solidarizaban con papá para sincronizar favores.
Y en un buen día colonizó la meta de sus esfuerzos. En 1987 lo readmitieron como efectivo, para ordenar las tecnológicas oficinas de Telefónica. Más que por justa selección, por las admiraciones de todo el que hablaba con él. Poco tiempo después ya se había desligado por completo de la piedra afiladora y las domingueras vísceras de las gallinas. Sus manos no volvieron a ensangrentarse con inocentes. Fue entonces mi madre quien cogió las renunciadas riendas del almacén. Y como ya el dinero no era un problema ni una carencia, cerramos la empresa de la carnicería. Entonces mamá hacía un trabajo menos fino –ya que la sierra era una función peligrosa que no se podía limitar a guantes de látex lavavajillas-, y se empleaba envolviendo frutillas y plátanos de a medio kilo, o vendiendo enteros los sacrificados pollos y algún que otro lácteo formalmente envasado.
Todo aquella maniobra de comercial, Salvador la estaba haciendo por el resto de nosotros. Solamente detecté dos cosas incorrectas en él, según mis valores de criollo. Una era que todo el tiempo andaba jactándose de su intelectualidad. Salvador se había enamorado de los debates, pues le daban la falsa energía del complaciente tenés razón. Con tanta verbosidad acababa por convencer a su interlocutor, mejor dicho, acababa por desanimarlo. Cuando se trataba de una diferencia de pensamientos, con él todos elegían ceder el lugar. Si le tocaba, papá empezaba la charla con un refrán famosísimo y como un orador dando misa, lo ceñía con interpretaciones de poca verdad, trasladando el tema adonde él quería, dependiendo de su interés parcial y momentáneo. Imaginemos pues, que David se enfrentara a Goliat sin espada ni honda. Con sólo una pisada del enorme, el ilustre David se desatomizaría. Papá era parecido con la palabra. En un instante se le creaba en la psiquis el virus del no te escucho, y ametrallaba con frases cognitivas a quien se le opusiera. Por allí a los veinticuatro, mis sentimientos también serían pisoteados por aquel sistema de ataque, que tenía un ambivalente desemboque, dependiendo de los abstractos objetivos que Salvador pretendiera conquistar. Sé que ese comportamiento lo luciría durante su vejez. Salvador tuvo dos vejeces, tal cual yo tendría dos adolescencias. Luego cambiaría en apariencia ante los terceros que jamás iban a conocerlo del todo. Pero con nosotros permaneció siendo así.
Y así Salvador, mi padre, acabó por desencadenar discusiones en sobremesas muy pacíficas. Pero eso sí: lo hizo siempre que alguien no le gustaba, a él o a mi madre; nunca le discutió a un médico o a un profesor o a un político. Se sentaba a comer e introducía comentarios que humillaban los principios de sus detestados. Y así comenzaba con mucha ventaja (la ira de su designado contrincante) a jugar un ajedrez de valores. Muchos se sintieron culpables por haberse ofendido. Quien hace una guerra con culpa casi siempre termina por perder sus batallas. Pero ésa era la intención de mi padre, para pelearse y no volver a tener que compartir una mesa con la persona enemiga.
Las personas siempre sintieron una gran piedad por mi padre, un inexplicable sentimiento de compasión. Sería la bondad, esencia de cada una de sus células, que le concedía el don de ser admirado. Si hubiera desarrollado esa virtud, cada capítulo de  Los Cinco Principitos, trataría de grandes regalos y álbumes de figuritas. Pues yo no habría tenido motivos para esta historia. Tampoco mi leyenda hubiera existido. Y lo más probable es que la contabilidad hubiese sido destino mío.



sábado, 3 de febrero de 2018

Llegábamos a Gran Canarias








Nunca me enteré bien del por qué. Quizás fue el golpe militar persiguiendo a los frágiles idealistas, quizás el miedo de que papá se les sume a los treinta mil desaparecidos, quizá por la economía doméstica que ya no rendía lo suficiente para pagar los útiles escolares y los alquileres injustos. Pero en el año 1981 nos mudamos de la incomprensible ciudad de Avellaneda a un barrio civilizado pero muchísimo más suburbano: El partido de Quilmes, barrio que me vio niño. Allí vi a mi padre descuartizando una involuntaria res que servía de sustento para nuestros víveres y economía. Resultado de un amable trueque desesperado, la camioneta blanca ahora se había convertido en unos enormes frigoríficos de madera marroquí, que invariablemente mantenían salubres a las reses mártires y a los pollos quimerizados. Vísceras de cualquiera se cuidaban del vencimiento en bolsas medianas. Los dedos mayores de mi padre se ensangrentaban benévolamente cuando alguien las pretendía. Entonces los feriados ya no pudimos ir más por el puente angosto. Pero más allá de la congoja sufrida en masa y las registradoras insatisfactorias, me tienta para que lo describa uno de los pocos recuerdos que me quedaron de mi primera casa preescolar y primaria.

