Bob Dylan desapareció de la sala comedor, después de haber repetido por tercera vez “Llamando a las puertas del cielo”. En el medio de cada repetición, trece canciones entretuvieron el mediodía sin gente. Mientras tanto, tres acogedores leños arden desprolijamente sobre las brasas en la calefactora chimenea de ladrillos anaranjados, enclaustrados con mezcla de construcción. El humo de los leños sube al tiro por distintas partes del fuego hipnótico. Y desaparece en el tiraje isósceles. Y pienso, mientras espero la sentencia de mis decisiones: ¿No será el mundo una sublime metáfora de la mente?
Cuando mis padres descansaban de la mañana ajetreada –y también de sus corruptivas preocupaciones– sobrante de clientela, yo me entretenía imaginando por los distintos decorados del hogar alquilado. En el comedor de la casa había una estufa naranja, que se prendía con un papel de Clarín encendido con el mechero. Para que nuestros cutis previnieran quemaduras desubicadas, con una casera papiroflexia plegábamos una hoja de periódico hasta que formaba una extensa batuta, que ya con el fuego endosado en su heroico hocico notificado, se infiltraba hacia las hornallas por la única posibilidad del enrejado arisco. Durante aquellas siestas me encantaba mirar los atardeceres; recuerdo a la sombra que comenzaba oscureciendo el desnivel pronunciado por las tejas de mi pieza y que, de golpe, se suicidaba sobre las baldosas inseparables del patio. Una última oscuridad tibia avanzaba tristemente hacia mi silla, como para advertirme que debía darle las buenas noches al sol. Y, al fondo de aquel tejado, un impresionante muro grisáceo e inútil con un hoyo que lo centraba cíclopemente.
¡Ah! ¡Pero qué cómodas fueron las soledades de mi niñez! Bajo ese fantasioso tejado, luego de la escuela pasaba las tardes en una habitación que finalizaba nuestra hechizada vivienda. La puerta de aquella pieza fallaba bastante más que del todo cuando quería pasarse llave. El picaporte desatinaba por medio centímetro, y se debían dar dos empellones de las caderas para cerrar del todo. Arriba del gélido picaporte, la puerta estaba desprotegida por un ventiluz que no se transparentaba, pero contaba con la inoxidable apertura de sus esmaltadas bisagras. Entonces lo abría para espantar mis aburrimientos con las lloviznas post-escolares, que se presentaban inopinadamente desde marzo hasta octubre. Luego del irreemplazable ventiluz se levantaba un mosquitero que cuadriculaba al patio de la querellante vivienda, seguramente estropeado por el ocio de alguno de nosotros. Era lo mismo que las hojas de un cuaderno escolar primario, como cuando el desubicado Usiel Tardo apoyaba el codo izquierdo sobre la hoja ya manuscrita, formando hacia dentro un equilátero en la punta de la cuartilla. Y al tiempo queda el obtuso triángulo en las esquinas inferiores de los principales aprendizajes. Tras aquel saqueado guardia de alambres interactivos, pasé las horas de mi niñez esperando que alguna torcaza picoteara el ingenuo alpiste que modelaba sus miligramos bajo un cúbico cajón de manzanas Deliciosas. Yo pretendía hacerlo pasar por una trampa casera para las aves viajeras. Me divertía esperando a los gorriones o a los palomos para ver cómo limpiaban las migas que les había desparramado en un ángulo del patio vacío. Para que no me aburriera tanta letanía -separadora de visitas y las frágiles partidas de pichones amarillentos y benteveos noveles-, mientras los pájaros descansando en la medianera analizaban mis inocentes trampas, yo debí transformar mi primer día de clases en una anécdota aventurera, por si mi familia algún día me preguntaba. De mi vida siempre mantuve recuerdos muy buenos. Los que no me hicieron feliz, trataba de liberarlos a través de la narración, pensada siempre para mis mejores amigos, contando al ambiente desconcertado lo mejor que podía mis vergüenzas y mis victorias. Me dio lástima saber que he tenido muchas más y mejores creatividades cuando fui niño.
Nosotros, para hacer más rápidos los privados mandamientos, la habíamos bautizado “la piecita de la tía”, ya que ahí dormía la tía Aurora cuando retornaba como un perrito a la casa de mis viejos. La hacía feliz a mamá. En cambio en las cenas papá siempre estaba con cara ‘e culo. Eran distintas políticas que defendían la tía Aurora y papá. Las comidas eran tensas a la noche, porque la tía Aurora había visto un lado corrupto en la gente que papi más admiraba. Y la presencia de la regordeta le molestaba. Papá la sentía como quien come un pescado le puede sentir la espina. No como la rosa, que las espinas la hacen más interesante. La tía Aurora siempre estaba en la esquina. Miraba la tele de píxeles ya coloreados y cuando terminaba las cenas participaba de las sobremesas incómodas con su silencio enfadado y algún sí sí para que papá sintiera que todos le respetaban.