jueves, 28 de junio de 2018

Capítulo XV: Los ángulos más queridos




Cuando faltaba poco para que nos marchásemos de Gran Canarias papá y mamá habían pegado en los vidrios del local gratuitas calcomanías que publicitaban a Carlos Menem para su primera presidencia. Una vez Damián Vargas vino a buscarme junto a Borja para engordar los equipos de fútbol con jugadores menos aclamados. Entonces salí para abrirles la puerta y cuando ya mis tímpanos estuvieron al alcance de sus estrenadas gargantas, Damián contó hasta tres y, como si no notaran la evidencia visual estampada en varios rincones de los varios cristales, me preguntaron con las dos irónicas voces encimadas: ¿Sos peronista? Pero con prosódica acentuación porteña esa vez. Las reuniones con los chicos de la escuela nunca se programaban, pero sí sabíamos que, como el rescatista que acude al improvisto llamado de la base, nosotros acudiríamos a los partidos si es que se nos solicitaba.

A diferencia mía, para Damián y Borja era común jugar todos los días. Era oficial que en la puerta de sus domicilios se orquestaran elastizados partidos que duraban toda la tarde. También jugábamos en un baldío, a dos cuadras de la casa de Borja, a dos cuadras del Quilmes Oeste, cercado por un muro de ladrillos, todavía peor encajados que los que había puesto papá para los mostradores. El potrero aquel quedaba justo en una esquina. Aquella dirección fue una mágica geografía para los críos del barrio. Dos o tres memorias resumen aquellos años que se devoraban tarde tras tarde mientras nos gustaba jugar a ser el mago Merlín. Muy definido quedó en mis nostalgias el perfil del valiente Borja, sentado en la empalizada naranja y mirando hacia la baja calle Rioja, mientras empezaba a quemar el éxito de su gambeta con un cigarrillo rubio; también lo recuerdo mirando aquel muro al ras perpendicular, diciendo con aprendida picardía desdeñosa que los ladrillos echaban humo porque fumaban. Damián jugó mejor que ninguno mientras fuimos escolares. Brincaba sobre tres en una baldosa. Pero su talento empezó a ser desapercibido cuando los años nos nivelaron las aptitudes, cual una ansiosa inteligencia cursando el jardín de infantes, que de mayor se va humildeciendo cuando acude a las reuniones sociales. Borja en cambio era un jugador más rudo. Pero su talento lo dedicaba a más ser hombre que al recreativo gol. Era un chico más seguro que los demás.

Donde jugaban Damián Vargas o Borja Rodríguez, nada quedaba por hacer en las habilidades del resto contrincante. Generalmente participaban siempre por separado, como un acuerdo para equilibrar las ventajas. Damián era un jugador magnífico y con clase, mientras que Borja menos sorpresivo; la eficacia estaba en su espíritu peleador. Como lo había anotado antes, Borja había sido mi compañero de banco en jardín de infantes y algunos meses de primer grado. Parecía que el destino se encaprichaba en rodearme de los mejores. Pero para mis infancias yo no quería sobresalir mucho.

Borja y Damián eran quienes nos iban eligiendo a los demás, que exhibíamos nuestra expectante presencia uno al lado del otro hasta que se acababa el número de nuestros frágiles cuerpos, apoyados en el mismo muro color de teja, pretendiendo excentricidad mirando para el poniente, o con una zapatilla sobre el mundo y con la punta de la otra suela tocando aquellos ladrillos. Parecíamos vivientes modelos masculinos que uno tras otro esperan al veredicto de Mr. Mundo. O como una multitud de maniquíes parados tras una vidriera, exponiendo toda una colección de prendas que impondrán en el público la sensación del coraje prematuro.

También en ese ángulo quilmeño, Sebastián me demostró que no era tan buen jugador como yo creía, pues le corté un avance cuando practicábamos pases unos minutos antes de que todo el grupo se dividiera en dos bandos competitivos.


[1] Lloviznas

Fantastique ! Kuniyoshi, le démon de l’estampe






sábado, 12 de mayo de 2018

Capítulo XIII: En mi soledad hay un hueco




A pesar de que no fue siempre así, el dormir de mi infancia nunca duraba la noche entera. Aunque muchos del barrio aquél puedan decir que miento, las noches en la galería eran frías y quienes en Gran Canarias tuvieran el sueñecito liviano, cada tantas horas los despertaba el tren Roca, pues la manzana nuestra estaba pegada al terraplén petizo de las vías del ferrocarril. Además la despertaba a mami con mi tos seca y se venía hasta mí con sus cuarenta y pico y con el nebulizador pesando como un cántaro que vuelve del río. El Motorola hacía un zumbido como de auto que nunca arranca porque está ahogado. Tenía un botón de encendido al pie, tan grande como una perilla de luz. Mamá traía una silla del comedor y se me quedaba al ladito de la cama. Con una mano me ponía la máscara de oxígeno. Todo lo hacía a oscuras. Nunca encendía la luz para que Catalina no se despierte. Mamá me miraba en la penumbra sin los anteojos puestos, sin sus labios de rosa roja, sin sus cabellos brillantes. En realidad jamás se lo dije, pero yo no respiraba mejor cuando mamá se acostaba de nuevo. Siempre le mentía cuando me preguntaba si “¿Estás mejor?”. Asentía con la cabeza y ella se conformaba con mi sí mudo, mientras que yo me aguantaba la respiración para que el aire de invierno no me traicione las intenciones de no toser otra vez.

Cuando conté de los transparentes amaneceres y de mi Rayo, dije también que la piecita de nuestra tía se conservaba seca durante las lloviznas y alguna que otra tormenta eléctrica gracias a un extenso tejado sin canaleta. Fue por aquellas bondadosas ausencias que tienen las vidas menos pudientes que pronto me acostumbré lírico al vaticinio de las garúas[1]. Durante horas aprendí a controlar la sombra que proyectaba la tarde sobre otras descascaradas paredes. Miré al atardecer expulsando al sol que calentaba el fondo del ojo cíclope. También cambié mis recuerdos, inmiscuyéndome en un intuido Método Silva. Encontré compañía en los minúsculos movimientos de la quietud: ramas con hojas verde limón que se colaban a casa por una medianera petiza, cuya pintura blanca se iba ennegreciendo cada semana más, debido al incómodo influjo de las lloviznas invernales y de la primavera. Sus anchos bloques servían para terraza a las torcacitas y a los benteveos feúchos. El viento había inclinado dos arboladas media-copas de una vecina para que embellecieran un poquitito más a la soledad del lloroso patio. Todo aquel fantasioso lugar se nos queda en la memoria como si fueran bosques creados en la sensible imaginación de los hermanos Grimm.

En el techo pendiente, las finas aguas comenzaban mojando las tejas fuerte bordó. Un mililitro tras otro el agua de lluvia se iba explayando por la convexidad de las cerámicas obscuras, para rejuntarse entre las galerías de úes que formaban las tejas sonoras. Y cuando los maleables cúmulos ya estaban lo suficientemente engordados, se suicidaban salteadamente sobre las baldosas del patio. Como si los geniales dedos de Mozart tocaran sobre aquel suelo la obertura de una sinfonía sutil.

Había una rejilla central que Rayo levantaba y se llevaba entre los colmillos cuando jugaba solo.


II


Cuando faltaba poco para que nos marchásemos de Gran Canarias papá y mamá habían pegado en los vidrios del local gratuitas calcomanías que publicitaban a Carlos Menem para su primera presidencia. Una vez Damián Vargas vino a buscarme junto a Borja para engordar los equipos de fútbol con jugadores menos aclamados. Entonces salí para abrirles la puerta y cuando ya mis tímpanos estuvieron al alcance de sus estrenadas gargantas, Damián contó hasta tres y, como si no notaran la evidencia visual estampada en varios rincones de los varios cristales, me preguntaron con las dos irónicas voces encimadas: ¿Sos peronista? Pero con prosódica acentuación porteña esa vez. Las reuniones con los chicos de la escuela nunca se programaban, pero sí sabíamos que, como el rescatista que acude al improvisto llamado de la base, nosotros acudiríamos a los partidos si es que se nos solicitaba.

