HUMBERTO
PRIMO
1989
se iba acabando. Y a todos los a argentinos nos quedaba un
supersticioso sentimiento de torpe alegría. Los etiquetadores ya no
cambiaban los precios de un mismo producto en una sola mañana. Y los
micro-emprendedores subían las metálicas persianas de sus negocios
sin temor a los prepotentes saqueos. Fue unos días después de vivir
una sigilosa mudanza, que nos alejó para siempre de la calle Gran
Canarias, cuando vi por última vez a mi mascota felina, sin querer
arrimarse, en el techo de una casa contigua. Otro pedazo de mi
infancia me quedó en la memoria, la noche anterior de mudarnos al
barrio del este: con marcador color cielo a lo mediodía, aproveché
las didácticas estadías en mis 6 aulas formales, que variaban de un
año a otro, y dejé despedidas en las dos paredes que, a izquierda y
diestra, enfrentaban mis horas de sueño. Todo se descascaraba muy
fácil cuando despegué los recortes sujetados a la pintura blanca.
De seguro los próximos inquilinos no mantuvieron vivas mis letras.
Escribir me era mucho más fácil entonces.
Aquella
noche conocíamos el nuevo barrio. La jornada inquisitiva estaba a
punto de consumir su último momento. Era la primera vez que yo
advertía lo generosa que puede llegar a ser la Naturaleza, en sus
incontables combinaciones de especies y de lugares. Era también la
primera vez que caminaba junto a mi padre, solamente para
distendernos, sin prisas ni preocupaciones de que el autobús vendría
repleto.
Fue
como si hubiera estado en un teatro de sombras chinescas. La memoria
me ofrece una tapia vergonzosa, alambrada en todo su perímetro.
Metro por medio se vieron profanaciones que no se disimulaban,
perpetradas por los chicos del barrio que utilizaban el campo
declinado como un imperfecto potrero. Me acuerdo que el fondo de
aquella escena era muy oscuro, por eso lo comparaba con el teatro
chino de sombras. Aunque se diferenciaban muy bien las copas de las
acacias y de los olmos, sembrados hace ya mucho, iluminadas
tenuemente por la medialuna creciente.
El
número de las luciérnagas iba en aumento a medida que yo me
percataba de su existencia. Se sentía el aroma de los pastos que
cenaban el rocío del cielo negro estrelladísimo. En mi medio ojo
izquierdo empezaron a infiltrarse las pequeñísimas luces que no
permitían un segundo de paz a la oscuridad. Separadas pocos
centímetros, tal vez medio metro, cada luciérnaga encendía su
brillo y lo apagaba después de algún segundo. Pero eran tantas...
Yo hasta ese momento había conocido algunas que otras en el patio de
mi casa anterior en el atardecer de alguna primavera. Se posaban en
los jazmines enmacetados y luego echaban al vuelo y se iluminaban a
sí mismas en un parpadeo que duraba todo lo que yo podía verlas.
A
media cuadra de esa función poética estábamos nosotros: Humberto
Primero 851, la casa de rejitas negras. Si se quieren tomar la
molestia de ir hasta allí, todavía es probable que encuentren la
madreselva enroscándose por toda la herrería de nuestra puerta. El
teñido enrejado negro actuaba de nexo coordinante entre la
superficie de nuestro hogar y los amarillentos metros de la vereda.
Después de la puerta, parecida a las tranqueras de los corrales,
también a los lados se extendía una tapia de cementos ornamentados
de blanco y, en sus encimas, la fila india de rejas que iba desde lo
de Amanda a lo de Judith, exteriorizando la precaución de los
inquilinos: en este caso nosotros. Apenas llegamos allí, los perros
clamaron su celo con nuestras violadas mascotas sin operar. Nunca les
abrimos la puerta, pero vigorosamente saltaban la tapia enana. Como
buenos arqueros apuntaban sus zorrinos hocicos para que emboquen
entre dos rejas discriminantes. Creo que era por un bondadoso
cimiento que eso sólo podían conseguirlo del lado izquierdo, por
entremedio de unas rejas que la retama nunca pudo adueñar. Algunas
tardes, luego de los reconfortantes almuerzos delinquidos, yo me
sentaba a escribir los deberes del ya aliviado séptimo grado, y por
la eterna ventana inmensa vi aparecer sorpresivos saqueadores caninos
que iban en busca de su rastreado sexo. Desde la misma ventana, en la
sala comedor, vi pasar levitando a una sirena, un mediodía común. Y
a otras argentinas contoneando sus caderas ecuestres. Había cortinas
blancas que distorsionaban las figuras peatonales. Alguno de ellos
rozaba la entrada principal con las camperas de invierno. La puerta
de rejas negras era la única superficie que no había inundado la
madreselva. Un picaporte enfermo imitaba por un segundo el sonido de
la locomotora; y las bisagras hacían un largo yiiiiiiiiiiiiiii, como
un acople en el Marshall que va en aumento hasta que llega a cierto
decibel. Y luego la puerta de entrada con su mirilla empañada.
