viernes, 16 de febrero de 2018

Capítulo V: Ayeres en Blanco y Negro










Mezclándose con Salamanca y mis deseos del Tormes se van reproduciendo (en los clásicos adentros solamente míos) mi niñez, la cama de mis padres y un televisor que buscaba señales con una antenita que se desplegaba en tres cuerpos, tan finitos como las agujas con las que mamá interpretaba a una rencorosa Penélope. He vuelto a ver una película que se estrenó en la filmoteca de mis colecciones más memoriosas durante una función nocturna, más o menos cuando los cinco o seis años se me escapaban de encima.
Al primer intento la tele nunca encontraba una señal que me permitiera mirar los dibujos de la Warner nítidamente, cuando yo pescaba alguna angina y evitaba la escuela primaria por unos días. Inspiradas caricaturas de Tex Ávery fueron mi (como quien dijo) eléctrica compañía, luego que terminase la jornada escolar de 4 horas. Yo caminaba solamente 3 cuadras y ya empezaban las funciones bicoloridas que me hacían olvidar las tragedias educativas o la picardía de mis compañeros más grandes, vividas por la mañana. Mi madre nos esperaba con los almuerzos listos y la casa ordenada sin que por eso estuviera limpia hasta el fondo. Mamá pasaba la aspiradora pero escupía los mates en la pila de la cocina y luego se olvidaba de abrir el grifo; ella descuidaba las minuciosas pelusas o el garabato que colocó una birome arrebatada en las fundas de cuero de mi cama. Intenté mencionar en esta parte algún que otro arrepentimiento, comparando mis pensamientos de ahora con los de aquel entonces. Pero ya los he olvidado. Y no siento lástima. Barrocas sentencias expresadas son los recuerdos de aquella época mía...
Me gustaba la compañía de la tele.
Allá por mis siete años de educación matutina primera, siempre que volví a casa prendí la televisión. Me encantaba mirar dibujitos que se repetían en dos canales al mismo tiempo, o sino un mismo Lucas empezaba en una cadena cuando finalizaba en la otra. Le comprendí la gracia al coyote únicamente cuando fui más grande. Antes que Flavia Palmiero floreciera popularmente, ocupé mis ocios con descartables toons que no compartí con nadie. Tal vez Félix y su incompleta máquina voladora hayan sido lo único digno de contarse como funciones televisivas de aquellos días de primeras superaciones. Sí recuerdo mi primera pasión antes de conocer el incomprendido, anticipado y rebelde humor británico de Benny Hill.
Pero lo mágico era aquel anhelo por llegar lo más rápido que podía a ver la tele. Me despedía de mis compañeros a una cuadra de la calle donde vivíamos, y corría lo justo para llegar al exigido mediodía. Después del arrepentido final de Mazinger y Afrodita, llegaba a casa justo para almorzar. Y miraba Gadget o a Maxuel Smart, ya un poco más por compromiso y recomendaciones que por un deleite de mis inocencias. Para esa misma temporada, en una terrorífica función nocturna, el erosionado busto de una tétrica estatua de la libertad, conmovió mi infancia por primera vez con los temores de que la raza humana sea por fin acabada por su propia naturaleza conquistadora. Cornelius, Zira… Las noches de los lunes, de vez en cuando, se me concedía velar junto a toda mi familia en la alcoba de mis padres. Hasta que se inventó el satélite, la mayoría de las cadenas nos daban el hasta mañana como mucho a la una. Sin embargo los lunes a mí me parecía que la tele estaba prendida hasta muy de madrugada. Recuerdo a papá y mamá recostados, con los pies saliendo fuera de las mantas para estar más cómodos. Eran las pequeñas costumbres del entre casa.
Así en mi infancia fue que aquella odiosa electrónica me vio crecer y evolucionar hasta el año 1988, cuando mi familia sembró en el salón de cenar nuestra primera 20 pulgadas, a todo color y mando a distancia. “1988”. En ese año me estrenó la delicadeza un primer drama: Rain-Man. Y hasta que llegó Cinema Paradiso, los años que siguieron casi siempre viví contando los minutos que precedían a las vacaciones de invierno, pero más a las de verano. Toto... y aquel violín lo repasaría muchas veces en mis encontradas soledades.
No pude evitar comparar mis interpretaciones maduras con aquellos inocentes puntos de vista, que confundían al travestido con un vividor o con un payaso. Y aunque no podré contar mucho -pues el recuerdo se ha lavado casi por completo- como si La Leyenda de los Cinco Principitos fuera mi historia recorriendo sus lindes en un viaje astral, me veo sentado a la orilla del colchón fraterno, resistiéndome a crecer con las escenas de Víctor Victoria, negando las realidades que la película quiso hacer que viera, cambiando mentalmente los conceptos de los grandes por algún que otro ingenuo parecer.












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