A diferencia mía, para Damián y Borja era común jugar todos los días. Era oficial que en la puerta de sus domicilios se orquestaran elastizados partidos que duraban toda la tarde. También jugábamos en un baldío, a dos cuadras de la casa de Borja, a dos cuadras del Quilmes Oeste, cercado por un muro de ladrillos, todavía peor encajados que los que había puesto papá para los mostradores. El potrero aquel quedaba justo en una esquina. Aquella dirección fue una mágica geografía para los críos del barrio. Dos o tres memorias resumen aquellos años que se devoraban tarde tras tarde mientras nos gustaba jugar a ser el mago Merlín. Muy definido quedó en mis nostalgias el perfil del valiente Borja, sentado en la empalizada naranja y mirando hacia la baja calle Rioja, mientras empezaba a quemar el éxito de su gambeta con un cigarrillo rubio; también lo recuerdo mirando aquel muro al ras perpendicular, diciendo con aprendida picardía desdeñosa que los ladrillos echaban humo porque fumaban. Damián jugó mejor que ninguno mientras fuimos escolares. Brincaba sobre tres en una baldosa. Pero su talento empezó a ser desapercibido cuando los años nos nivelaron las aptitudes, cual una ansiosa inteligencia cursando el jardín de infantes, que de mayor se va humildeciendo cuando acude a las reuniones sociales. Borja en cambio era un jugador más rudo. Pero su talento lo dedicaba a más ser hombre que al recreativo gol. Era un chico más seguro que los demás.

Donde jugaban Damián Vargas o Borja Rodríguez, nada quedaba por hacer en las habilidades del resto contrincante. Generalmente participaban siempre por separado, como un acuerdo para equilibrar las ventajas. Damián era un jugador magnífico y con clase, mientras que Borja menos sorpresivo; la eficacia estaba en su espíritu peleador. Como lo había anotado antes, Borja había sido mi compañero de banco en jardín de infantes y algunos meses de primer grado. Parecía que el destino se encaprichaba en rodearme de los mejores. Pero para mis infancias yo no quería sobresalir mucho.

Borja y Damián eran quienes nos iban eligiendo a los demás, que exhibíamos nuestra expectante presencia uno al lado del otro hasta que se acababa el número de nuestros frágiles cuerpos, apoyados en el mismo muro color de teja, pretendiendo excentricidad mirando para el poniente, o con una zapatilla sobre el mundo y con la punta de la otra suela tocando aquellos ladrillos. Parecíamos vivientes modelos masculinos que uno tras otro esperan al veredicto de Mr. Mundo. O como una multitud de maniquíes parados tras una vidriera, exponiendo toda una colección de prendas que impondrán en el público la sensación del coraje prematuro.

También en ese ángulo quilmeño, Sebastián me demostró que no era tan buen jugador como yo creía, pues le corté un avance cuando practicábamos pases unos minutos antes de que todo el grupo se dividiera en dos bandos competitivos.

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[1] Lloviznas


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dnld


sábado, 28 de abril de 2018

Capítulo XII: Toque de queda




















Inertemente, diálogos que con facilidad vaticinan su desenlace, ocupan la apacible acústica de la sala principal donde en esta tarde, que progresivamente se hace noche despejada, arde la inapagable salamandra barnizada con un esmalte incascarillable, cuyo tiraje se enclaustra en la mansita chimenea, clausurada para que podamos disfrutar más nuestro egoísta aislamiento. A veces la reiterativa trama de la telenovela apunta escasos porotos humorísticos en el boletín que califica las absurdas líneas de su condenado guión. Al principio detesté brutalmente la carencia de su originalidad. Pero a medida que iban pasando todos los capítulos del 2008, me he ido acostumbrando a la personalidad enfrascada de todos sus personajes. Y les fui descubriendo encantos, como si yo fuese un oficinista recién integrado a la plantilla de un personal efectivo, y con el paso de las mañanas advirtiera las gracias de los compañeros más despreciados. Aunque la telenovela estorba la recopilación de mi pasado (a pesar del temor alzado sobre los incomprobables cimientos psicoanalíticos), desencadeno con el siguiente Modificador Directo, la narración de algunos recuerdos míos que originaron su erosiva existencia en varias doce de la noche pertenecientes a mi infancia, y que habían sido enterrados palada a palada bajo la polvosa culpa de mis inhibiciones, para que vuelen igual a los jilgueritos que asfixiaban su naturaleza en la canasta de mimbre.

En esa época la cantidad de teléfonos escaseaba en las casas del barrio. Pero no por pobreza, sino por una deficiente administración de la empresa operadora. Para mamá era imposible demandarle noticias a ninguno de nosotros luego de que nos marchásemos de la casa. Catalina y yo cumplíamos con un pactado toque de queda, que saliendo de casa firmábamos con una liviana promesa de puntualidad. Generalmente papá terminaba sus gremialismos a la hora de la merienda, y al pisar Gran Canarias otra vez, cuando los ocasos levantaban su etéreo telón con el fin de despedir al sol o a los soles nublados, Salvador volvía a entrar y se encontraba a mamá despachando a las arrugadas clientas que buscaban equilibrar su canasta alimenticia incluyendo medianas dosis de vegetarianismos. Pero hubo un día en que papá regresó de noche, transgrediendo su toque de queda por una hora. Y aquel monstruoso horario de las vueltas se prolongó por una semana.
Los hermanos también teníamos un toque de queda para ir a la cama. Aunque hasta las doce mirábamos desenfocados cines en la transportable catorce pulgadas. Nos habíamos acoplado tanto a la pequeña transmisión, que doblaba toda señal al estilo de las películas de Gardel, que a mí me dejaban pensando en lo lindo que sería tener una tele a color cuando lo visitaba a Usiel Tardo, en la esquina de enfrente. La casa de Usiel, como también la de algún amigo que iba al mismo grado que yo, tenía escaleras que nos llevaban hasta la terraza de baldosas color manzana. Usiel era un modesto amigo, primer compañero del barrio y amigo de la cuadra. Los primeros cuadernos de Usiel tenían una cursiva tembleque y exageradamente grande. Y aplastaba la esquina de la hoja con los codos antes de pasar a la siguiente carilla rayada. Un chico inquieto pero también auto-disciplinado, que más adelante se graduaría en Tae-Kuondo, en un gimnasio al que lo acompañé dos clases pagadas, donde un profesor ingenioso burlaba mis mocos desintencionados. Pero como otras tantas disciplinas extraescolares, abandoné por aburrimiento o (quizás alguna vez lo admita), por una vergüenza que se cimentaba en una timidez partidaria de analizar pero no tanto de vivir.
De todas formas, a Catalina y a mí nos encantaba la tele. Cuando somos más pequeños, como el color de los camaleones, gustosamente nos familiarizamos con las imperfecciones de nuestro hogar, sin cuestionarlas nunca y tratando de mejorarlas, hasta que en el cúmulo de nuestras superaciones despierta un talento para resolver las pequeñas imprecisiones en todo lo que funciona a medias. Después, en el futuro, tal vez la situación pueda cambiar. Entonces nos parece fantástico el correcto funcionamiento de un mando a distancia, o el mejorado trazo de un estilógrafo Rotring.
Pero ya cuando los cines se terminaban, cuando el ingenio de Benny Hill se postergaba hasta la próxima semana, cuando no había dibujitos que atraparan mis fantasías, apagábamos todo y nos dormíamos con la esperanza de descansar hasta que mamá nos despertara con practicados susurros para ir a la escuela. Sin embargo aquellas noches, que impregnaban nuestras personalidades con una energía maleducada, en las que vencidos por el cansancio infante desenchufábamos la tele para dormir, puedo recordar que mamá no dormía. Mamá esperaba despierta a que papá regresara, con el cortés camisón medieval ya calzado. Pocas noches me despertaba el chirrido de la puerta de doble hoja, cuyas cortinas pintadas con nomeolvides naranjas no tenían ninguna corriente que les abanicara a esas horas. Como lo había apuntado en un párrafo presentador y pretérito, el comedor quedaba pegado a la piecita de mi trastornada infancia. Pero cuando papá arribaba al domicilio, durante meses muy largos la alarmista voz de mamá me secuestraba del sueño, cuando increpaba al disimulado amante con fastidiosos arrebatos de locura, ordenándole que le explicara por qué había vuelto tan tarde, o dónde había estado todas esas horas que proseguían al toque de queda, mientras que ella se deslomaba atendiendo a las marujas del barrio. Siempre que abría los ojos me hallé mirando a la pared. Al principio trabajé conciliar el sueño con útiles técnicas que me dictó el corazón. Yo sabía que iba a dormirme de nuevo, cuando una hora después, y aunque las voces seguían su aumento y el terror se había sembrado en la atmosfera, el cuarto comenzaba a achicarse a la par de mi relajación, las paredes vacías se me encimaban. Pero algún grito nuevo reducía sus dimensiones. Y así era durante una hora larga, larga: la pieza me ceñía y luego se dilataba. Cuando ya logré acostumbrarme al sainete, cuando el sonido de las puertas no era adversario de mi dormir, igual conseguían despertarme los gritos de mamá, que del mínimo compasivo se incrementaban hasta el torturante máximo a medida que las insolentes excusas de padre le nutrían la excéntrica irritación. A veces papá conseguía el inconsciente éxito después de desenroscar un miedoso discurso por media hora. Pero para poner el punto y otra de aquella etapa, para preservar del griterío a las dos timoratas infancias, mamá se decidió por el desdén mudo y engullía inmanejables reproches para el insomnio. Y así crucificó su amor hasta muchos años después.
Bajo el horizonte del patio estaba la piecita de la tía y sobre ella las tejas rojas que al terminar una se superponía la otra. Pero muy a la derecha, el patio cuadrado también estaba comunicado con la galería que continuaba a mi cuarto. Más de una vez me levanté desesperado, atravesé la gelidez sin reparar en las estrellas consoladoras, buscando meterme en el lavadero abierto para alcanzar el picaporte de la cocina. Para evitar defensoras mordidas, Rayo ya estaba sacado afuera. Y cuando ya estaba a unos pasos, me lo encontraba ladrando y parado sobre sus patas traseras, exigiendo de nuevo la justa entrada a la casa, descargando todo su peso temido en los arañazos contra la puerta de hierro, como cuando era un cachorrito y dejaba los tres navajazos de sus juguetones raspones sobre la piel cenicienta del sofá. Como si se tratara de una olímpica jabalina, al abrir me encontraba a mamá de espaldas con un sifón en la mano a punto de ser lanzado contra la intelectual expresión de papá.
Sin pedirle permiso, traicioneramente yo estiraba los brazos y me abrazaba a la soda para impedir su explosión. Aunque la  presencia de papá moderaba su educación, Rayo entraba a los saltos y sin reprimir los ladridos, que parecían decir cuidado que aquí estoy yo. Pero mamá no se percataba de mi presencia ni tampoco del peligroso ovejero. Continuaba con la tétrica escena de su desahogo nervioso. Sus gritos eran repulsivos, y más repulsivos aún por el abnegado bienestar que le concedían. Así fue que aquellos sobresaltos me habituaron tempranamente a mirar a mamá con una interesada compasión. 
Era el infierno.
Entonces comencé a quedarme despierto, con el fin de escuchar el salvador chirrido de la puerta exterior, para saber si podía dormirme ya o debería esperar a que las justificaciones de Salvador calmasen a esa mamá descentrada.






