sábado, 28 de abril de 2018

Capítulo XII: Toque de queda




















Inertemente, diálogos que con facilidad vaticinan su desenlace, ocupan la apacible acústica de la sala principal donde en esta tarde, que progresivamente se hace noche despejada, arde la inapagable salamandra barnizada con un esmalte incascarillable, cuyo tiraje se enclaustra en la mansita chimenea, clausurada para que podamos disfrutar más nuestro egoísta aislamiento. A veces la reiterativa trama de la telenovela apunta escasos porotos humorísticos en el boletín que califica las absurdas líneas de su condenado guión. Al principio detesté brutalmente la carencia de su originalidad. Pero a medida que iban pasando todos los capítulos del 2008, me he ido acostumbrando a la personalidad enfrascada de todos sus personajes. Y les fui descubriendo encantos, como si yo fuese un oficinista recién integrado a la plantilla de un personal efectivo, y con el paso de las mañanas advirtiera las gracias de los compañeros más despreciados. Aunque la telenovela estorba la recopilación de mi pasado (a pesar del temor alzado sobre los incomprobables cimientos psicoanalíticos), desencadeno con el siguiente Modificador Directo, la narración de algunos recuerdos míos que originaron su erosiva existencia en varias doce de la noche pertenecientes a mi infancia, y que habían sido enterrados palada a palada bajo la polvosa culpa de mis inhibiciones, para que vuelen igual a los jilgueritos que asfixiaban su naturaleza en la canasta de mimbre.

