Para no aburrirlos a ustedes (creyentes, que todavía no hallaron un solo símil para sus vidas en ninguna oración de esta leyenda, y por eso continúan allí, allende este volumen ególatra, esperanzados de encontrar alguna línea que los identifique), les pediré que por un segundo se imaginen que la caligrafía de los hombres que nacen y luego mueren es una réplica de algún lugar olvidado por las ciudades. Imagínense que las inclinadas alturas de la manuscrita borgiana son una fotografía de la torre inclinada de Pisa, que se desmaya eternamente ante los repetidos ojos de los cielos azules y grises. Que las oes de Salvador Dalí son fotografías de un Voyager que investiga a la Tierra: entonces recoge una vista súper aérea del Lago Ness, y en su ondulado bucle de vocal abierta se avista el grueso cuello del monstruo saliendo a la superficie para tomar una bocanada de oxígeno innecesario.
Pues yo entonces les doy fe a ustedes que las caligrafías de Seba eran una maqueta perfecta de este pinar montañoso. Presionaba la pluma fuente sobre la carilla de sus forrados cuadernos Gloria, como cincelando el blancuzco renglón con las tareas copiadas de la pizarra. Y cada vez que su silenciosa escritura pronunciaba prosódicamente las enes y emes inversas, cinco pinos germinaban en un segundo. O plagiaba involuntariamente los arroyos del Peñalara, cuando su filoso pulso agrietaba la hoja con unas efes incisivas. De pequeño, la caligrafía de Seba me resultaba rara e insulsa, con sus tes puntiagudas y sus avances colmillezcos; con sus caídas zetas que se colaban al alfabeto, que se infiltraban, que se entrometían al vocabulario para hacernos dudar si estábamos anotando correctamente la ortografía de nuestro solidario castellano. Cuando Sebastián cerraba las interrogaciones, zigzagueaba todo el cuerpo como el zorro haciendo su zeta. Sin embargo, más adelante, yo terminaría envidiando aquellas tintas y lápices, que casualmente parecían una transcripción de sus rasgos y muecas faciales: el número cuatro pintaba múltiples retratos de su nariz (ni aguileña como la de de Lennon, ni aplastada como la de Tyson), las presentadoras capitales reflejaban la trigonometría de su cara, y las eles minúsculas una fotografía de sus labios girados en vertical. La manuscrita de Seba siempre era en cursiva. Parecía que el matemático grafito se descargaba de alguna injusticia cuando escribía los múltiplos en la cuadriculada. Seba casi pinchaba la Rivadavia con la pluma fuente y luego, para completar los renglones, trenzaba el servicial mapa de sus tareas copiadas de la pizarra general. La escritura de Seba era como una infinita u de cumbres perpendiculares, que cada tantas vocales se separaba por el pegadizo bucle de alguna ge. O la supina ruta de sus letras, tras cada significado, se cortaba por un espacio para retomar la erizada construcción de una ciudadela de caracteres; o como las alturas de un fuerte vaquero, que evitan el infiltraje indio sacando punta a los troncos. Aquellas pe que siempre le salían como una flecha enterrada apuntando al renglón superior, como un pico minero peinado a lo Gardelito, que arrastraba detrás de sí a toda una tropa de palabras afiladas. Las eses eran como un anzuelo magullado del cual había picado una tromba de palabras dictadas, un cardumen de ideas ajenas que seguía el señuelo horizontal de las kues de asambleas.
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