lunes, 23 de abril de 2018

Capitulo XI: Rayo




Cuando por fin me hice un número 3 habitual y medianamente aceptable, cuando por fin y para alegría de mis ilusiones se me invitaba a pelotear todas las tardes, cuando estar en la consideración de los organizadores de aquellos partidos era lo mejor, mamá dos o tres veces me había ido a buscar para avergonzarme delante de todos. Camino a casa ella despotricaba contra mi actitud y la de los chicos. Algunas veces también contra el estado civil de sus padres. Mamá era una persona que llevaba aires de superioridad sobre el resto. El metabolismo de su sentir había adquirido el mal gusto de criticar a los otros, cuando la obstinada rectitud  de Salvador le esposó consecuentemente los ideales a los azulejos y a la vida útil de las vajillas hereditarias. Lo raro es que papá la quería muchísimo, pero siempre pensó que su lugar estaba en los ineludibles quehaceres domésticos, y también en que se quedara esperando el arribo de su amado entretejiendo una casa pulcra y estética. Mamá conoció a papá trabajando en la patronal Entel.

Fue también en la expatriada empresa, cuando mamá cursaba el grácil aprendizaje de los 27 febreros y ningún hombre hubiera podido ignorar sus labios, rojos, apretados, como un capullo de rosa roja, que forjó una duradera amistad con otra telefonista llamada Querina Aurora Zendra, una mujer muy rellena con el destino de los criticados idealistas, que cada seis meses regresaba a convivir con nosotros, ya que emigraba de vivienda en vivienda por la falta de garantías inmuebles. Catalina y yo la llamábamos la tía, otorgándole el título de ser una familiar más.
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Aún faltaban unos años para que la razón utilizara a las matemáticas lógicas de mis sosos aprendizajes como una analítica manera para organizar a mis fantasías.
Casi a diario ambos hermanos rogábamos a nuestro padre que nos comprase la tan soñada compañía de una mascota. Catalina y yo enriquecíamos la inocencia proponiéndonos popurrís con las estrofas de Coca-Cola; payaseábamos las maneras de mami o papi y dejaba que me corte los pelos en la piecita de la tía, cuando Catalina se personificaba con el papel del tijeretero, después de que la veía a mamá con los rulos brillantes y nuevos cuando volvía de una joven peluquera barata que vivía a dos casas en la vereda. Nos separaba la orangutana, una vieja petiza que tenía la mirada poblada de rencores familiares, quien era víctima de mis ringrrajes, cuando papá abría el negocio a la tarde y yo me aburría mirando tele. Cortó de cuajo mi travesura cuando se quedó espiando tras la ventana hasta que toqué de nuevo.
En cuanto a las sesiones de peluquería: aquellas bodas de Fígaro significaban para mí un rito jocoso. Catalina merodeaba en derredor mío deteniéndose cada dos pasos, y me hacía chistes al oído para que los tijeretazos tuvieran el ritmo de un jugando al huevo podrido. Pero el honesto reflejo de un espejito de mano cocinaba mis lágrimas al estupor, cuando veía los pozos entre los lacios de mi rubito.
Así que un fin de semana, más precisamente un domingo, visitamos un parque, alejado cuatro estaciones de tren, pero aún de la zona sur, donde los puestos se extendían a lo largo de las veredas rurales. El partido era Villa Domínico.
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La primera vez que lo vimos, Rayo no pesaba más de dos kilos. Y tenía los ojos cerrados, como que dormitaba. Pero las huellas que dejaba su cuadrúpedo andar no aumentaron muchos centímetros cuando el ovejero llegó hasta la fornida madurez. Fue en el mismo parque donde el vendedor nos lo presentó que -en una mesa redonda a la intemperie-, a mamá se le ocurrió bautizarlo así. Mientras fue cachorro su apariencia hipnotizaba a ese yo mío de media docena de años. Y aunque se murió a media vida, Rayo no tardó nada en crecer del todo. Aunque los tiempos más felices fueron los seis primeros meses.
Al poco de aparcar en nuestras vidas, Rayo ya demostraba los ingeniosos dones que había en su raza implacable. Catalina me estaba mostrando unas sombras chinescas que con una sola mano imitaban el perfil de un pastor alemán. Y yo me fui de inmediato hasta el patio de baldosas grises para que Rayo lo viera. Cuando algo le llamaba mucho la atención, pero su instinto no podía descifrar de lo que se trataba, Rayo se sentaba y paraba las orejas, exponiendo a mis caricias la hipotenusa de su lomo naturalmente peinado, mientras sus esféricos ojos indagadores se posaban en la figura admirada. Pero el adolescente mantonegro esta vez amotinó sus patas primeras como si fuera un caballo en brote de histeria, y se abalanzó sobre el fingido perro que yo traté de esbozar sobre las baldosas pigmentadas grismente. Después de eso, Catalina y yo jugaríamos a manito-manito, donde nuestra estrategia se basaría en plantear la sombra de nuestras manos sobre la blanca pared o el piso y sacudir los dedos como un gitano nervioso: entonces Rayo trataría de capturar la inquieta proposición cuando se interponían entre los cementos y el turbio sol. Así fue que lo distrajimos siempre que Rayo nos desobedecía, con el manito-manito, para que pensara que estábamos en la hora de ir a jugar. Una vez mamá nos regaló un mazo de cartas españolas, y nos pasamos la tarde jugando a la enseñada escoba de quince. Entonces por primera vez noté la expresión de melancolía en los ojos de mi cachorro, cuando aparté la algebraica mirada de las cartas que exponían las simplistas ecuaciones calculadoras sobre la mesa de roble, para mirar hacia donde aquel sollozo de tres lamentos me había llamado: era Rayo que con su temerario tamaño sostenía una naranja entre los dientes queriéndome enternecer para que vaya corriendo al patio con él.

