jueves, 22 de febrero de 2018

Capítulo VI: La Magia de Disney












La Magia de Disney












Pero antes de continuar, para inspirar más ternura en quien juzga mis equivocaciones, deseo contar alguna memoria más de mi vigente infancia, para que así mi Corresponsal supiera lo bueno que he sido en un tiempo atrás y quizás de esta manera se compense alguno de mis errores: la ya citada casa de Gran Canarias. Fue la época más pobre de nuestras vidas.
Las manos de mi padre tenían ingenio para las construcciones caseras. También para Navidad armó un robusto pesebre con las maleables maderas de un cajón de Deliciosas. Había montado a puro ladrillo las estanterías y los curtidos mostradores sobre los cuales dividió cirujanamente el costillar para alguno. Papá construyó primero algunas tapias de ladrillo rojo y de hormigón. Con las espátulas justas, ágilmente escondió los discontinuos ladrillos con útil mezcla para cemento. Y luego alisó toda la superficie visible con el mágico enduido tapizador. Con el tiempo el cuchillo dejó negras incisiones sobre las matarifes maderas.
Desde la sala del comedor diario y nocturno, yo corría apenas unas cortinas grises y floreadas para mirar hacia el local y la calle por el translúcido cristal de una puerta de doble hoja. Era difícil abrirla cuando pasaban la llave. Pero en la puerta derecha, en lugar de cerrojo y picaporte, había una manija que giraba y desenclaustraba la puerta del piso y de su dintel. A la hora de la siesta de los mayores, mi hermana y yo pasábamos al local utilizando aquel tramposo método de libertad. Más de una vez se salvaron nuestras manitos, cuando quisimos recuperar los billetes embolsados descuidadamente por el aire, que se perdían entre las hélices de la heladera exhibicionista. Si quisiera retocar otro recuerdo, puedo decir de la vez que oímos el insufrible e inolvidable ¡Ah, Dios!, y luego sentir a mi padre que nos habló medio desmayado, cuando la sierra eléctrica se le hundió hasta el hueso de su pulgar menos diestro.
Para ir esbozando en las mentes de mis deseados corresponsales una parte de la casa, puedo permitirme decir que en el mismo ambiente, por donde mi hermana y yo mirábamos trabajar a mi padre, iba centrada la eterna mesa de roble, tan obscuro como el resto del juego ambiental.
Como el aburrimiento de los niños se aprovecha para crear personajes que se arriesgan a la aventura, o también para imitar personalidades o profesiones que son difíciles de desarrollar durante el resto de nuestras vidas, yo protegía mi frágil psicología jugando a que era piloto de un avión que rotaba sus eficacias dependiendo de mis sensibilidades. Con la tuca de una tiza, bajo las extendidas longitudes de la mesa centrada, dibujé brújulas aéreas y relojes que marcaban la tan soñada altitud. En los cuatro laterales dejé botones y desperfectas palancas meridionales que se subían y se bajaban con la presión de mis cuatro dedos mayores. Era precioso.
Releyendo las páginas de mi historia, luego de la mesa, en la pared del fondo, había un modular enorme que lo sargenteaba todo. Allí se resguardaba el dinero de nuestras caprichosas edades. Una vez papá dejó de atender, y como el cantante que deja el escenario para tomarse un whisky, hizo algo que nunca había hecho antes: dejó el negocio y entró a la casa con un Particulares prendido. Otro hombre le seguía. Abrió la decorativa cerradura del modular y retiró los ahorros que aparentemente se destinaban al alquiler y la luz. El hombre que lo seguía le estaba enfriando la columna con un cañón antiguo pero efectivo. En la cena de esa noche mis padres remataban los comentarios respecto al tema con menos mal,  porque -en vez del dinero grande-, el ladrón se fue de la casa con unos puchitos que comprarían un chango lleno de víveres en el mercado El Gauchito, pero la suma importante se quedó en su lugar, ya que papá había previsto aquella desgracia y escondía el dinero del alquiler en la misma puertita que un diezmo de no sé qué, sólo que abajo de documentos distintos, para que si pasaba lo que ocurrió dejase contento al chorro con la medalla de plata, pero se fuera pensando que había cortado él la cinta de los cien metros.