Mis hogares siempre tuvieron entradas excéntricas. Pero en cuanto a las desproporciones con las vecinas y la de mis probables amigos, la casa de la calle Gran Canarias instaló imborrables diferencias en los invisibles perímetros de mi subconsciencia antojadiza. Mi esmerada memoria ha yerrado de nuevo. Nunca sabré si la fachada tenía 15 ó 20 excesivos metros de longitud. O quizá haya sido la infancia, que con el irse de los veranos agiganta lo minucioso para convertirlo en excentricidad fantasiosa. Y las verdaderas dimensiones hubieran sido mucho más humildes. El trayecto se armaba con descolocadas baldosas rosas, que tambaleaban cuando uno pisaba cerquita del recto cordón. Entre las hileras de la vereda siempre había alguna que otra fisura desigual, pretendiendo reunir las piedrecitas despilfarradas en una grieta abandonada. En mis infatigables aburrimientos prepúberes, caminé la trayectoria contando mis pasos para recordar cuánta distancia ocupaba la casa. Luego, al vagabundear por el barrio como un transeúnte más, iba contando los largos de otras viviendas contiguas, o de algún almacén donde compré chucherías del brazo de mi madre; luego sopesaba la cantidad de mis pasos con los que había contado en mi alquilado domicilio. Comparaba las latitudes y jugaba a que competía con los status de mis vecinos. Pero a medida que fui ascendiendo de rango escolar, cuando las vacaciones del veraneo separaron los aprendizajes de mi vida, la cantidad de pisadas fue decreciendo. Aprendí a andar en bicicleta por aquellos temblorosos cementos descuadrados, aunque mis principales cátedras me las había dado Salvador en el patio trasero e inmenso, cuando los reyes me obedecieron y arrearon hasta una galería contigua de nuestra pieza 2 bicicletas mortales pero nuevas, naranja y azul marino. Cuando salía a la calle para probar la eficacia de mi rodado entrenamiento, en nuestra acera todo el largo servía de exposición a una cortina de barrotes encadenados horizontalmente que, cuando los miraba de lejos, se veían como una continuidad de moldes reposteros para masas finas, todas iguales.
Cuando papá regresaba de las inhóspitas calles debía abrir, primero, una enana puerta de hierros verdes y enrojecidos por minio. Y al pasar dentro, se debía levantar una pierna para que la punta del pie no chocara en el fierro final, que tocaba el piso cuando se bajaba la persiana del todo. En 1987, año que también pitó su último Particulares, mi padre se había recuperado de la subversión, y lo reincorporaron a su querida Telefónica. Entel, para aquel gobierno. Luego, Carlos Menem abastecería a los barrios porteños con los trigos multicolores de la moneda, atribuido a las mal planeadas privatizaciones.
Y quisiera añadir una brevedad más sobre 1989. El cólera había cursado por medio globo, aprovechando como buque transporte a los hidrógenos de un Paraná sin anticuerpos, para desembocar en el fastidiado Río de la Plata, buscando corromper la bonaerense inmunidad de los argentinos. En un santiamén se ramificó por todas las tuberías y, aunque no se cobró la estadía con demasiados crímenes, logró una multitudinaria psicosis que se instaló en cada hogar como el mío. Con dos gotitas de lavandina purificábamos las aguas que no cursaban todos los aburridos minutos de la bostezada ebullición. La epidemia duró todos los meses que compusieron todo el miedoso año. Después, las aguas se limpiaron superficialmente, sin la intervención del Estado, salvo las advertencias radiales y televisadas. Pero aún hasta hoy, uno debería desconfiarle a la grifería de mi Argentina. Para ese entonces el plan Austral alcanzó una inesperada fecha de caducidad. Las compras se pagaron de nuevo en Pesos, y los saqueadores apaciguaron sus furias con la abundancia. Pero ese plan duraría sólo unos años. De los saqueos, me quedó otra memoria gracias a la hiperinflación:
Luis Sebastián Giraldo. Con los años y la confianza me acostumbré a decirle de tres maneras. Generalmente Luis era Seba, y así era mientras estábamos amigados o cuando hacíamos juntos una tarea o en el recreo. Luis era Sebastián cuando necesitaba tratarlo con formalidad, cuando teníamos que amigarnos luego de discutir. Luego, conforme el tiempo hizo que nos adaptáramos a los deportes, Luis era Luis: en los partidos del terraplén, en los picados de papifúbol, o en la pileta cuando se organizaban los blanco y negro. Luis-Sebastián-Seba, era mi mejor amigo y la tarde de la que estoy contando había venido a verme después de clases. Solía hacerlo a las dos, y no como todos los demás que se permitían visitarme después de las inalcanzables dieciséis. Cuando Seba llegaba, yo me sentía maravilloso. Se inventaba graciosísimos disparates con un trozo de la madera de un mueble inservible. Aquella tarde de la que cuento, en incómodo ángulo observábamos juntos el pavimento de Gran Canarias,  a través de las rejas antioxidadas. Por la avenida Madrid, una congregación de hambrientos subía decididamente a desmontar las góndolas del supermercado El Gauchito. Nos los representantes de la Nación Argentina consiguieron cargarse la economía. Mientras mirábamos a la marcha angulada, algún que otro desparramado pasó por nuestra flexible puerta y expectoró unas palabras que nos amedrentaron. Cada partícula del grupo albergaba un núcleo temerario. Pero a pesar de que nuestro negocio quedaba dos cuadras antes de consumido mercado, jamás entraron en casa para hacer ningún delito. Creo que era porque papá contrataba chicos de la misma villa miseria donde se organizaban las usurpaciones. Y aunque no lo supimos nunca, fuimos sus protegidos mientras el país atravesó malas rachas en el subdesarrollo.