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sábado, 3 de febrero de 2018
Llegábamos a Gran Canarias
Nunca me enteré bien del por qué. Quizás fue el golpe militar persiguiendo a los frágiles idealistas, quizás el miedo de que papá se les sume a los treinta mil desaparecidos, quizá por la economía doméstica que ya no rendía lo suficiente para pagar los útiles escolares y los alquileres injustos. Pero en el año 1981 nos mudamos de la incomprensible ciudad de Avellaneda a un barrio civilizado pero muchísimo más suburbano: El partido de Quilmes, barrio que me vio niño. Allí vi a mi padre descuartizando una involuntaria res que servía de sustento para nuestros víveres y economía. Resultado de un amable trueque desesperado, la camioneta blanca ahora se había convertido en unos enormes frigoríficos de madera marroquí, que invariablemente mantenían salubres a las reses mártires y a los pollos quimerizados. Vísceras de cualquiera se cuidaban del vencimiento en bolsas medianas. Los dedos mayores de mi padre se ensangrentaban benévolamente cuando alguien las pretendía. Entonces los feriados ya no pudimos ir más por el puente angosto. Pero más allá de la congoja sufrida en masa y las registradoras insatisfactorias, me tienta para que lo describa uno de los pocos recuerdos que me quedaron de mi primera casa preescolar y primaria.
Mis hogares siempre tuvieron entradas excéntricas. Pero en cuanto a las desproporciones con las vecinas y la de mis probables amigos, la casa de la calle Gran Canarias instaló imborrables diferencias en los invisibles perímetros de mi subconsciencia antojadiza. Mi esmerada memoria ha yerrado de nuevo. Nunca sabré si la fachada tenía 15 ó 20 excesivos metros de longitud. O quizá haya sido la infancia, que con el irse de los veranos agiganta lo minucioso para convertirlo en excentricidad fantasiosa. Y las verdaderas dimensiones hubieran sido mucho más humildes. El trayecto se armaba con descolocadas baldosas rosas, que tambaleaban cuando uno pisaba cerquita del recto cordón. Entre las hileras de la vereda siempre había alguna que otra fisura desigual, pretendiendo reunir las piedrecitas despilfarradas en una grieta abandonada. En mis infatigables aburrimientos prepúberes, caminé la trayectoria contando mis pasos para recordar cuánta distancia ocupaba la casa. Luego, al vagabundear por el barrio como un transeúnte más, iba contando los largos de otras viviendas contiguas, o de algún almacén donde compré chucherías del brazo de mi madre; luego sopesaba la cantidad de mis pasos con los que había contado en mi alquilado domicilio. Comparaba las latitudes y jugaba a que competía con los status de mis vecinos. Pero a medida que fui ascendiendo de rango escolar, cuando las vacaciones del veraneo separaron los aprendizajes de mi vida, la cantidad de pisadas fue decreciendo. Aprendí a andar en bicicleta por aquellos temblorosos cementos descuadrados, aunque mis principales cátedras me las había dado Salvador en el patio trasero e inmenso, cuando los reyes me obedecieron y arrearon hasta una galería contigua de nuestra pieza 2 bicicletas mortales pero nuevas, naranja y azul marino. Cuando salía a la calle para probar la eficacia de mi rodado entrenamiento, en nuestra acera todo el largo servía de exposición a una cortina de barrotes encadenados horizontalmente que, cuando los miraba de lejos, se veían como una continuidad de moldes reposteros para masas finas, todas iguales.
Cuando papá regresaba de las inhóspitas calles debía abrir, primero, una enana puerta de hierros verdes y enrojecidos por minio. Y al pasar dentro, se debía levantar una pierna para que la punta del pie no chocara en el fierro final, que tocaba el piso cuando se bajaba la persiana del todo. En 1987, año que también pitó su último Particulares, mi padre se había recuperado de la subversión, y lo reincorporaron a su querida Telefónica. Entel, para aquel gobierno. Luego, Carlos Menem abastecería a los barrios porteños con los trigos multicolores de la moneda, atribuido a las mal planeadas privatizaciones.
Y quisiera añadir una brevedad más sobre 1989. El cólera había cursado por medio globo, aprovechando como buque transporte a los hidrógenos de un Paraná sin anticuerpos, para desembocar en el fastidiado Río de la Plata, buscando corromper la bonaerense inmunidad de los argentinos. En un santiamén se ramificó por todas las tuberías y, aunque no se cobró la estadía con demasiados crímenes, logró una multitudinaria psicosis que se instaló en cada hogar como el mío. Con dos gotitas de lavandina purificábamos las aguas que no cursaban todos los aburridos minutos de la bostezada ebullición. La epidemia duró todos los meses que compusieron todo el miedoso año. Después, las aguas se limpiaron superficialmente, sin la intervención del Estado, salvo las advertencias radiales y televisadas. Pero aún hasta hoy, uno debería desconfiarle a la grifería de mi Argentina. Para ese entonces el plan Austral alcanzó una inesperada fecha de caducidad. Las compras se pagaron de nuevo en Pesos, y los saqueadores apaciguaron sus furias con la abundancia. Pero ese plan duraría sólo unos años. De los saqueos, me quedó otra memoria gracias a la hiperinflación:
Luis Sebastián Giraldo. Con los años y la confianza me acostumbré a decirle de tres maneras. Generalmente Luis era Seba, y así era mientras estábamos amigados o cuando hacíamos juntos una tarea o en el recreo. Luis era Sebastián cuando necesitaba tratarlo con formalidad, cuando teníamos que amigarnos luego de discutir. Luego, conforme el tiempo hizo que nos adaptáramos a los deportes, Luis era Luis: en los partidos del terraplén, en los picados de papifúbol, o en la pileta cuando se organizaban los blanco y negro. Luis-Sebastián-Seba, era mi mejor amigo y la tarde de la que estoy contando había venido a verme después de clases. Solía hacerlo a las dos, y no como todos los demás que se permitían visitarme después de las inalcanzables dieciséis. Cuando Seba llegaba, yo me sentía maravilloso. Se inventaba graciosísimos disparates con un trozo de la madera de un mueble inservible. Aquella tarde de la que cuento, en incómodo ángulo observábamos juntos el pavimento de Gran Canarias, a través de las rejas antioxidadas. Por la avenida Madrid, una congregación de hambrientos subía decididamente a desmontar las góndolas del supermercado El Gauchito. Nos los representantes de la Nación Argentina consiguieron cargarse la economía. Mientras mirábamos a la marcha angulada, algún que otro desparramado pasó por nuestra flexible puerta y expectoró unas palabras que nos amedrentaron. Cada partícula del grupo albergaba un núcleo temerario. Pero a pesar de que nuestro negocio quedaba dos cuadras antes de consumido mercado, jamás entraron en casa para hacer ningún delito. Creo que era porque papá contrataba chicos de la misma villa miseria donde se organizaban las usurpaciones. Y aunque no lo supimos nunca, fuimos sus protegidos mientras el país atravesó malas rachas en el subdesarrollo.
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