En esa época la cantidad de teléfonos escaseaba en las casas del barrio. Pero no por pobreza, sino por una deficiente administración de la empresa operadora. Para mamá era imposible demandarle noticias a ninguno de nosotros luego de que nos marchásemos de la casa. Catalina y yo cumplíamos con un pactado toque de queda, que saliendo de casa firmábamos con una liviana promesa de puntualidad. Generalmente papá terminaba sus gremialismos a la hora de la merienda, y al pisar Gran Canarias otra vez, cuando los ocasos levantaban su etéreo telón con el fin de despedir al sol o a los soles nublados, Salvador volvía a entrar y se encontraba a mamá despachando a las arrugadas clientas que buscaban equilibrar su canasta alimenticia incluyendo medianas dosis de vegetarianismos. Pero hubo un día en que papá regresó de noche, transgrediendo su toque de queda por una hora. Y aquel monstruoso horario de las vueltas se prolongó por una semana.
Los hermanos también teníamos un toque de queda para ir a la cama. Aunque hasta las doce mirábamos desenfocados cines en la transportable catorce pulgadas. Nos habíamos acoplado tanto a la pequeña transmisión, que doblaba toda señal al estilo de las películas de Gardel, que a mí me dejaban pensando en lo lindo que sería tener una tele a color cuando lo visitaba a Usiel Tardo, en la esquina de enfrente. La casa de Usiel, como también la de algún amigo que iba al mismo grado que yo, tenía escaleras que nos llevaban hasta la terraza de baldosas color manzana. Usiel era un modesto amigo, primer compañero del barrio y amigo de la cuadra. Los primeros cuadernos de Usiel tenían una cursiva tembleque y exageradamente grande. Y aplastaba la esquina de la hoja con los codos antes de pasar a la siguiente carilla rayada. Un chico inquieto pero también auto-disciplinado, que más adelante se graduaría en Tae-Kuondo, en un gimnasio al que lo acompañé dos clases pagadas, donde un profesor ingenioso burlaba mis mocos desintencionados. Pero como otras tantas disciplinas extraescolares, abandoné por aburrimiento o (quizás alguna vez lo admita), por una vergüenza que se cimentaba en una timidez partidaria de analizar pero no tanto de vivir.
De todas formas, a Catalina y a mí nos encantaba la tele. Cuando somos más pequeños, como el color de los camaleones, gustosamente nos familiarizamos con las imperfecciones de nuestro hogar, sin cuestionarlas nunca y tratando de mejorarlas, hasta que en el cúmulo de nuestras superaciones despierta un talento para resolver las pequeñas imprecisiones en todo lo que funciona a medias. Después, en el futuro, tal vez la situación pueda cambiar. Entonces nos parece fantástico el correcto funcionamiento de un mando a distancia, o el mejorado trazo de un estilógrafo Rotring.
Pero ya cuando los cines se terminaban, cuando el ingenio de Benny Hill se postergaba hasta la próxima semana, cuando no había dibujitos que atraparan mis fantasías, apagábamos todo y nos dormíamos con la esperanza de descansar hasta que mamá nos despertara con practicados susurros para ir a la escuela. Sin embargo aquellas noches, que impregnaban nuestras personalidades con una energía maleducada, en las que vencidos por el cansancio infante desenchufábamos la tele para dormir, puedo recordar que mamá no dormía. Mamá esperaba despierta a que papá regresara, con el cortés camisón medieval ya calzado. Pocas noches me despertaba el chirrido de la puerta de doble hoja, cuyas cortinas pintadas con nomeolvides naranjas no tenían ninguna corriente que les abanicara a esas