miércoles, 7 de febrero de 2018

Padre (Como en la biografía de Christopher Brown)

 

 

 

 

 

 




Papá tenía dos apellidos y un nombre solo: Salvador Hernández Nogueira. Aunque más original, su segundo apellido desapareció de nuestra arbología en la rama en que yo nací, y las huellas de mi abuelita no dejaron más prueba de su existencia. Papá era un buen hombre. Idealista pero dogmático, educado y también decente. Y, si se daba el momento, también dispuesto a sacrificarse. Aunque ya había sido reconocido con un cargo gremialista, siempre disimulaba su timidez haciéndola pasar por una diplomacia innata. Lo perdía el amor por mamá. Para reincorporarse a su Telefónica, una vez que aquella interesada democracia -en la que todos los gauchos vivimos-, pudo reorganizar los apócrifos artículos del dañado poder judicial de mi Argentina, pues como si se hubiera tratado de un cabo desentrenado para su desempeño, Salvador abandonaba el humilde puesto como celante de la familia. Volvía a Gran Canarias para cenar, luego de viajar cincuenta y cinco minutos en el colectivo aliviado. Noté el cambio cuando de golpe y porrazo abandonó felizmente sus viajes al Mercado Central, donde acostumbraba viajar los miércoles por la mañana para buscar las verduras y carnes. Se iba en un colectivo naranja que ya había dejado su faena original como transporte de pasajeros, entonces se cargaba con los cajones y las reumáticas bolsas de papas y de batatas que pesaban 50 kilos redondos. Todavía siento esa admiración que experimenté a la tercera o cuarta vez que los vi descargando de sus dolidos lomos una arpillera grisácea y magullada. Cuando regresaban del mercado eran las 8 y media de la noche. Los otros viajantes se solidarizaban con papá para sincronizar favores.
Y en un buen día colonizó la meta de sus esfuerzos. En 1987 lo readmitieron como efectivo, para ordenar las tecnológicas oficinas de Telefónica. Más que por justa selección, por las admiraciones de todo el que hablaba con él. Poco tiempo después ya se había desligado por completo de la piedra afiladora y las domingueras vísceras de las gallinas. Sus manos no volvieron a ensangrentarse con inocentes. Fue entonces mi madre quien cogió las renunciadas riendas del almacén. Y como ya el dinero no era un problema ni una carencia, cerramos la empresa de la carnicería. Entonces mamá hacía un trabajo menos fino –ya que la sierra era una función peligrosa que no se podía limitar a guantes de látex lavavajillas-, y se empleaba envolviendo frutillas y plátanos de a medio kilo, o vendiendo enteros los sacrificados pollos y algún que otro lácteo formalmente envasado.
Todo aquella maniobra de comercial, Salvador la estaba haciendo por el resto de nosotros. Solamente detecté dos cosas incorrectas en él, según mis valores de criollo. Una era que todo el tiempo andaba jactándose de su intelectualidad. Salvador se había enamorado de los debates, pues le daban la falsa energía del complaciente tenés razón. Con tanta verbosidad acababa por convencer a su interlocutor, mejor dicho, acababa por desanimarlo. Cuando se trataba de una diferencia de pensamientos, con él todos elegían ceder el lugar. Si le tocaba, papá empezaba la charla con un refrán famosísimo y como un orador dando misa, lo ceñía con interpretaciones de poca verdad, trasladando el tema adonde él quería, dependiendo de su interés parcial y momentáneo. Imaginemos pues, que David se enfrentara a Goliat sin espada ni honda. Con sólo una pisada del enorme, el ilustre David se desatomizaría. Papá era parecido con la palabra. En un instante se le creaba en la psiquis el virus del no te escucho, y ametrallaba con frases cognitivas a quien se le opusiera. Por allí a los veinticuatro, mis sentimientos también serían pisoteados por aquel sistema de ataque, que tenía un ambivalente desemboque, dependiendo de los abstractos objetivos que Salvador pretendiera conquistar. Sé que ese comportamiento lo luciría durante su vejez. Salvador tuvo dos vejeces, tal cual yo tendría dos adolescencias. Luego cambiaría en apariencia ante los terceros que jamás iban a conocerlo del todo. Pero con nosotros permaneció siendo así.
Y así Salvador, mi padre, acabó por desencadenar discusiones en sobremesas muy pacíficas. Pero eso sí: lo hizo siempre que alguien no le gustaba, a él o a mi madre; nunca le discutió a un médico o a un profesor o a un político. Se sentaba a comer e introducía comentarios que humillaban los principios de sus detestados. Y así comenzaba con mucha ventaja (la ira de su designado contrincante) a jugar un ajedrez de valores. Muchos se sintieron culpables por haberse ofendido. Quien hace una guerra con culpa casi siempre termina por perder sus batallas. Pero ésa era la intención de mi padre, para pelearse y no volver a tener que compartir una mesa con la persona enemiga.
Las personas siempre sintieron una gran piedad por mi padre, un inexplicable sentimiento de compasión. Sería la bondad, esencia de cada una de sus células, que le concedía el don de ser admirado. Si hubiera desarrollado esa virtud, cada capítulo de  Los Cinco Principitos, trataría de grandes regalos y álbumes de figuritas. Pues yo no habría tenido motivos para esta historia. Tampoco mi leyenda hubiera existido. Y lo más probable es que la contabilidad hubiese sido destino mío.



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