Papá era inteligentísimo.
Aún más a la izquierda del mueble banquero, un perchero se momificaba todos los días con las camperas de invierno, típico del buen gusto de mamá. En ese rincón, enseguida otra entrada de dos puertas que nos tenía preparada una galería blanca y alargada. Dividieron ese pasillo con una madera que mamá empapeló de nuevo cuando ya podíamos ver la estela de cada año. Allí enfilaron las camas donde dormíamos con mi hermana. El techo era en caída. Y me gustaba escuchar la lluvia que borboteaba sobre el tejado bordó. Los sábados y domingos papá siempre hacía un asado, y los hermanos dormíamos hasta tarde. Mi cabeza estaba apenas al ingresar, y en los fines de semana los pasos de papá me desperezaban. Levantaba los ojos en la penumbra y través de unas cortinas iguales a las de la puerta anterior, que al traslucirse sembraban cinco o seis flores en el negocio, lo espiaba a mi viejo que entraba a la casa para amontonar el dinero de los impuestos puchito sobre puchito, cuando venían las viejas gordas para elegir la parte más exquisita del costillar, y dejar en la casa los pesos para los lujos que nunca pudimos darnos, puesto que en el hogar que mis padres formaron no nos faltaba lo básico pero siempre teníamos cosas que componer o que actualizar. Hasta que papá cobró bien de nuevo, en casa nunca hubo nada moderno. Comprábamos los guardapolvos largos para poder hacerles los dobladillos y que nos sirvan para el año que iba a venir. O si no me compraban las Adidas falladas, que por un milagro feúcho salían de fábrica tan diferentes como los nigerianos que sin perseguirse andan por las calles de Salamanca. Llevaban el error como un virus del Sida escondido en los linfocitos. Pero gracias a ello a mamá le costaban la mitad. Cuando era chico me emocionaba que mamá se decidiera a hacer cambios importantes: comprar una cocina nueva,  pintar un ambiente. Nos entreteníamos cambiando la casa gracias a ideas nuevas. Mamá era una mujer llena de virtudes. Cuando empezaban las clases me usaba los lápices de colores para pintarme carátulas en la primera hoja de los cuadernos. Y para Catalina también. Aún no se llevaba mal con papá. Y un domingo pasamos la tarde juntos en el patio de Gran Canarias. Entonces me copió el gato con botas de un librito hermoso que papá se había comprado para leerme de noche. A la sombra de la medianera, las epilépticas ramas de las acacias danzaban en las 4 estaciones.
Con el tiempo (como lo hubiera justificado Borges) algunas cosas se van perdiendo. Porque yo no sé en dónde se habrán quedado aquel magistral gato con botas, que mamá me había pintado para empezar el cuaderno de tercer grado: todos los gatos lindos tienen que ser rechonchos. Una espada derecha cortaba en dos al perspectivo castillo de algún marqués que seguro no era el de Carabás, cuyas opulencias se reconocían a escala. El felino era un mosquetero precioso. Tampoco sobrevivió el Blancanieves de Catalina, o algún Geppetto que tenía en las gafas una canica de sol.
Dentro de los lujos que pudimos darnos, siempre que venía la tía Aurora íbamos al mercado y comprábamos cosas lindas para la escuela. Un sacapuntas de Pluto o de algún cachorro de dálmata que se había salvado de la Cruenta, y yo –con una emoción destructiva- les apretaba el hocico mocho cuando nos quedábamos solos. En esa misma colección estoy seguro que también Mickey formaba en tropa, porque para reírme de su ridículo, yo le tapaba los ojos doblándole las negras orejas hacia adelante.
