Inertemente, diálogos que con facilidad vaticinan su desenlace, ocupan la apacible acústica de la sala principal donde en esta tarde, que progresivamente se hace noche despejada, arde la inapagable salamandra barnizada con un esmalte incascarillable, cuyo tiraje se enclaustra en la mansita chimenea, clausurada para que podamos disfrutar más nuestro egoísta aislamiento. A veces la reiterativa trama de la telenovela apunta escasos porotos humorísticos en el boletín que califica las absurdas líneas de su condenado guión. Al principio detesté brutalmente la carencia de su originalidad. Pero a medida que iban pasando todos los capítulos del 2008, me he ido acostumbrando a la personalidad enfrascada de todos sus personajes. Y les fui descubriendo encantos, como si yo fuese un oficinista recién integrado a la plantilla de un personal efectivo, y con el paso de las mañanas advirtiera las gracias de los compañeros más despreciados. Aunque la telenovela estorba la recopilación de mi pasado (a pesar del temor alzado sobre los incomprobables cimientos psicoanalíticos), desencadeno con el siguiente Modificador Directo, la narración de algunos recuerdos míos que originaron su erosiva existencia en varias doce de la noche pertenecientes a mi infancia, y que habían sido enterrados palada a palada bajo la polvosa culpa de mis inhibiciones, para que vuelen igual a los jilgueritos que asfixiaban su naturaleza en la canasta de mimbre.
En esa época la cantidad de teléfonos escaseaba en las casas del barrio. Pero no por pobreza, sino por una deficiente administración de la empresa operadora. Para mamá era imposible demandarle noticias a ninguno de nosotros luego de que nos marchásemos de la casa. Catalina y yo cumplíamos con un pactado toque de queda, que saliendo de casa firmábamos con una liviana promesa de puntualidad. Generalmente papá terminaba sus gremialismos a la hora de la merienda, y al pisar Gran Canarias otra vez, cuando los ocasos levantaban su etéreo telón con el fin de despedir al sol o a los soles nublados, Salvador volvía a entrar y se encontraba a mamá despachando a las arrugadas clientas que buscaban equilibrar su canasta alimenticia incluyendo medianas dosis de vegetarianismos. Pero hubo un día en que papá regresó de noche, transgrediendo su toque de queda por una hora. Y aquel monstruoso horario de las vueltas se prolongó por una semana.
Los hermanos también teníamos un toque de queda para ir a la cama. Aunque hasta las doce mirábamos desenfocados cines en la transportable catorce pulgadas. Nos habíamos acoplado tanto a la pequeña transmisión, que doblaba toda señal al estilo de las películas de Gardel, que a mí me dejaban pensando en lo lindo que sería tener una tele a color cuando lo visitaba a Usiel Tardo, en la esquina de enfrente. La casa de Usiel, como también la de algún amigo que iba al mismo grado que yo, tenía escaleras que nos llevaban hasta la terraza de baldosas color manzana. Usiel era un modesto amigo, primer compañero del barrio y amigo de la cuadra. Los primeros cuadernos de Usiel tenían una cursiva tembleque y exageradamente grande. Y aplastaba la esquina de la hoja con los codos antes de pasar a la siguiente carilla rayada. Un chico inquieto pero también auto-disciplinado, que más adelante se graduaría en Tae-Kuondo, en un gimnasio al que lo acompañé dos clases pagadas, donde un profesor ingenioso burlaba mis mocos desintencionados. Pero como otras tantas disciplinas extraescolares, abandoné por aburrimiento o (quizás alguna vez lo admita), por una vergüenza que se cimentaba en una timidez partidaria de analizar pero no tanto de vivir.
De todas formas, a Catalina y a mí nos encantaba la tele. Cuando somos más pequeños, como el color de los camaleones, gustosamente nos familiarizamos con las imperfecciones de nuestro hogar, sin cuestionarlas nunca y tratando de mejorarlas, hasta que en el cúmulo de nuestras superaciones despierta un talento para resolver las pequeñas imprecisiones en todo lo que funciona a medias. Después, en el futuro, tal vez la situación pueda cambiar. Entonces nos parece fantástico el correcto funcionamiento de un mando a distancia, o el mejorado trazo de un estilógrafo Rotring.