horas. Como lo había apuntado en un párrafo presentador y pretérito, el comedor quedaba pegado a la piecita de mi trastornada infancia. Pero cuando papá arribaba al domicilio, durante meses muy largos la alarmista voz de mamá me secuestraba del sueño, cuando increpaba al disimulado amante con fastidiosos arrebatos de locura, ordenándole que le explicara por qué había vuelto tan tarde, o dónde había estado todas esas horas que proseguían al toque de queda, mientras que ella se deslomaba atendiendo a las marujas del barrio. Siempre que abría los ojos me hallé mirando a la pared. Al principio trabajé conciliar el sueño con útiles técnicas que me dictó el corazón. Yo sabía que iba a dormirme de nuevo, cuando una hora después, y aunque las voces seguían su aumento y el terror se había sembrado en la atmosfera, el cuarto comenzaba a achicarse a la par de mi relajación, las paredes vacías se me encimaban. Pero algún grito nuevo reducía sus dimensiones. Y así era durante una hora larga, larga: la pieza me ceñía y luego se dilataba. Cuando ya logré acostumbrarme al sainete, cuando el sonido de las puertas no era adversario de mi dormir, igual conseguían despertarme los gritos de mamá, que del mínimo compasivo se incrementaban hasta el torturante máximo a medida que las insolentes excusas de padre le nutrían la excéntrica irritación. A veces papá conseguía el inconsciente éxito después de desenroscar un miedoso discurso por media hora. Pero para poner el punto y otra de aquella etapa, para preservar del griterío a las dos timoratas infancias, mamá se decidió por el desdén mudo y engullía inmanejables reproches para el insomnio. Y así crucificó su amor hasta muchos años después.
Bajo el horizonte del patio estaba la piecita de la tía y sobre ella las tejas rojas que al terminar una se superponía la otra. Pero muy a la derecha, el patio cuadrado también estaba comunicado con la galería que continuaba a mi cuarto. Más de una vez me levanté desesperado, atravesé la gelidez sin reparar en las estrellas consoladoras, buscando meterme en el lavadero abierto para alcanzar el picaporte de la cocina. Para evitar defensoras mordidas, Rayo ya estaba sacado afuera. Y cuando ya estaba a unos pasos, me lo encontraba ladrando y parado sobre sus patas traseras, exigiendo de nuevo la justa entrada a la casa, descargando todo su peso temido en los arañazos contra la puerta de hierro, como cuando era un cachorrito y dejaba los tres navajazos de sus juguetones raspones sobre la piel cenicienta del sofá. Como si se tratara de una olímpica jabalina, al abrir me encontraba a mamá de espaldas con un sifón en la mano a punto de ser lanzado contra la intelectual expresión de papá.
Sin pedirle permiso, traicioneramente yo estiraba los brazos y me abrazaba a la soda para impedir su explosión. Aunque la  presencia de papá moderaba su educación, Rayo entraba a los saltos y sin reprimir los ladridos, que parecían decir cuidado que aquí estoy yo. Pero mamá no se percataba de mi presencia ni tampoco del peligroso ovejero. Continuaba con la tétrica escena de su desahogo nervioso. Sus gritos eran repulsivos, y más repulsivos aún por el abnegado bienestar que le concedían. Así fue que aquellos sobresaltos me habituaron tempranamente a mirar a mamá con una interesada compasión. 
Era el infierno.
Entonces comencé a quedarme despierto, con el fin de escuchar el salvador chirrido de la puerta exterior, para saber si podía dormirme ya o debería esperar a que las justificaciones de Salvador calmasen a esa mamá descentrada.