En cambio la cama de mi hermana quedaba en mis pies. Luego su cuerpecito frágil, estirándose hasta el empapelado. Aunque si mal no lo recuerdo, todavía quedaba un pequeño espacio entre los pies de su cama y la simulada pared de madera. Allí debí esconderme en algún zafarrancho. Pero las camas iban pegadas y seguidas. De ese cuarto mantengo memorias de algunas niñerías encantadoras: Catalina envolviendo nuestras cacas en un carbónico, porque a la hora de la siesta nos entreteníamos haciendo chanchadas. O si no yo que imitaba las piezas de los Maximilianos, pegando en mis paredes pósteres caseros de los Bugs Bunnys o de los Lucas que habían posado para las páginas en colores de alguna Revista Clarín que salía el domingo que viene. Y otras hermosas ternuras que se pasaban de lo inocente. Una memoria pobre me está contando sobre una ocupación que tuve antes de alguna cena económica: las camas, originalmente, tenían un respaldo que les fue arrancado para que funcione mejor la estética. Con el mismo cuero blando estaban recubiertas a los tres lados. En una tarde de invierno, la curtiembre que tapizaba los costados había sido personalizada por mis tintas analfabetas, dejando a mis hemipléjicos picassos como la evidencia de que un secreto retratista me crecía en el alma. Un hombre flaco, cabezón y electrificado, llevaba en su mano cerrada el proyecto de una ballesta, y junto a él un escaso tanque de guerra. Nadie me castigó por aquello, y habría sido genial arrancar las maderas tapizadas, que sirvieron de alargadísimo lienzo corrugado al perfecto niño que fui.
Transportábamos el invertebrado televisor de catorce pulgadas para mirar cine de noche. Mi hermana se encargaba de seleccionar la programación. Para evitar las peleas (con mucha justicia), mamá se había inventado una benévola tregua para el dominio. Un día cada uno. De los dos también era mi hermana quien manejaba el encendido y el apagado. Pero de todas maneras yo casi nunca aguantaba hasta el final del formal aviso de hasta mañana. Gracias a que Catalina festejó tres aniversarios antes que yo naciera, aprendí a mirar lo que los demás compañeros comentaban al otro día. Pero muchas veces me dolía perderme Meteoro o Mazinger Z. Igual muy de noche no lo trasmitieron nunca.
Aunque me superaba en aprendizajes, ni mi hermana ni yo entenderíamos de qué iba: La noche de los lápices. Pero ella se divertía más con el adelantado ingenio de Benny Hill. La historia cíclica me atemorizó con El planeta de los simios y la extinción de nuestras civilizaciones modernas. Aquel busto de la estatua coronada e insignificante distanció el sueño lúcido de mi vigilia. Es un poco raro… pero en aquella época me quejé del humor de Tex Avery. Y de más grande no pude completar la colección de sus añoradas animaciones. Aunque 20 años después, ocupé creo dos TDK con gatos que daban la malasuerte pintándose de negro, o que otorgaban la buena, cuando se desteñían.
A la altura de la mitad de la pieza, cuando las dos camas se unían en sus tocados bordes forrados de blanco,  subsistía estática la blanco y negro, acariciándonos con su orgullosa radiación optimista. Era una odisea doméstica entender sus programaciones. La longitud de su antena tenía el largo de las que hoy usan los simplificados teléfonos inalámbricos. Y los domingos, cuando mis padres se levantaban de sus siestas, yo retraía la tele algunos pasos. Ablandaba el borde de mi colchón, y con un pan con mantequilla sintonizaba un programa que se llamaba La Magia de Disney. Donald era mi preferido. Las voces de todos los personajes tenían una entonación que me hizo devoto televidente. Y claro que sí: también me enamoré de alguna princesa, protagonista de los cuentos que me leyeron mis padres. Era emocionante comparar las imaginaciones que fundían, en mis serviciales ingenios, los cuentos que me leyeron antes de dormirme con los reales y animados filmes a color que transmitieron los cines usureros. Hasta la fecha no consigo olvidar el locutor acento de algún personaje que presentaba un documental animado, buscando enseñar a las generaciones sobre los bosques o sobre la literatura clásica de Shakespeare, de Robin Hood o Guillermo Tell. Nunca dejé de preocuparme por un matemático supersticioso que desperdició un precioso romance, cuando su bruto competidor le amedrentó contando La Leyenda del Jinete sin Cabeza. Eran dibujos románticos. Nervudos beisbolistas hicieron llorar de amargura a todo un condado, cuando pifiaron el golpe decisivo en la final del torneo de más renombre. Las dos ardillas encolerizaron a un pato insomne.










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