Cuando Rayo descansaba se sentaba a mirar el atardecer con la lengua afuera, que a veces encontraba un hueco entre los colmillos más enanos y se le escapaba colgando por el costado. Mamá le calentaba carne picada para las dos comidas del día. Y se le quedaba sentado al lado, firme como un soldado inglés, y mientras tanto se calentaban los esparcidos gusanitos de la paleta escindida. Cuando mamá retiraba la carne de la hornalla, Rayo se relamía. Y cuando la pasaba de la sartén al plato auxiliar, Rayo comenzaba a retroceder y a levantar sus pesadas patas de a una por vez, adentrándose en el ritual con pequeños saltitos, como si se estuviera parando sobre una hojalata que le quemaba. Cuando por fin engullía, Rayo gruñía a quien se acercara poniendo pelos de punta. Con un amedrentador ladrido ahuyentaba a quien le pusiera la caricia encima. Para nuestros cumpleaños más escolares, debíamos sacarlo al patio antes de que los huéspedes tocaran timbre. Ya cuando el timbre sonaba, Rayo detectaba la calidad de quien estuviera esperando afuera.
Pero si estaba adentro y sonaba la mediana chicharra de Gran Canarias 66, Rayo se ponía de manos en la puerta de doble hoja, aquella que cortaba pragmáticamente el almacén de nuestro salón comedor. Acelerado miraba hacia la calle tras las cortinas con pocas flores bordadas, profundizando un adaptable número de ladridos gravísimos. Rayo nos había acostumbrado a escuchar sus policiales advertencias, asustando al cartero cuando acercaba hasta Gran Canarias las incómodas facturas que contribuían con el mínimo impuesto al alumbrado nocturno, o rechazaba la entrada de un vendedor ambulante, quien al verlo retrocedía bruscamente unos metros en la vereda para asegurarse la integridad de los brazos. Rayo era un firme guardián, cuyos graves ladridos espantaban a quien no fuera de la familia, igual que si hubieran visto la hoz de Hades con su invitación al infierno. Pero así como defendía su propiedad y su afecto ahuyentando a los invasores viajeros municipales y a los típicos transeúntes cerveceros, Rayo solía encariñarse con las personas que nos querían.
Así fue que Rayo agudizó nuestro oído para que diferenciásemos la tonalidad de sus ladridos protagonistas. Desde la cocina, nos dábamos cuenta si alguien conocido se distraía viniendo a casa.
Pero cuando los zapatitos de Querina Aurora hacían que las baldosas sonaran, Rayo festejaba el verla con una sinfonía de éxtasis, cuyos aullidos de alegría componían la demostrable partitura del recibimiento incansable. La tía Aurora era una mujer que tenía mágicos trucos de presentación para impactar a las relaciones más queridas. Y aunque pasaran los inviernos sin que apareciera, cuando la regresada querida se animaba a volver, Rayo se levantaba del frío acuesto para dar saltos impresionantes que alcanzaban más altura que las últimas margaritas anaranjadas que mami bordó en la tela de las cortinas. Aurora esperaba que una inteligencia saliera a abrirle, y mientras su mirada confiada me descubrió espiando por las cortinas, a mí me asombraba Rayo que no paraba de dar saltos de este lado de la cortina de hierro –otra vez– autoimpuesta por los códigos de la civilización consumista. Al principio me encantaba que la tía Aurora nos visitara. Cuando se marchaba, desde la ventana de mi infancia, siempre que sonaba el timbre me asomaba deseando que fuera ella. Y cuando pasaban los meses, junto con Rayo, cuando veía la cabeza tras las rejas de Gran Canarias, me ponía a gritar que la tía había llegado. Pero lo sabio que recorría las ventrílocuas cavidades de mi alma, cogió la amargura de los frecuentes sainetes con los cuales se construyó la cruda aldea de mi niñez. Entonces yo ya no pasaba los meses esperando volver a verla. Sólo recordaba de su existencia cada vez que mamá se caía en los pozos de sus frecuentes melancolías. Al igual que mis padres, la tía Aurora no se daba cuenta de que mi Catalina y yo crecíamos todo el tiempo.
También fue Rayo quien nos defendía de las histerias de mamá.
Cuando papá quiso reincorporarse a su vieja Entel, comenzó a escasear en la casa; y mamá ya no pudo compartir las espesas rutinas con nadie. En lugar de subirse a aquél colectivo de amarillos destartalados y volver a las ocho de la noche cargando tubérculos en bolsas de 50 kilos, papá todas las mañanas se caminaba dos cuadras hasta la parada del 98, frente a la escuela de mi niñez,  y aunque era invierno y aterían los frescos, los climas no le importaban. Conoció bien las horas pico, viajando 65 minutos de pie hasta la Capital Federal. Y luego, cuando descendía del ómnibus, se le perdían las huellas, pues hasta la noche ninguno de nosotros supuso su paradero. Aquellas salidas duraron todos los meses de un año.
Al principio papá regresaba a la casa de Gran Canarias más o menos para la cena. En el inicio de sus desapariciones, mi madre tuvo que hacerle frente a los enojos de nuestro arrendador. Como pudo dio guerra a los cortes de agua, justo cuando estábamos a la mitad de nuestras duchas. Pasaba que con Catalina aturdíamos las siestas de don José, un pelado que nos alquilaba la casa. Y como una loca venganza contra aquellos sádicos despertares esperaba a que alguno de nosotros tres activara el encendido del tanque calentador… y cuando pasaban justo 9 minutos, el agua calientita se nos enfriaba y no podíamos terminar de enjuagarnos. El viejo ajusticiaba su insomnio cerrando la cañería del agua caliente. Mamá salía entonces desnuda al patio con una caja de huevos y los estrellaba en el balcón de la plata alta. En otras locuras lo insultaba gritando de abajo-arriba las afeadas más burdas. Aquella guerra acabaría en un moroso escape, un mediodía de casi verano. Mamá pasaba sus vacías rutinas analizando cómo era que se fueron desmembrando los castillos que fabricó en su atacada juventud. Así, pues, se aferró a nuestra diaria llegada postescolar, para tapar con los polvosos cúmulos de su dedicación hogareña el dolor por los sueños que, día tras día, se acostumbró a ir perdiendo. Ella ocultaba todo lo que podía su inmensa insatisfacción.
Cuando por fin entendió el cortante apartamiento de mi padre, mamá somatizaba ataques de nervios para descargar el fastidio que, hilvanando un resentimiento con otro, almacenaba en nuestras ausencias. Por las tardes, antes de gozar la viciosa libertad de la infancia, Catalina y yo hacíamos los deberes de la escuela número 2, Alférez Casimiro Escarlata. Cuando nos levantamos de la mesa, mamá se quedaba en la cocina terminando de enjuagar los platos del mediodía. Simulaba la calma, mientras con el estropajo de acero rallaba los carruajes de porcelana dibujados en los platos azules. Aunque lo más probable fuera que ninguno de nosotros dos se mereciera el desquite. Y entonces, cuando yo le comentaba un error o un problema, mamá iba destejiendo el monstruoso edredón de injusticias que había construido en sus arruinadas mañanas. Era algo mecánico, repetitivo e indigno: primero imponía una corrección subida a un tono chillón, que desembocaba en regaño, para que luego las voces crecieran y se enroscaran en un monólogo de recriminaciones culposas y siempre con aquel tono de agudas acentuaciones heladas. Cuando su bombardeada cordura mordía el anzuelo de aquellas desubicadas histerias, cerrando los puños se aprisionaba los pelos rubios y estiraba los brazos hacia los lados, mientras Catalina y yo intentábamos que recupere el sosiego diciéndole cuánto la queríamos y pidiéndole por favor que pare ya de gritarnos. Yo le temía tanto, tanto, que me escondía bajo la cama de dos plazas, donde toda la familia mirábamos cine televisado, pero ella me seguía para seguir la gritada. Y cuando no podíamos detenerla, Catalina o yo corríamos a la casa de una enfermera y le pedíamos que viniese a ver a mamá. Nuestra infancia nos impedía ver las cosas con claridad. La ceremonia duraba una o dos horas muy largas.




dnld










lunes, 9 de abril de 2018

Capitulo X: Subastización













Eran los años 88 u 89. Quizás 1987. Fue después del mundial de México: allí Maradona pasaba entre los italianos e ingleses con la misma majestuosidad que David Copperfield atravesó la muralla china. Mientras tanto Michel Françoise Platini fallaba un penalti en el mismo día de su cumpleaños; tal cual iba a pasarle a Baggio, cuando un mundial más adelante se definía la calurosa final contra Brasil. En ese mismo partido, como todo un poeta, Pagliuca posó agradecidamente sus labios en el curtido guante de arquero para así transmitirle un beso al palo que le atajó el gol a no sé cuál naldo, Romario o beto. Los apellidos brasileros siempre me cuesta diferenciarlos. Son como las caras de los coreanos, chinos y vietnamitas, que si no nos familiarizamos con una cultura u otra, pues no podemos diferenciar a ninguna. Y les decimos ponjas[1]  a todos.