lunes, 23 de abril de 2018

Capitulo XI: Rayo




Cuando por fin me hice un número 3 habitual y medianamente aceptable, cuando por fin y para alegría de mis ilusiones se me invitaba a pelotear todas las tardes, cuando estar en la consideración de los organizadores de aquellos partidos era lo mejor, mamá dos o tres veces me había ido a buscar para avergonzarme delante de todos. Camino a casa ella despotricaba contra mi actitud y la de los chicos. Algunas veces también contra el estado civil de sus padres. Mamá era una persona que llevaba aires de superioridad sobre el resto. El metabolismo de su sentir había adquirido el mal gusto de criticar a los otros, cuando la obstinada rectitud  de Salvador le esposó consecuentemente los ideales a los azulejos y a la vida útil de las vajillas hereditarias. Lo raro es que papá la quería muchísimo, pero siempre pensó que su lugar estaba en los ineludibles quehaceres domésticos, y también en que se quedara esperando el arribo de su amado entretejiendo una casa pulcra y estética. Mamá conoció a papá trabajando en la patronal Entel.

Fue también en la expatriada empresa, cuando mamá cursaba el grácil aprendizaje de los 27 febreros y ningún hombre hubiera podido ignorar sus labios, rojos, apretados, como un capullo de rosa roja, que forjó una duradera amistad con otra telefonista llamada Querina Aurora Zendra, una mujer muy rellena con el destino de los criticados idealistas, que cada seis meses regresaba a convivir con nosotros, ya que emigraba de vivienda en vivienda por la falta de garantías inmuebles. Catalina y yo la llamábamos la tía, otorgándole el título de ser una familiar más.
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Aún faltaban unos años para que la razón utilizara a las matemáticas lógicas de mis sosos aprendizajes como una analítica manera para organizar a mis fantasías.
Casi a diario ambos hermanos rogábamos a nuestro padre que nos comprase la tan soñada compañía de una mascota. Catalina y yo enriquecíamos la inocencia proponiéndonos popurrís con las estrofas de Coca-Cola; payaseábamos las maneras de mami o papi y dejaba que me corte los pelos en la piecita de la tía, cuando Catalina se personificaba con el papel del tijeretero, después de que la veía a mamá con los rulos brillantes y nuevos cuando volvía de una joven peluquera barata que vivía a dos casas en la vereda. Nos separaba la orangutana, una vieja petiza que tenía la mirada poblada de rencores familiares, quien era víctima de mis ringrrajes, cuando papá abría el negocio a la tarde y yo me aburría mirando tele. Cortó de cuajo mi travesura cuando se quedó espiando tras la ventana hasta que toqué de nuevo.
En cuanto a las sesiones de peluquería: aquellas bodas de Fígaro significaban para mí un rito jocoso. Catalina merodeaba en derredor mío deteniéndose cada dos pasos, y me hacía chistes al oído para que los tijeretazos tuvieran el ritmo de un jugando al huevo podrido. Pero el honesto reflejo de un espejito de mano cocinaba mis lágrimas al estupor, cuando veía los pozos entre los lacios de mi rubito.
Así que un fin de semana, más precisamente un domingo, visitamos un parque, alejado cuatro estaciones de tren, pero aún de la zona sur, donde los puestos se extendían a lo largo de las veredas rurales. El partido era Villa Domínico.
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La primera vez que lo vimos, Rayo no pesaba más de dos kilos. Y tenía los ojos cerrados, como que dormitaba. Pero las huellas que dejaba su cuadrúpedo andar no aumentaron muchos centímetros cuando el ovejero llegó hasta la fornida madurez. Fue en el mismo parque donde el vendedor nos lo presentó que -en una mesa redonda a la intemperie-, a mamá se le ocurrió bautizarlo así. Mientras fue cachorro su apariencia hipnotizaba a ese yo mío de media docena de años. Y aunque se murió a media vida, Rayo no tardó nada en crecer del todo. Aunque los tiempos más felices fueron los seis primeros meses.
Al poco de aparcar en nuestras vidas, Rayo ya demostraba los ingeniosos dones que había en su raza implacable. Catalina me estaba mostrando unas sombras chinescas que con una sola mano imitaban el perfil de un pastor alemán. Y yo me fui de inmediato hasta el patio de baldosas grises para que Rayo lo viera. Cuando algo le llamaba mucho la atención, pero su instinto no podía descifrar de lo que se trataba, Rayo se sentaba y paraba las orejas, exponiendo a mis caricias la hipotenusa de su lomo naturalmente peinado, mientras sus esféricos ojos indagadores se posaban en la figura admirada. Pero el adolescente mantonegro esta vez amotinó sus patas primeras como si fuera un caballo en brote de histeria, y se abalanzó sobre el fingido perro que yo traté de esbozar sobre las baldosas pigmentadas grismente. Después de eso, Catalina y yo jugaríamos a manito-manito, donde nuestra estrategia se basaría en plantear la sombra de nuestras manos sobre la blanca pared o el piso y sacudir los dedos como un gitano nervioso: entonces Rayo trataría de capturar la inquieta proposición cuando se interponían entre los cementos y el turbio sol. Así fue que lo distrajimos siempre que Rayo nos desobedecía, con el manito-manito, para que pensara que estábamos en la hora de ir a jugar. Una vez mamá nos regaló un mazo de cartas españolas, y nos pasamos la tarde jugando a la enseñada escoba de quince. Entonces por primera vez noté la expresión de melancolía en los ojos de mi cachorro, cuando aparté la algebraica mirada de las cartas que exponían las simplistas ecuaciones calculadoras sobre la mesa de roble, para mirar hacia donde aquel sollozo de tres lamentos me había llamado: era Rayo que con su temerario tamaño sostenía una naranja entre los dientes queriéndome enternecer para que vaya corriendo al patio con él.

