domingo, 11 de febrero de 2018

Capitulo III: Mazinger








Cuando abría los ojos, a veces estaba mamá susurrando mi nombre, rubia y pintada, con su permanente buscando imitar la tendencia de lo Marilyn. A veces los cálidos ecos se me infiltraban en el último sueñecito del amanecer. Como cuando abrimos los ojos y nos damos cuenta de que la bocina de un barco que zarpa al mar no fue otra cosa que la interminable chicharra del despertador; o como cuando nos estamos asfixiando en la sección para fumadores de un bar moderno: entonces una emisora aburrida toca un tema de moda para las mesas relacionistas… Y despertamos para entender que la canción era una transmutación de la radio, ordenándonos levantarnos para ir y  sellar tarjeta en la robótica fábrica. Mamá nos traía los desayunos en una mesita de cama, sobre la que comí siempre que estuve enfermo. Mamá disfrutaba curarnos, ser la enfermera de casa. Entonces me engripaba ilógicamente durante los tres meses que demoraba el invierno.
En verano era distinto.
Como si me preparase para cuidar a las cabras, me despertaba antes que los primeros rayos. Silenciosamente, por las puertas de atrás, salía al patio donde mi mantonegro no estaba y disfrutaba de los nítidos cielos escampados debidos a la naturaleza de la estación vernal. Las alboradas se manifestaban en el mientras tanto de una admirada desaparición de constelaciones, que una tras otra se iban yendo progresiva y ordenadamente. Las tres Marías, La cruz del sur… y sólo quedaba una gigante que acompañaba al peinado amanecer durante 15 minutos. Así era hasta que empezaba el otoño. En una consecución de alboradas me fui amistando con el sorprendente lucero del amanecer. Me sentaba junto a las macetas de los fervientes jazmines para controlar cuántos pimpollos habían surgido ese día. Los jazmines son como la nieve que blanquea los pueblos del monte mientras el ojo humano no ve: entonces se despiertan los campesinos con todo el valle nevado. Mis jazmines siempre nacieron mientras dormíamos. Las plantas de casa también hechizaron abejas y a pajaritos: en una tarde de primavera avisé corriendo a papá que un ave nunca antes reconocida revoloteaba en la puerta de la piecita de la tía. Un repasador grasiento consiguió que papá le hiciera nuestro prisionero. Resultó ser una hembra de canario blanco. La bautizamos con Catalina y nos sirvió para un abultado criadero de su cruza. Las jaulas se colgaban a lo largo del pasillo que se estiraba tras nuestro dormitorio. Era precioso ver a la hembra encinta cuando amenazaba que iba a parir. Catalina junto conmigo le colgaba tiras de arpillera por los distintos rincones de su presidio: una jaula con un entretejido techo rojo de casa alpina. Y entonces la canaria estiraba el cuello para llevarse las arpilleras colgantes. Mucho más cómoda trasladaba los materiales de construcción, cuando se los pusimos al lado del palito donde dormía o picoteaba gajitos de manzana colorada. De noche, los canarios se abultan más al meter la cabecita para adentro. Y su canto era extraordinario. Pronto el nidito estaba acabado y se llenaba con unos pigmentados huevitos, que la voladora empollaba durante todo el día y la tarde. Y cuando los polluelos conseguían su instintiva libertad, rompiendo las frágiles cáscaras de adentro para afuera, para entonces entrar al peligroso exterior, nos encantaba verles estirarse en busca de sus almuerzos, exhibiendo el cuellito que había bajo las desnutridas plumas. Sin conformarnos, Catalina y yo les cogíamos casi todas las tardes para pasarnos un ratito con ellos. Queríamos domesticarlos, para que el sonido de nuestros pasos les hiciera volar fuera de la madriguera. Una noche la descuidada puerta de la jaula había quedado entreabierta, y papá aplastó sin querer al que se dejaba amaestrar con mayor indulgencia, cuando al terminar la medianoche cruzó aquella milla de la muerte para controlar que el último cuarto de la casa estuviera cerrado.
Muchos polluelos fueron asesinados por los gatos vecinos y el polaquito que papá rescató de la esquina usurpada.
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Volviendo a los didácticos días de invierno, pues enfermar me gustaba bastante. Ya estaban por dar la conclusión de Mazinger Z, el dibujito que precedió a las esculturales imágenes de Robotech. Y aunque Lisa y Rick Hunter fueron los personajes animados que más marcaron los sentimientos de mi generación, yo me negaba a verlos, pues lo entendía como una copia de mi Mazinger, aunque con más parafernalia.
Como a Mazinger solamente lo pasaban por la mañana, yo ni siquiera me levantaba. Me quedaba acurrucando la fiebre, envuelto en las cuatro mantas y los abrigos de piel con los que mamá me sobreprotegía del frío.
El primer capítulo no pude verlo. Pero me bastó con la imaginada presentación, completada con las escenas de alguna publicidad, para que Mazinger ocupara el puesto más alto entre mis favoritos durante los dos o tres años siguientes. Y aunque fingí todo lo que pude, no conseguí faltar a clases ese día… y también me perdí el desenlace. Los ThunderCats eran maravillosos, pero vinieron mucho después, cuando yo ya sabía andar en bicicleta. Leon-O los llamaba a lo Batman cuando el ojo de Thundera se iba derecho al cielo; Pantro con su centellante nun-cha-ku, le hacía la vida imposible a Mumm-Ra o lo arañaba a Reptilio, sin embargo tras su brutalidad de puma tenía en el alma a un doble, cuando de regreso al Cubil Felino se entendía todos los códigos que chorreaban a lo Matrix entre un pantallazo y otro; el mágico Tigro, que con su látigo triplemente ardoroso lo asustaba a Chakalo; la hermosa Cheetara, quien vale su peso en oro, cuando una vez les salvó a todos y la serie no terminó; el rechoncho Snarf pocas veces se separó de Leon-O, y vigilaba que no se le perdiera la espada. No sé qué poder tenían los gemelos Felino y Felina, creo vagamente que Tigro les regalaba unas canicas al mejor estilo del Laberinto de David Bowie, pero que estas esferas estallaban a los pies de Buitro y Mandrilo. Aunque los malos me repugnaban, Mandrilo zapateaba un aspaventoso malambo que me alegraba, cuando el fuego líquido le salpicaba las piernas. Cheetara fue mi primer platónico. Creo que antes había tenido un romantiquísimo sueño con la Lisa de Robotech.
Y por esas tardes, yo tomaba una cadena que antes había servido para pasear a mi Rayo, un palo de escoba, y jugaba alrededor de una Pelopincho hasta que se ponía el sol tras el ojo del muro cíclope, en el patio de Gran Canarias.


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