Estaba anticipada por una pasarela de baldosas rosas y, a izquierda y
derecha, por un adaptado jardín. Allí estaban los trasplantados
jazmines de mi primer patio de Gran Canarias, a cuyas ramas, debido a
su longevidad, en primavera ya les costaba darnos los brotes. Más
centradas, las puertas de fierro y la de madera se alineaban
imperfectamente una atrás de la otra. Yo ya me había acostumbrado a
mirarlas. Era fantástico. No sé si habrá sido mi inquisidora
juventud, pero siempre que volví a casa, desde la última altura de
Humberto Primero, ya divisaba la medianamente transcurrida Cevallos,
y me sentía confiado y feliz. El barrio se llamaba Villa Luján.
Avenida Cevallos debería tener 2 ó 3 kilómetros hasta que cambiaba
de prócer. Cevallos era como el punto de largada de una subida para
quienes caminaban diariamente hacia la estación de trenes y de
autobuses. En las paradas de colectivos había colas muy largas.
Allí, limosneros que no tendrían más de 14, se siametizaban a los
trabajadores para pedirles un duro, rateros que habían aprendido el
arte de la usurpación, iban hasta la estación para ejercitar su
astucia. El hurto fue su materia en la formación de la
supervivencia. Pero yo siempre les había respetado. Mañana serían
hombres valientes. Avenida Cevallos también podría mirarse como el
divertido fin de un colosal tobogán para los pocos que venían al
barrio por las mañanas. Cuando la edad me pidió empezar a comprobar
mi educación con la práctica de la experiencia, cuando ya se había
solidificado el hábito de responder porqués con las conjeturas que
mi corazón argumentaba, me encantaba hacerme de coraje y salir de
casa cuando aún había neblina. Las neblinas de Quilmes eran más
naturalidad que contaminación. Y junto al rocío matutino: mi ciudad
daba la impresión de estar navegando en el Ártico frío. Era todo
silencio. Y los días de invierno siempre quedaban grises. Si había
tormentas, las calles importaban de no sé dónde el color del
nublado. Durante los últimos meses de la primavera, si había sol,
los asfaltos eran blanquecinos y la brea brillante se derretía un
poquitito. Las calles de aquel Quilmes se camaleonizaban con el color
del tiempo. Eran como aquellos ojos que adaptan sus tonalidades a la
luz y a la penumbra.
La
Avenida Cevallos era paralela a las vías del ferrocarril. También
separaba una clase más alta de trabajadores y de viviendas. Lo mismo
pasaba con las avenidas que la cortaban. Al cruzar Cevallos,
Rivadavia se convertía en Otamendi. Y si se continuaba viajando
hacia lo más incivilizado, las miradas de los chicos ya no eran de
bienvenida. Los años que allí viví siempre ocupé algunos
pensamientos analizando la infraestructura de aquella mágica
sociedad. La primera antinomia entre las cosas que yo creía y la
desalentadora verdad, aparecería en la heterogenia.
Como
cuando alguien visita otro país manejando, cuando de repente la
arquitectura conocida se fue esparciendo sin que el viajante notase
la metamorfosis en el paisaje. Es que todo sucede muy despacito.
Hasta que se entra en la carretera la ciudad va acompañando en ambas
ventanillas del coche. Y por delante el tráfico urbano lo mantiene a
uno alerta. Se oyen bocinas y los semáforos controladores mantienen
nuestros reflejos despiertos. De a poco el viajante se va soltando.
Luego, las edificaciones nos acompañan algún tramo de la ruta. Pero
se empieza a respirar un aire diferente, más liviano. La carga
sentimental se deshace junto a los desintegrados edificios. Y
llegamos a un punto del camino donde solamente vemos casas y
granjeros de cuando en cuando. Y de repente: los potros blancos y
mestizos pastan la agricultura junto a la laguna. Rebaños ovinos
rescatan la pureza olvidada de cualquier hombre. Hacen notar que aún
vive la cualidad de la admiración. Entonces, sin que nos demos
cuenta, aparcamos en el destino.