Cuando Rayo descansaba se sentaba a mirar el atardecer con la lengua afuera, que a veces encontraba un hueco entre los colmillos más enanos y se le escapaba colgando por el costado. Mamá le calentaba carne picada para las dos comidas del día. Y se le quedaba sentado al lado, firme como un soldado inglés, y mientras tanto se calentaban los esparcidos gusanitos de la paleta escindida. Cuando mamá retiraba la carne de la hornalla, Rayo se relamía. Y cuando la pasaba de la sartén al plato auxiliar, Rayo comenzaba a retroceder y a levantar sus pesadas patas de a una por vez, adentrándose en el ritual con pequeños saltitos, como si se estuviera parando sobre una hojalata que le quemaba. Cuando por fin engullía, Rayo gruñía a quien se acercara poniendo pelos de punta. Con un amedrentador ladrido ahuyentaba a quien le pusiera la caricia encima. Para nuestros cumpleaños más escolares, debíamos sacarlo al patio antes de que los huéspedes tocaran timbre. Ya cuando el timbre sonaba, Rayo detectaba la calidad de quien estuviera esperando afuera.
Pero si estaba adentro y sonaba la mediana chicharra de Gran Canarias 66, Rayo se ponía de manos en la puerta de doble hoja, aquella que cortaba pragmáticamente el almacén de nuestro salón comedor. Acelerado miraba hacia la calle tras las cortinas con pocas flores bordadas, profundizando un adaptable número de ladridos gravísimos. Rayo nos había acostumbrado a escuchar sus policiales advertencias, asustando al cartero cuando acercaba hasta Gran Canarias las incómodas facturas que contribuían con el mínimo impuesto al alumbrado nocturno, o rechazaba la entrada de un vendedor ambulante, quien al verlo retrocedía bruscamente unos metros en la vereda para asegurarse la integridad de los brazos. Rayo era un firme guardián, cuyos graves ladridos espantaban a quien no fuera de la familia, igual que si hubieran visto la hoz de Hades con su invitación al infierno. Pero así como defendía su propiedad y su afecto ahuyentando a los invasores viajeros municipales y a los típicos transeúntes cerveceros, Rayo solía encariñarse con las personas que nos querían.
Así fue que Rayo agudizó nuestro oído para que diferenciásemos la tonalidad de sus ladridos protagonistas. Desde la cocina, nos dábamos cuenta si alguien conocido se distraía viniendo a casa.
Pero cuando los zapatitos de Querina Aurora hacían que las baldosas sonaran, Rayo festejaba el verla con una sinfonía de éxtasis, cuyos aullidos de alegría componían la demostrable partitura del recibimiento incansable. La tía Aurora era una mujer que tenía mágicos trucos de presentación para impactar a las relaciones más queridas. Y aunque pasaran los inviernos sin que apareciera, cuando la regresada querida se animaba a volver, Rayo se levantaba del frío acuesto para dar saltos impresionantes que alcanzaban más altura que las últimas margaritas anaranjadas que mami bordó en la tela de las cortinas. Aurora esperaba que una inteligencia saliera a abrirle, y mientras su mirada confiada me descubrió espiando por las cortinas, a mí me asombraba Rayo que no paraba de dar saltos de este lado de la cortina de hierro –otra vez– autoimpuesta por los códigos de la civilización consumista. Al principio me encantaba que la tía Aurora nos visitara. Cuando se marchaba, desde la ventana de mi infancia, siempre que sonaba el timbre me asomaba deseando que fuera ella. Y cuando pasaban los meses, junto con Rayo, cuando veía la cabeza tras las rejas de Gran Canarias, me ponía a gritar que la tía había llegado. Pero lo sabio que recorría las ventrílocuas cavidades de mi alma, cogió la amargura de los frecuentes sainetes con los cuales se construyó la cruda aldea de mi niñez. Entonces yo ya no pasaba los meses esperando volver a verla. Sólo recordaba de su existencia cada vez que mamá se caía en los pozos de sus frecuentes melancolías. Al igual que mis padres, la tía Aurora no se daba cuenta de que mi Catalina y yo crecíamos todo el tiempo.
