jueves, 28 de junio de 2018

Capítulo XV: Los ángulos más queridos




Cuando faltaba poco para que nos marchásemos de Gran Canarias papá y mamá habían pegado en los vidrios del local gratuitas calcomanías que publicitaban a Carlos Menem para su primera presidencia. Una vez Damián Vargas vino a buscarme junto a Borja para engordar los equipos de fútbol con jugadores menos aclamados. Entonces salí para abrirles la puerta y cuando ya mis tímpanos estuvieron al alcance de sus estrenadas gargantas, Damián contó hasta tres y, como si no notaran la evidencia visual estampada en varios rincones de los varios cristales, me preguntaron con las dos irónicas voces encimadas: ¿Sos peronista? Pero con prosódica acentuación porteña esa vez. Las reuniones con los chicos de la escuela nunca se programaban, pero sí sabíamos que, como el rescatista que acude al improvisto llamado de la base, nosotros acudiríamos a los partidos si es que se nos solicitaba.

A diferencia mía, para Damián y Borja era común jugar todos los días. Era oficial que en la puerta de sus domicilios se orquestaran elastizados partidos que duraban toda la tarde. También jugábamos en un baldío, a dos cuadras de la casa de Borja, a dos cuadras del Quilmes Oeste, cercado por un muro de ladrillos, todavía peor encajados que los que había puesto papá para los mostradores. El potrero aquel quedaba justo en una esquina. Aquella dirección fue una mágica geografía para los críos del barrio. Dos o tres memorias resumen aquellos años que se devoraban tarde tras tarde mientras nos gustaba jugar a ser el mago Merlín. Muy definido quedó en mis nostalgias el perfil del valiente Borja, sentado en la empalizada naranja y mirando hacia la baja calle Rioja, mientras empezaba a quemar el éxito de su gambeta con un cigarrillo rubio; también lo recuerdo mirando aquel muro al ras perpendicular, diciendo con aprendida picardía desdeñosa que los ladrillos echaban humo porque fumaban. Damián jugó mejor que ninguno mientras fuimos escolares. Brincaba sobre tres en una baldosa. Pero su talento empezó a ser desapercibido cuando los años nos nivelaron las aptitudes, cual una ansiosa inteligencia cursando el jardín de infantes, que de mayor se va humildeciendo cuando acude a las reuniones sociales. Borja en cambio era un jugador más rudo. Pero su talento lo dedicaba a más ser hombre que al recreativo gol. Era un chico más seguro que los demás.

Donde jugaban Damián Vargas o Borja Rodríguez, nada quedaba por hacer en las habilidades del resto contrincante. Generalmente participaban siempre por separado, como un acuerdo para equilibrar las ventajas. Damián era un jugador magnífico y con clase, mientras que Borja menos sorpresivo; la eficacia estaba en su espíritu peleador. Como lo había anotado antes, Borja había sido mi compañero de banco en jardín de infantes y algunos meses de primer grado. Parecía que el destino se encaprichaba en rodearme de los mejores. Pero para mis infancias yo no quería sobresalir mucho.

Borja y Damián eran quienes nos iban eligiendo a los demás, que exhibíamos nuestra expectante presencia uno al lado del otro hasta que se acababa el número de nuestros frágiles cuerpos, apoyados en el mismo muro color de teja, pretendiendo excentricidad mirando para el poniente, o con una zapatilla sobre el mundo y con la punta de la otra suela tocando aquellos ladrillos. Parecíamos vivientes modelos masculinos que uno tras otro esperan al veredicto de Mr. Mundo. O como una multitud de maniquíes parados tras una vidriera, exponiendo toda una colección de prendas que impondrán en el público la sensación del coraje prematuro.

También en ese ángulo quilmeño, Sebastián me demostró que no era tan buen jugador como yo creía, pues le corté un avance cuando practicábamos pases unos minutos antes de que todo el grupo se dividiera en dos bandos competitivos.


[1] Lloviznas

Fantastique ! Kuniyoshi, le démon de l’estampe