Me imagino que todos nos entristecimos mucho cuando Flavia empezó a las cuatro. Sin embargo ninguno de los chicos dijo nada al respecto.
Por un sorpresivo decreto para ahorrar energía, el bombardeado gobierno de Raúl Alfonsín decidió que comenzábamos a ver la tele un poquito antes de la merienda, a  las cuatro de la tarde. Para que nadie haga trampas prendiendo la tele mientras todos dormían, y entonces el suministro del Chocón estuviera asegurado con por lo menos el mínimo, los funcionarios digitaron cortes de luz. Los apagones estaban avisados para todo el mundo. Tal cual había pasado en casa, que mamá puso límites al egoísmo de Catalina con el un día cada uno, el gobierno organizó los cortes de luz como los dientes de un serrucho aserrando a los barrios contiguos. Por ejemplo, si un lunes se apagaban las luces en Berazategui a las 2, pues al día siguiente se programaba el corte a esa hora pero en Ezpeleta. Y al otro día el corte de 2 a 4 nos tocaba a nosotros, mientras que en Berazategui tocaba el corte de 4 a 6, que antes había sido en no me acuerdo el nombre del otro barrio de más allá.
Fue en esos meses que a papá se le ocurrió irse a la Capital todos los días para conquistarse así el corazón de otros gremialistas, y entonces tantear intuitivamente si podían reincorporarlo a las oficinas de la aún Entel, cuyas siglas estaban siendo secretamente amenazadas por los planes de una subastada privatización. Ya en 1983 papá había perdido el primer cupón de su lotería para volver a los sindicatos, cuando un vigoroso Alfonsín se ganó la simpatía de un pueblo con claustrofobia, dándonos 3 opciones de democracia. Habían decidido quedarse los dos en casa: los chicos eran chicos y mamá no podía sola con el almacén. De todas formas papá no dejó de ir, pero viajaba sólo si había reuniones muy importantes. Y cuando volvía a casa, mamá lo recibía en el comedor, y ponía los labios rojos con la forma de un capullo de rosa para decirle que lo había extrañado.
Papá y mamá se querían muchísimo.

Prendía la blanco y negro y ya estaban transmitiendo el infantil escenario de La ola verde, cuyo decorado de fantasía consistía en barcos pintados con témpera marinera, sábanas que colgaban cual extensos fantasmas muertos y arrugadas montañas de papel crepe. Una energizada Flavia Palmiero alegraba las resumidas presentaciones para los dibujitos de la Warner. La presentadora hablaba mucho con un muñeco que tenía obligados el nombre y el apellido. Entonces -como llamando al viento-, Flavia decía: “¿Señor Televisooooo-oooooooooor?”. Y se quedaban charlando toda la tarde.

El Señor Televisor siempre estaba presente: era una tele con barba de algodón y una boina como la que empezó a usar papá después de cumplir sus 58. Tenía las piernas hechas como barrilete, sensibles a la brisa, que se movían un poco cuando Flavia iba y venía a su alrededor; le crecían bajo la barba y siempre colgando hasta unos centímetros del piso resbaladizo, las medias eran como las mallas del trapecista, sólo que de rayados colores que vi en la tele de Usiel, que acompañaban el sentido de los dos trópicos C: verde, azul y naranja, afeminaban al vetusto coprotagonista. Para escucharla mejor a Flavia, el Señor Televisor siempre se iba a sentar en un arcón familiar, cuyos colores me era imposible diferenciar, ya que en los epilépticos paseos que me daba por los dos o tres canales que se veían, pues la blanco y negro me forzaba a padecer un daltonismo por de más oportuno.

Y si Flavia le hablaba al oído, Bugs Bunny le correteaba de una mejilla a la otra, desapareciendo tras el bigote de algodón o los ojos de papel, que ya hacían parte del huidizo bosque pintado gracias al generoso Chuck Jones.






[1] Acepción popular usada en Argentina para referirse al colectivo “japonés” (japos).






sábado, 31 de marzo de 2018

Capítulo 9: La piecita de la tía






 



Bob Dylan desapareció de la sala comedor, después de haber repetido por tercera vez “Llamando a las puertas del cielo”. En el medio de cada repetición, trece canciones entretuvieron el mediodía sin gente. Mientras tanto, tres acogedores leños arden desprolijamente sobre las brasas en la calefactora chimenea de ladrillos anaranjados, enclaustrados con mezcla de construcción. El humo de los leños sube al tiro por distintas partes del fuego hipnótico. Y desaparece en el tiraje isósceles. Y pienso, mientras espero la sentencia de mis decisiones: ¿No será el mundo una sublime metáfora de la mente?

Cuando mis padres descansaban de la mañana ajetreada –y también de sus corruptivas preocupaciones– sobrante de clientela, yo me entretenía imaginando por los distintos decorados del hogar alquilado. En el comedor de la casa había una estufa naranja, que se prendía con un papel de Clarín encendido con el mechero. Para que nuestros cutis previnieran quemaduras desubicadas, con una casera papiroflexia plegábamos una hoja de periódico hasta que formaba una extensa batuta, que ya con el fuego endosado en su heroico hocico notificado, se infiltraba hacia las hornallas por la única posibilidad del enrejado arisco. Durante aquellas siestas me encantaba mirar los atardeceres; recuerdo a la sombra que comenzaba oscureciendo el desnivel pronunciado por las tejas de mi pieza y que, de golpe, se suicidaba sobre las baldosas inseparables del patio. Una última oscuridad tibia avanzaba tristemente hacia mi silla, como para advertirme que debía darle las buenas noches al sol. Y, al fondo de aquel tejado, un impresionante muro grisáceo e inútil con un hoyo que lo centraba cíclopemente. 
¡Ah! ¡Pero qué cómodas fueron las soledades de mi niñez! Bajo ese fantasioso tejado, luego de la escuela pasaba las tardes en una habitación que finalizaba nuestra hechizada vivienda. La puerta de aquella pieza fallaba bastante más que del todo cuando quería pasarse llave. El picaporte desatinaba por medio centímetro, y se debían dar dos empellones de las caderas para cerrar del todo. Arriba del gélido picaporte, la puerta estaba desprotegida por un ventiluz que no se transparentaba, pero contaba con la inoxidable apertura de sus esmaltadas bisagras. Entonces lo abría para espantar mis aburrimientos con las lloviznas post-escolares, que se presentaban inopinadamente desde marzo hasta octubre. Luego del irreemplazable ventiluz se levantaba un mosquitero que cuadriculaba al patio de la querellante vivienda, seguramente estropeado por el ocio de alguno de nosotros. Era lo mismo que las hojas de un cuaderno escolar primario, como cuando el desubicado Usiel Tardo apoyaba el codo izquierdo sobre la hoja ya manuscrita, formando hacia dentro un equilátero en la punta de la cuartilla. Y al tiempo queda el obtuso triángulo en las esquinas inferiores de los principales aprendizajes. Tras aquel saqueado guardia de alambres interactivos, pasé las horas de mi niñez esperando que alguna torcaza picoteara el ingenuo alpiste que modelaba sus miligramos bajo un cúbico cajón de manzanas Deliciosas. Yo pretendía hacerlo pasar por una trampa casera para las aves viajeras. Me divertía esperando a los gorriones o a los palomos para ver cómo limpiaban las migas que les había desparramado en un ángulo del patio vacío. Para que no me aburriera tanta letanía -separadora de visitas y las frágiles partidas de pichones amarillentos y benteveos noveles-,  mientras los pájaros descansando en la medianera analizaban mis inocentes trampas, yo debí transformar mi primer día de clases en una anécdota aventurera, por si mi familia algún día me preguntaba. De mi vida siempre mantuve recuerdos muy buenos. Los que no me hicieron feliz, trataba de liberarlos a través de la narración, pensada siempre para mis mejores amigos, contando al ambiente desconcertado lo mejor que podía mis vergüenzas y mis victorias. Me dio lástima saber que he tenido muchas más y mejores creatividades cuando fui niño.
Nosotros, para hacer más rápidos los privados mandamientos, la habíamos bautizado “la piecita de la tía”, ya que ahí dormía la tía Aurora cuando retornaba como un perrito a la casa de mis viejos. La hacía feliz a mamá. En cambio en las cenas papá siempre estaba con cara ‘e culo. Eran distintas políticas que defendían la tía Aurora y papá. Las comidas eran tensas a la noche, porque la tía Aurora había visto un lado corrupto en la gente que papi más admiraba. Y la presencia de la regordeta le molestaba. Papá la sentía como quien come un pescado le puede sentir la espina. No como la rosa, que las espinas la hacen más interesante. La tía Aurora siempre estaba en la esquina. Miraba la tele de píxeles ya coloreados y cuando terminaba las cenas participaba de las sobremesas incómodas con su silencio enfadado y algún sí sí para que papá sintiera que todos le respetaban.