También fue Rayo quien nos defendía de las histerias de mamá.
Cuando papá quiso reincorporarse a su vieja Entel, comenzó a escasear en la casa; y mamá ya no pudo compartir las espesas rutinas con nadie. En lugar de subirse a aquél colectivo de amarillos destartalados y volver a las ocho de la noche cargando tubérculos en bolsas de 50 kilos, papá todas las mañanas se caminaba dos cuadras hasta la parada del 98, frente a la escuela de mi niñez,  y aunque era invierno y aterían los frescos, los climas no le importaban. Conoció bien las horas pico, viajando 65 minutos de pie hasta la Capital Federal. Y luego, cuando descendía del ómnibus, se le perdían las huellas, pues hasta la noche ninguno de nosotros supuso su paradero. Aquellas salidas duraron todos los meses de un año.
Al principio papá regresaba a la casa de Gran Canarias más o menos para la cena. En el inicio de sus desapariciones, mi madre tuvo que hacerle frente a los enojos de nuestro arrendador. Como pudo dio guerra a los cortes de agua, justo cuando estábamos a la mitad de nuestras duchas. Pasaba que con Catalina aturdíamos las siestas de don José, un pelado que nos alquilaba la casa. Y como una loca venganza contra aquellos sádicos despertares esperaba a que alguno de nosotros tres activara el encendido del tanque calentador… y cuando pasaban justo 9 minutos, el agua calientita se nos enfriaba y no podíamos terminar de enjuagarnos. El viejo ajusticiaba su insomnio cerrando la cañería del agua caliente. Mamá salía entonces desnuda al patio con una caja de huevos y los estrellaba en el balcón de la plata alta. En otras locuras lo insultaba gritando de abajo-arriba las afeadas más burdas. Aquella guerra acabaría en un moroso escape, un mediodía de casi verano. Mamá pasaba sus vacías rutinas analizando cómo era que se fueron desmembrando los castillos que fabricó en su atacada juventud. Así, pues, se aferró a nuestra diaria llegada postescolar, para tapar con los polvosos cúmulos de su dedicación hogareña el dolor por los sueños que, día tras día, se acostumbró a ir perdiendo. Ella ocultaba todo lo que podía su inmensa insatisfacción.
Cuando por fin entendió el cortante apartamiento de mi padre, mamá somatizaba ataques de nervios para descargar el fastidio que, hilvanando un resentimiento con otro, almacenaba en nuestras ausencias. Por las tardes, antes de gozar la viciosa libertad de la infancia, Catalina y yo hacíamos los deberes de la escuela número 2, Alférez Casimiro Escarlata. Cuando nos levantamos de la mesa, mamá se quedaba en la cocina terminando de enjuagar los platos del mediodía. Simulaba la calma, mientras con el estropajo de acero rallaba los carruajes de porcelana dibujados en los platos azules. Aunque lo más probable fuera que ninguno de nosotros dos se mereciera el desquite. Y entonces, cuando yo le comentaba un error o un problema, mamá iba destejiendo el monstruoso edredón de injusticias que había construido en sus arruinadas mañanas. Era algo mecánico, repetitivo e indigno: primero imponía una corrección subida a un tono chillón, que desembocaba en regaño, para que luego las voces crecieran y se enroscaran en un monólogo de recriminaciones culposas y siempre con aquel tono de agudas acentuaciones heladas. Cuando su bombardeada cordura mordía el anzuelo de aquellas desubicadas histerias, cerrando los puños se aprisionaba los pelos rubios y estiraba los brazos hacia los lados, mientras Catalina y yo intentábamos que recupere el sosiego diciéndole cuánto la queríamos y pidiéndole por favor que pare ya de gritarnos. Yo le temía tanto, tanto, que me escondía bajo la cama de dos plazas, donde toda la familia mirábamos cine televisado, pero ella me seguía para seguir la gritada. Y cuando no podíamos detenerla, Catalina o yo corríamos a la casa de una enfermera y le pedíamos que viniese a ver a mamá. Nuestra infancia nos impedía ver las cosas con claridad. La ceremonia duraba una o dos horas muy largas.