Esta
bella ecuación se aplica al barrio de mi niñez. Ni bien se cruzaba
Cevallos, los chalets de varias plantas y la gente más fina se
quedaban atrás. Y abruptamente, en las dos veredas, empezaban las
casitas sin ladrillo a la vista. Faltaban dos cuadras para las
callecitas de tierra. Nunca se pavimentaron. Mi familia y yo éramos
neófitos candidatos al estudio de aquella vida. Habíamos tenido que
dejar un barrio mucho más cómodo y saltamos hasta aquella clase muy
media. Yo tenía 11 años. Recuerdo la primera cosa que me molestó:
era un taller de autobuses y camionetas que quedaba en la vereda de
enfrente a casa. Los empleados a veces entraban a trabajar saltándose
la ruidosa chapa. Entonces temprano, cuando ya nos habíamos
acostumbrado al gallo madrugador, se sentían los zincs golpeados por
las rodillas que hacían palanca hacia arriba. A veces, cuando salía
de casa o volvía de la escuela vi descansando a los empleados como
si fueran mitologías, subidos en la altura de aquel portón. A lo
largo y lo alto se esparcían manchas de brea encima del claro zinc
que ocupaba toda la ventana del comedor diario. Y eso que era una
ventana muy amplia. Me enternece recordar la correa de la persiana.
¡Cuántas veces despejé la oscuridad del ambiente! Mi madre había
endiosado la casa todo cuanto sus gustos le permitieron.
***
Apenas
habíamos arribado a las verdes playas de césped anfitrión,
Salvador se entusiasmó más que mucho con la amplia tierra, que de
inmediato lo invitó a cultivar. Como lo estaba por hacer yo para
irme hasta lo de Seba, mamá subía en bicicleta la doble cuesta de
Humberto Primo, visitaba la única herboristería y cuando regresaba
a la casa traía sobres de semillas para que papá plantara
tubérculos y verduras que enriquecían póstumamente las ensaladas
alfalfareras. Cogí la pala por primera vez en ese año, para imitar
a Salvador con su vivida labor. Creo que él también jugaba con las
herramientas a ser granjero, reviviendo su infancia en Villa Cariño,
un pueblo fabuloso que veinte años luego iba a pisarlo mi Catalina.
Se quitaba las gafas para remover las tierras antes de que el
sembrado le diese la esperanza de fecundidad y se quitaba los fotones
del mediodía impregnados en su sudor con el mismo pañuelo que
siempre llevaba en sus bolsillos simétricos.
Entre
las mismas ramas astillosas de la uva, donde en verano crecían los
ramilletes color de mora, colgaban unas calabazas enormes que luego
mamá aprovecharía para cocer un clásico postre para la sobremesa.
Yo le ayudaba a recortar la densa pulpa de los zapallos para que los
hirviese en almíbar. Los inexactos cubos anaranjados, servían para
saciarme los ataques de gula en mis momentos de ocio. Y cuando la
treintena de metros estaba a punto de agotar su aire contado, acababa
la parra y los colgantes zapallos. Entonces uno llegaba a una
higuera, refugio de silbadores benteveos y zorzales de pecho abrasado
que auspiciaban las alboradas con un magnífico canto afinado a lo
Mestre.
Respecto
a la casa, a sus paredes, a sus embaldosados ambientes rurales,
contaré que para salir a ver la naturaleza había una puerta trasera
que conectaba la cocina con los aires campestres. Y junto a la
puerta, una pared de azulejos color océano sacrificaba un metro de
muro para alojar a un ventiluz que se abría en dos partes
horizontales. Y bajo la vidriería punteada, las hornallas
arrinconadas que cocinaron pucheros y arroz con leche. Mamá
desplegaba los vidrios del ventiluz y sobre las llamas autógenas
preparaba almuerzos para la primavera, cuando la acompañaba el olor
a jazmín. En otros meses del año, cuando las nubes creaban en los
quilmeños la incertidumbre de los paraguas, mamá miraba entre las
pictóricas hendiduras al frígido nublado… Y le inspiraba cantar
un tango.
Salí
siempre al terreno por la histérica puerta de esa cocina, que tenía
una cerradura medio trabada. Los ingenios de toda la familia debieron
aprender el código que la abría cuando se giraba la llave. Si todos
se habían marchado por sorpresa, mamá escondía el llavero entre
las chalas de un helecho que
Cuando
era más chico, me encantaba ver el festejo de fin de año. Todo el
treinta y uno esperé ávidamente a que las doce de la noche
cambiasen al año pactado. Pero cuando 1990 comenzó, como un
insolente culpé a papá por haber permitido que me durmiera. La
pirotecnia escandalosa quebró mi sueño por una parte y me apuré a
la vereda con la esperanza de que el acto primero de fin de año se
hubiera extendido más. Pero sólo pude ver muriendo algunas estelas
azules de cañitas voladoras, que los menos protagonistas habían
reservado para encender muy después.
No hay comentarios:
Publicar un comentario