jueves, 8 de marzo de 2018

Capítulo 8: Grafologías












Para no aburrirlos a ustedes (creyentes, que todavía no hallaron un solo símil para sus vidas en ninguna oración de esta leyenda, y por eso continúan allí, allende este volumen ególatra, esperanzados de encontrar alguna línea que los identifique), les pediré que por un segundo se imaginen que la caligrafía de los hombres que nacen y luego mueren es una réplica de algún lugar olvidado por las ciudades. Imagínense que las inclinadas alturas de la manuscrita borgiana son una fotografía de la torre inclinada de Pisa, que se desmaya eternamente ante los repetidos ojos de los cielos azules y grises. Que las oes de Salvador Dalí son fotografías de un Voyager que investiga a la Tierra: entonces recoge una vista súper aérea del Lago Ness, y en su ondulado bucle de vocal abierta se avista el grueso cuello del monstruo saliendo a la superficie para tomar una bocanada de oxígeno innecesario.
Pues yo entonces les doy fe a ustedes que las caligrafías de Seba eran una maqueta perfecta de este pinar montañoso. Presionaba la pluma fuente sobre la carilla de sus forrados cuadernos Gloria, como cincelando el blancuzco renglón con las tareas copiadas de la pizarra. Y cada vez que su silenciosa escritura pronunciaba prosódicamente las enes y emes inversas, cinco pinos germinaban en un segundo. O plagiaba involuntariamente los arroyos del Peñalara, cuando su filoso pulso agrietaba la hoja con unas efes incisivas. De pequeño, la caligrafía de Seba me resultaba rara e insulsa, con sus tes puntiagudas y sus avances colmillezcos; con sus caídas zetas que se colaban al alfabeto, que se infiltraban, que se entrometían al vocabulario para hacernos dudar si estábamos anotando correctamente la ortografía de nuestro solidario castellano. Cuando Sebastián cerraba las interrogaciones, zigzagueaba todo el cuerpo como el zorro haciendo su zeta. Sin embargo, más adelante, yo terminaría envidiando aquellas tintas y lápices, que casualmente parecían una transcripción de sus rasgos y muecas faciales: el número cuatro pintaba múltiples retratos de su nariz (ni aguileña como la de de Lennon, ni aplastada como la de Tyson), las presentadoras capitales reflejaban la trigonometría de su cara, y las eles minúsculas una fotografía de sus labios girados en vertical. La manuscrita de Seba siempre era en cursiva. Parecía que el matemático grafito se descargaba de alguna injusticia cuando escribía los múltiplos en la cuadriculada. Seba casi pinchaba la Rivadavia con la pluma fuente y luego, para completar los renglones, trenzaba el servicial mapa de sus tareas copiadas de la pizarra general. La escritura de Seba era como una infinita u de cumbres perpendiculares, que cada tantas vocales se separaba por el pegadizo bucle de alguna ge. O la supina ruta de sus letras, tras cada significado, se cortaba por un espacio para retomar la erizada construcción de una ciudadela de caracteres; o como las alturas de un fuerte vaquero, que evitan el infiltraje indio sacando punta a los troncos. Aquellas pe que siempre le salían como una flecha enterrada apuntando al renglón superior, como un pico minero peinado a lo Gardelito, que arrastraba detrás de sí a toda una tropa de palabras afiladas. Las eses eran como un anzuelo magullado del cual había picado una tromba de palabras dictadas, un cardumen de ideas ajenas que seguía el señuelo horizontal de las kues de asambleas.






domingo, 4 de marzo de 2018

Capítulo 7: Late - Nola

























Mi primera visita a la casa de Seba fue en una programada mañana del año que le siguió. Mamá me acompañó celosamente las catorce cuadras que separaban nuestro negocio de la incierta casa de mi compañero de banco. Ese mediodía comimos caldo con fideos moñito. El clima era sólido y acogedor. Y tal como las otras veces en que mi contento exacerbó la magnitud de mis nervios, en esa mesa yo fui quien habló como un loro. Deshice mi integridad en docenas de elogios sobre el ambiente y sobre el típico caldo de pollo que nos había preparado Azucena, una mujer rubia de claros ojos redondos y transparentes. Horacio, su hijo anterior, se sentó en la esquina, como si fuera el cabeza de la familia, pero sólo nos separaban tres años de infancia. También concurría a la misma escuela que nosotros, en el mismo curso que Catalina, donde estudiaban hermanos de otros compañeros míos más populares. Sin embargo, Horacio tenía un alma con más categoría que todos sus refunfuñones amigos del barrio. Horacio llevaba una sublime elegancia y educación atada en los rasgos índigos; pero no una educación instruida, sino que se había ido haciendo con los mejores teatros de otras vidas que merodeaban a la suya, como quien aprende modales secuestrando escenas de finura en todos los cines que pudo ver. El padre y esposo se llamaba Luis, igual que el primer nombre de Seba. Como el hijo de Príamo, Seba llevaba el aura con un brillo digno de lealtad. Aunque uno no podía fiarse de él por completo. Resultó que por la misma época de esa visita se había fijado en moda el coleccionar cajetillas de tabaco importado. Y tal como si fueran las autoadhesivas más codiciadas entre los que se daban el lujo de completar un álbum de figuritas atrás de otro, en los ratitos libres del curso canjeábamos nuestras repetidas por otras marcas que nos faltaban. Sin embargo cuando proponíamos algún comercio con Seba, él nunca demostraba gran interés por las marcas que le mostrábamos, argumentando que no sabía si también archivaba en un ático, tan inventado como sus alcancías internacionales, una de Kent mentolados o la reluciente John Player Special negra con doradas iniciales que formaban su trenzado logotipo industrial. Desanimaba nuestro formidable capital tabacalero fingiendo confusas lagunas en su memoria, argumentando que no podría darnos segura fe que si ésa o aquélla ya la tenía, pues existía un  pariente marinero que viajaba por todos los continentes y que al regresar al puerto de Buenos Aires, en uno y otro reencuentro, le regalaba de a cien paquetes que con amor le iba guardando mientras estrenaba suelos más progresados que la estancada Argentina.
Tiempo después de que sintiera los rincones de esa casa como mi segunda familia, comencé a ir más que mucho a la casa de Seba. Me alegré inmensamente cuando por fin me compraron la cross, pues las catorce cuadras eran muy solitarias y yo todavía prefería pasar mis ratos solos acompañado de alguien. Pero todo cambió cuando pude adelantar la media hora del camino por 10 minutos. Lo peligroso eran las dos avenidas que debía cruzar. Pero el resto del camino eran paisajes preciosos. Y, paso por medio, yo miraba sin detenerme los ágiles céspedes, donde alguna vez había pisado. Entonces les visité casi todos los días.
Nos gustaba subir a los plátanos que ensombrecían la casa de abajo. Aquellos árboles de la intemperie ya venían con dos o tres tablones clavados a sus ramas aventureras. Seba había martillado unos listones a lo largo del tronco, formando una escalera al mejor estilo Tom Sawyer, que jamás usábamos para llegar a las ramas más altas, y en sus copas también había clavada una madera que nos servía para apoyar nuestra ingenuidad. Cada vez que trepábamos a esas alturas nos sentábamos en las tablas y destrenzábamos vuelta por vuelta los enojos de nuestra precoz individualidad. En verano era hermoso: una perpetuidad de hojas verdes, cuya cintura se parecía a las picas del póker, cumplían la profetizada danza del aire sin desprenderse de sus ramitas. Escondidos en el tupido veraniego mirábamos pasar los automóviles modestos y lujuriosos. Nos gustaba crecer poco a poco, participando en los ilusionados gambitos que nos regaló la niñez. En aquella época me gustaba vivir lo nuevo. Sebastián y yo nos subíamos con una enviciada bolsa de caramelos y quemábamos las aliviantes horas de la tarde bromeando o remarcando los defectos que sobresalían en los desconocidos. Seba siempre me sacó risas inventando locuras. Era un chico silencioso que en los momentos más justos proponía las ráfagas de su genio. En tres o cuatro palabras sintetizaba todo un día gracioso, o una ridícula escena televisada con la que nos habíamos muerto de risa por diez minutos.