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lunes, 9 de abril de 2018

Capitulo X: Subastización













Eran los años 88 u 89. Quizás 1987. Fue después del mundial de México: allí Maradona pasaba entre los italianos e ingleses con la misma majestuosidad que David Copperfield atravesó la muralla china. Mientras tanto Michel Françoise Platini fallaba un penalti en el mismo día de su cumpleaños; tal cual iba a pasarle a Baggio, cuando un mundial más adelante se definía la calurosa final contra Brasil. En ese mismo partido, como todo un poeta, Pagliuca posó agradecidamente sus labios en el curtido guante de arquero para así transmitirle un beso al palo que le atajó el gol a no sé cuál naldo, Romario o beto. Los apellidos brasileros siempre me cuesta diferenciarlos. Son como las caras de los coreanos, chinos y vietnamitas, que si no nos familiarizamos con una cultura u otra, pues no podemos diferenciar a ninguna. Y les decimos ponjas[1]  a todos.

Me imagino que todos nos entristecimos mucho cuando Flavia empezó a las cuatro. Sin embargo ninguno de los chicos dijo nada al respecto.
Por un sorpresivo decreto para ahorrar energía, el bombardeado gobierno de Raúl Alfonsín decidió que comenzábamos a ver la tele un poquito antes de la merienda, a  las cuatro de la tarde. Para que nadie haga trampas prendiendo la tele mientras todos dormían, y entonces el suministro del Chocón estuviera asegurado con por lo menos el mínimo, los funcionarios digitaron cortes de luz. Los apagones estaban avisados para todo el mundo. Tal cual había pasado en casa, que mamá puso límites al egoísmo de Catalina con el un día cada uno, el gobierno organizó los cortes de luz como los dientes de un serrucho aserrando a los barrios contiguos. Por ejemplo, si un lunes se apagaban las luces en Berazategui a las 2, pues al día siguiente se programaba el corte a esa hora pero en Ezpeleta. Y al otro día el corte de 2 a 4 nos tocaba a nosotros, mientras que en Berazategui tocaba el corte de 4 a 6, que antes había sido en no me acuerdo el nombre del otro barrio de más allá.
Fue en esos meses que a papá se le ocurrió irse a la Capital todos los días para conquistarse así el corazón de otros gremialistas, y entonces tantear intuitivamente si podían reincorporarlo a las oficinas de la aún Entel, cuyas siglas estaban siendo secretamente amenazadas por los planes de una subastada privatización. Ya en 1983 papá había perdido el primer cupón de su lotería para volver a los sindicatos, cuando un vigoroso Alfonsín se ganó la simpatía de un pueblo con claustrofobia, dándonos 3 opciones de democracia. Habían decidido quedarse los dos en casa: los chicos eran chicos y mamá no podía sola con el almacén. De todas formas papá no dejó de ir, pero viajaba sólo si había reuniones muy importantes. Y cuando volvía a casa, mamá lo recibía en el comedor, y ponía los labios rojos con la forma de un capullo de rosa para decirle que lo había extrañado.
Papá y mamá se querían muchísimo.

Prendía la blanco y negro y ya estaban transmitiendo el infantil escenario de La ola verde, cuyo decorado de fantasía consistía en barcos pintados con témpera marinera, sábanas que colgaban cual extensos fantasmas muertos y arrugadas montañas de papel crepe. Una energizada Flavia Palmiero alegraba las resumidas presentaciones para los dibujitos de la Warner. La presentadora hablaba mucho con un muñeco que tenía obligados el nombre y el apellido. Entonces -como llamando al viento-, Flavia decía: “¿Señor Televisooooo-oooooooooor?”. Y se quedaban charlando toda la tarde.

El Señor Televisor siempre estaba presente: era una tele con barba de algodón y una boina como la que empezó a usar papá después de cumplir sus 58. Tenía las piernas hechas como barrilete, sensibles a la brisa, que se movían un poco cuando Flavia iba y venía a su alrededor; le crecían bajo la barba y siempre colgando hasta unos centímetros del piso resbaladizo, las medias eran como las mallas del trapecista, sólo que de rayados colores que vi en la tele de Usiel, que acompañaban el sentido de los dos trópicos C: verde, azul y naranja, afeminaban al vetusto coprotagonista. Para escucharla mejor a Flavia, el Señor Televisor siempre se iba a sentar en un arcón familiar, cuyos colores me era imposible diferenciar, ya que en los epilépticos paseos que me daba por los dos o tres canales que se veían, pues la blanco y negro me forzaba a padecer un daltonismo por de más oportuno.

Y si Flavia le hablaba al oído, Bugs Bunny le correteaba de una mejilla a la otra, desapareciendo tras el bigote de algodón o los ojos de papel, que ya hacían parte del huidizo bosque pintado gracias al generoso Chuck Jones.






[1] Acepción popular usada en Argentina para referirse al colectivo “japonés” (japos).