Pero ya cuando los cines se terminaban, cuando el ingenio de Benny Hill se postergaba hasta la próxima semana, cuando no había dibujitos que atraparan mis fantasías, apagábamos todo y nos dormíamos con la esperanza de descansar hasta que mamá nos despertara con practicados susurros para ir a la escuela. Sin embargo aquellas noches, que impregnaban nuestras personalidades con una energía maleducada, en las que vencidos por el cansancio infante desenchufábamos la tele para dormir, puedo recordar que mamá no dormía. Mamá esperaba despierta a que papá regresara, con el cortés camisón medieval ya calzado. Pocas noches me despertaba el chirrido de la puerta de doble hoja, cuyas cortinas pintadas con nomeolvides naranjas no tenían ninguna corriente que les abanicara a esas horas. Como lo había apuntado en un párrafo presentador y pretérito, el comedor quedaba pegado a la piecita de mi trastornada infancia. Pero cuando papá arribaba al domicilio, durante meses muy largos la alarmista voz de mamá me secuestraba del sueño, cuando increpaba al disimulado amante con fastidiosos arrebatos de locura, ordenándole que le explicara por qué había vuelto tan tarde, o dónde había estado todas esas horas que proseguían al toque de queda, mientras que ella se deslomaba atendiendo a las marujas del barrio. Siempre que abría los ojos me hallé mirando a la pared. Al principio trabajé conciliar el sueño con útiles técnicas que me dictó el corazón. Yo sabía que iba a dormirme de nuevo, cuando una hora después, y aunque las voces seguían su aumento y el terror se había sembrado en la atmosfera, el cuarto comenzaba a achicarse a la par de mi relajación, las paredes vacías se me encimaban. Pero algún grito nuevo reducía sus dimensiones. Y así era durante una hora larga, larga: la pieza me ceñía y luego se dilataba. Cuando ya logré acostumbrarme al sainete, cuando el sonido de las puertas no era adversario de mi dormir, igual conseguían despertarme los gritos de mamá, que del mínimo compasivo se incrementaban hasta el torturante máximo a medida que las insolentes excusas de padre le nutrían la excéntrica irritación. A veces papá conseguía el inconsciente éxito después de desenroscar un miedoso discurso por media hora. Pero para poner el punto y otra de aquella etapa, para preservar del griterío a las dos timoratas infancias, mamá se decidió por el desdén mudo y engullía inmanejables reproches para el insomnio. Y así crucificó su amor hasta muchos años después.
Bajo el horizonte del patio estaba la piecita de la tía y sobre ella las tejas rojas que al terminar una se superponía la otra. Pero muy a la derecha, el patio cuadrado también estaba comunicado con la galería que continuaba a mi cuarto. Más de una vez me levanté desesperado, atravesé la gelidez sin reparar en las estrellas consoladoras, buscando meterme en el lavadero abierto para alcanzar el picaporte de la cocina. Para evitar defensoras mordidas, Rayo ya estaba sacado afuera. Y cuando ya estaba a unos pasos, me lo encontraba ladrando y parado sobre sus patas traseras, exigiendo de nuevo la justa entrada a la casa, descargando todo su peso temido en los arañazos contra la puerta de hierro, como cuando era un cachorrito y dejaba los tres navajazos de sus juguetones raspones sobre la piel cenicienta del sofá. Como si se tratara de una olímpica jabalina, al abrir me encontraba a mamá de espaldas con un sifón en la mano a punto de ser lanzado contra la intelectual expresión de papá.
Sin pedirle permiso, traicioneramente yo estiraba los brazos y me abrazaba a la soda para impedir su explosión. Aunque la presencia de papá moderaba su educación, Rayo entraba a los saltos y sin reprimir los ladridos, que parecían decir cuidado que aquí estoy yo. Pero mamá no se percataba de mi presencia ni tampoco del peligroso ovejero. Continuaba con la tétrica escena de su desahogo nervioso. Sus gritos eran repulsivos, y más repulsivos aún por el abnegado bienestar que le concedían. Así fue que aquellos sobresaltos me habituaron tempranamente a mirar a mamá con una interesada compasión.
Era el infierno.
Entonces comencé a quedarme despierto, con el fin de escuchar el salvador chirrido de la puerta exterior, para saber si podía dormirme ya o debería esperar a que las justificaciones de Salvador calmasen a esa mamá descentrada.