jueves, 22 de febrero de 2018

Capítulo VI: La Magia de Disney












La Magia de Disney












Pero antes de continuar, para inspirar más ternura en quien juzga mis equivocaciones, deseo contar alguna memoria más de mi vigente infancia, para que así mi Corresponsal supiera lo bueno que he sido en un tiempo atrás y quizás de esta manera se compense alguno de mis errores: la ya citada casa de Gran Canarias. Fue la época más pobre de nuestras vidas.
Las manos de mi padre tenían ingenio para las construcciones caseras. También para Navidad armó un robusto pesebre con las maleables maderas de un cajón de Deliciosas. Había montado a puro ladrillo las estanterías y los curtidos mostradores sobre los cuales dividió cirujanamente el costillar para alguno. Papá construyó primero algunas tapias de ladrillo rojo y de hormigón. Con las espátulas justas, ágilmente escondió los discontinuos ladrillos con útil mezcla para cemento. Y luego alisó toda la superficie visible con el mágico enduido tapizador. Con el tiempo el cuchillo dejó negras incisiones sobre las matarifes maderas.
Desde la sala del comedor diario y nocturno, yo corría apenas unas cortinas grises y floreadas para mirar hacia el local y la calle por el translúcido cristal de una puerta de doble hoja. Era difícil abrirla cuando pasaban la llave. Pero en la puerta derecha, en lugar de cerrojo y picaporte, había una manija que giraba y desenclaustraba la puerta del piso y de su dintel. A la hora de la siesta de los mayores, mi hermana y yo pasábamos al local utilizando aquel tramposo método de libertad. Más de una vez se salvaron nuestras manitos, cuando quisimos recuperar los billetes embolsados descuidadamente por el aire, que se perdían entre las hélices de la heladera exhibicionista. Si quisiera retocar otro recuerdo, puedo decir de la vez que oímos el insufrible e inolvidable ¡Ah, Dios!, y luego sentir a mi padre que nos habló medio desmayado, cuando la sierra eléctrica se le hundió hasta el hueso de su pulgar menos diestro.
Para ir esbozando en las mentes de mis deseados corresponsales una parte de la casa, puedo permitirme decir que en el mismo ambiente, por donde mi hermana y yo mirábamos trabajar a mi padre, iba centrada la eterna mesa de roble, tan obscuro como el resto del juego ambiental.
Como el aburrimiento de los niños se aprovecha para crear personajes que se arriesgan a la aventura, o también para imitar personalidades o profesiones que son difíciles de desarrollar durante el resto de nuestras vidas, yo protegía mi frágil psicología jugando a que era piloto de un avión que rotaba sus eficacias dependiendo de mis sensibilidades. Con la tuca de una tiza, bajo las extendidas longitudes de la mesa centrada, dibujé brújulas aéreas y relojes que marcaban la tan soñada altitud. En los cuatro laterales dejé botones y desperfectas palancas meridionales que se subían y se bajaban con la presión de mis cuatro dedos mayores. Era precioso.
Releyendo las páginas de mi historia, luego de la mesa, en la pared del fondo, había un modular enorme que lo sargenteaba todo. Allí se resguardaba el dinero de nuestras caprichosas edades. Una vez papá dejó de atender, y como el cantante que deja el escenario para tomarse un whisky, hizo algo que nunca había hecho antes: dejó el negocio y entró a la casa con un Particulares prendido. Otro hombre le seguía. Abrió la decorativa cerradura del modular y retiró los ahorros que aparentemente se destinaban al alquiler y la luz. El hombre que lo seguía le estaba enfriando la columna con un cañón antiguo pero efectivo. En la cena de esa noche mis padres remataban los comentarios respecto al tema con menos mal,  porque -en vez del dinero grande-, el ladrón se fue de la casa con unos puchitos que comprarían un chango lleno de víveres en el mercado El Gauchito, pero la suma importante se quedó en su lugar, ya que papá había previsto aquella desgracia y escondía el dinero del alquiler en la misma puertita que un diezmo de no sé qué, sólo que abajo de documentos distintos, para que si pasaba lo que ocurrió dejase contento al chorro con la medalla de plata, pero se fuera pensando que había cortado él la cinta de los cien metros.
Papá era inteligentísimo.
Aún más a la izquierda del mueble banquero, un perchero se momificaba todos los días con las camperas de invierno, típico del buen gusto de mamá. En ese rincón, enseguida otra entrada de dos puertas que nos tenía preparada una galería blanca y alargada. Dividieron ese pasillo con una madera que mamá empapeló de nuevo cuando ya podíamos ver la estela de cada año. Allí enfilaron las camas donde dormíamos con mi hermana. El techo era en caída. Y me gustaba escuchar la lluvia que borboteaba sobre el tejado bordó. Los sábados y domingos papá siempre hacía un asado, y los hermanos dormíamos hasta tarde. Mi cabeza estaba apenas al ingresar, y en los fines de semana los pasos de papá me desperezaban. Levantaba los ojos en la penumbra y través de unas cortinas iguales a las de la puerta anterior, que al traslucirse sembraban cinco o seis flores en el negocio, lo espiaba a mi viejo que entraba a la casa para amontonar el dinero de los impuestos puchito sobre puchito, cuando venían las viejas gordas para elegir la parte más exquisita del costillar, y dejar en la casa los pesos para los lujos que nunca pudimos darnos, puesto que en el hogar que mis padres formaron no nos faltaba lo básico pero siempre teníamos cosas que componer o que actualizar. Hasta que papá cobró bien de nuevo, en casa nunca hubo nada moderno. Comprábamos los guardapolvos largos para poder hacerles los dobladillos y que nos sirvan para el año que iba a venir. O si no me compraban las Adidas falladas, que por un milagro feúcho salían de fábrica tan diferentes como los nigerianos que sin perseguirse andan por las calles de Salamanca. Llevaban el error como un virus del Sida escondido en los linfocitos. Pero gracias a ello a mamá le costaban la mitad. Cuando era chico me emocionaba que mamá se decidiera a hacer cambios importantes: comprar una cocina nueva,  pintar un ambiente. Nos entreteníamos cambiando la casa gracias a ideas nuevas. Mamá era una mujer llena de virtudes. Cuando empezaban las clases me usaba los lápices de colores para pintarme carátulas en la primera hoja de los cuadernos. Y para Catalina también. Aún no se llevaba mal con papá. Y un domingo pasamos la tarde juntos en el patio de Gran Canarias. Entonces me copió el gato con botas de un librito hermoso que papá se había comprado para leerme de noche. A la sombra de la medianera, las epilépticas ramas de las acacias danzaban en las 4 estaciones.
Con el tiempo (como lo hubiera justificado Borges) algunas cosas se van perdiendo. Porque yo no sé en dónde se habrán quedado aquel magistral gato con botas, que mamá me había pintado para empezar el cuaderno de tercer grado: todos los gatos lindos tienen que ser rechonchos. Una espada derecha cortaba en dos al perspectivo castillo de algún marqués que seguro no era el de Carabás, cuyas opulencias se reconocían a escala. El felino era un mosquetero precioso. Tampoco sobrevivió el Blancanieves de Catalina, o algún Geppetto que tenía en las gafas una canica de sol.
Dentro de los lujos que pudimos darnos, siempre que venía la tía Aurora íbamos al mercado y comprábamos cosas lindas para la escuela. Un sacapuntas de Pluto o de algún cachorro de dálmata que se había salvado de la Cruenta, y yo –con una emoción destructiva- les apretaba el hocico mocho cuando nos quedábamos solos. En esa misma colección estoy seguro que también Mickey formaba en tropa, porque para reírme de su ridículo, yo le tapaba los ojos doblándole las negras orejas hacia adelante.
En cambio la cama de mi hermana quedaba en mis pies. Luego su cuerpecito frágil, estirándose hasta el empapelado. Aunque si mal no lo recuerdo, todavía quedaba un pequeño espacio entre los pies de su cama y la simulada pared de madera. Allí debí esconderme en algún zafarrancho. Pero las camas iban pegadas y seguidas. De ese cuarto mantengo memorias de algunas niñerías encantadoras: Catalina envolviendo nuestras cacas en un carbónico, porque a la hora de la siesta nos entreteníamos haciendo chanchadas. O si no yo que imitaba las piezas de los Maximilianos, pegando en mis paredes pósteres caseros de los Bugs Bunnys o de los Lucas que habían posado para las páginas en colores de alguna Revista Clarín que salía el domingo que viene. Y otras hermosas ternuras que se pasaban de lo inocente. Una memoria pobre me está contando sobre una ocupación que tuve antes de alguna cena económica: las camas, originalmente, tenían un respaldo que les fue arrancado para que funcione mejor la estética. Con el mismo cuero blando estaban recubiertas a los tres lados. En una tarde de invierno, la curtiembre que tapizaba los costados había sido personalizada por mis tintas analfabetas, dejando a mis hemipléjicos picassos como la evidencia de que un secreto retratista me crecía en el alma. Un hombre flaco, cabezón y electrificado, llevaba en su mano cerrada el proyecto de una ballesta, y junto a él un escaso tanque de guerra. Nadie me castigó por aquello, y habría sido genial arrancar las maderas tapizadas, que sirvieron de alargadísimo lienzo corrugado al perfecto niño que fui.
Transportábamos el invertebrado televisor de catorce pulgadas para mirar cine de noche. Mi hermana se encargaba de seleccionar la programación. Para evitar las peleas (con mucha justicia), mamá se había inventado una benévola tregua para el dominio. Un día cada uno. De los dos también era mi hermana quien manejaba el encendido y el apagado. Pero de todas maneras yo casi nunca aguantaba hasta el final del formal aviso de hasta mañana. Gracias a que Catalina festejó tres aniversarios antes que yo naciera, aprendí a mirar lo que los demás compañeros comentaban al otro día. Pero muchas veces me dolía perderme Meteoro o Mazinger Z. Igual muy de noche no lo trasmitieron nunca.
Aunque me superaba en aprendizajes, ni mi hermana ni yo entenderíamos de qué iba: La noche de los lápices. Pero ella se divertía más con el adelantado ingenio de Benny Hill. La historia cíclica me atemorizó con El planeta de los simios y la extinción de nuestras civilizaciones modernas. Aquel busto de la estatua coronada e insignificante distanció el sueño lúcido de mi vigilia. Es un poco raro… pero en aquella época me quejé del humor de Tex Avery. Y de más grande no pude completar la colección de sus añoradas animaciones. Aunque 20 años después, ocupé creo dos TDK con gatos que daban la malasuerte pintándose de negro, o que otorgaban la buena, cuando se desteñían.
A la altura de la mitad de la pieza, cuando las dos camas se unían en sus tocados bordes forrados de blanco,  subsistía estática la blanco y negro, acariciándonos con su orgullosa radiación optimista. Era una odisea doméstica entender sus programaciones. La longitud de su antena tenía el largo de las que hoy usan los simplificados teléfonos inalámbricos. Y los domingos, cuando mis padres se levantaban de sus siestas, yo retraía la tele algunos pasos. Ablandaba el borde de mi colchón, y con un pan con mantequilla sintonizaba un programa que se llamaba La Magia de Disney. Donald era mi preferido. Las voces de todos los personajes tenían una entonación que me hizo devoto televidente. Y claro que sí: también me enamoré de alguna princesa, protagonista de los cuentos que me leyeron mis padres. Era emocionante comparar las imaginaciones que fundían, en mis serviciales ingenios, los cuentos que me leyeron antes de dormirme con los reales y animados filmes a color que transmitieron los cines usureros. Hasta la fecha no consigo olvidar el locutor acento de algún personaje que presentaba un documental animado, buscando enseñar a las generaciones sobre los bosques o sobre la literatura clásica de Shakespeare, de Robin Hood o Guillermo Tell. Nunca dejé de preocuparme por un matemático supersticioso que desperdició un precioso romance, cuando su bruto competidor le amedrentó contando La Leyenda del Jinete sin Cabeza. Eran dibujos románticos. Nervudos beisbolistas hicieron llorar de amargura a todo un condado, cuando pifiaron el golpe decisivo en la final del torneo de más renombre. Las dos ardillas encolerizaron a un pato insomne.










viernes, 16 de febrero de 2018

Capítulo V: Ayeres en Blanco y Negro










Mezclándose con Salamanca y mis deseos del Tormes se van reproduciendo (en los clásicos adentros solamente míos) mi niñez, la cama de mis padres y un televisor que buscaba señales con una antenita que se desplegaba en tres cuerpos, tan finitos como las agujas con las que mamá interpretaba a una rencorosa Penélope. He vuelto a ver una película que se estrenó en la filmoteca de mis colecciones más memoriosas durante una función nocturna, más o menos cuando los cinco o seis años se me escapaban de encima.
Al primer intento la tele nunca encontraba una señal que me permitiera mirar los dibujos de la Warner nítidamente, cuando yo pescaba alguna angina y evitaba la escuela primaria por unos días. Inspiradas caricaturas de Tex Ávery fueron mi (como quien dijo) eléctrica compañía, luego que terminase la jornada escolar de 4 horas. Yo caminaba solamente 3 cuadras y ya empezaban las funciones bicoloridas que me hacían olvidar las tragedias educativas o la picardía de mis compañeros más grandes, vividas por la mañana. Mi madre nos esperaba con los almuerzos listos y la casa ordenada sin que por eso estuviera limpia hasta el fondo. Mamá pasaba la aspiradora pero escupía los mates en la pila de la cocina y luego se olvidaba de abrir el grifo; ella descuidaba las minuciosas pelusas o el garabato que colocó una birome arrebatada en las fundas de cuero de mi cama. Intenté mencionar en esta parte algún que otro arrepentimiento, comparando mis pensamientos de ahora con los de aquel entonces. Pero ya los he olvidado. Y no siento lástima. Barrocas sentencias expresadas son los recuerdos de aquella época mía...
Me gustaba la compañía de la tele.
Allá por mis siete años de educación matutina primera, siempre que volví a casa prendí la televisión. Me encantaba mirar dibujitos que se repetían en dos canales al mismo tiempo, o sino un mismo Lucas empezaba en una cadena cuando finalizaba en la otra. Le comprendí la gracia al coyote únicamente cuando fui más grande. Antes que Flavia Palmiero floreciera popularmente, ocupé mis ocios con descartables toons que no compartí con nadie. Tal vez Félix y su incompleta máquina voladora hayan sido lo único digno de contarse como funciones televisivas de aquellos días de primeras superaciones. Sí recuerdo mi primera pasión antes de conocer el incomprendido, anticipado y rebelde humor británico de Benny Hill.
Pero lo mágico era aquel anhelo por llegar lo más rápido que podía a ver la tele. Me despedía de mis compañeros a una cuadra de la calle donde vivíamos, y corría lo justo para llegar al exigido mediodía. Después del arrepentido final de Mazinger y Afrodita, llegaba a casa justo para almorzar. Y miraba Gadget o a Maxuel Smart, ya un poco más por compromiso y recomendaciones que por un deleite de mis inocencias. Para esa misma temporada, en una terrorífica función nocturna, el erosionado busto de una tétrica estatua de la libertad, conmovió mi infancia por primera vez con los temores de que la raza humana sea por fin acabada por su propia naturaleza conquistadora. Cornelius, Zira… Las noches de los lunes, de vez en cuando, se me concedía velar junto a toda mi familia en la alcoba de mis padres. Hasta que se inventó el satélite, la mayoría de las cadenas nos daban el hasta mañana como mucho a la una. Sin embargo los lunes a mí me parecía que la tele estaba prendida hasta muy de madrugada. Recuerdo a papá y mamá recostados, con los pies saliendo fuera de las mantas para estar más cómodos. Eran las pequeñas costumbres del entre casa.
Así en mi infancia fue que aquella odiosa electrónica me vio crecer y evolucionar hasta el año 1988, cuando mi familia sembró en el salón de cenar nuestra primera 20 pulgadas, a todo color y mando a distancia. “1988”. En ese año me estrenó la delicadeza un primer drama: Rain-Man. Y hasta que llegó Cinema Paradiso, los años que siguieron casi siempre viví contando los minutos que precedían a las vacaciones de invierno, pero más a las de verano. Toto... y aquel violín lo repasaría muchas veces en mis encontradas soledades.
No pude evitar comparar mis interpretaciones maduras con aquellos inocentes puntos de vista, que confundían al travestido con un vividor o con un payaso. Y aunque no podré contar mucho -pues el recuerdo se ha lavado casi por completo- como si La Leyenda de los Cinco Principitos fuera mi historia recorriendo sus lindes en un viaje astral, me veo sentado a la orilla del colchón fraterno, resistiéndome a crecer con las escenas de Víctor Victoria, negando las realidades que la película quiso hacer que viera, cambiando mentalmente los conceptos de los grandes por algún que otro ingenuo parecer.